07 PM | 16 Dic

MEMORIA HISTORIA A LA FRANCESA

La película de Louis Malle de 1974 iba a levantar ampollas en la aburguesada sociedad francesa, obligándola a mirarse en el espejo de su pasado y dándole una bofetada de memoria en pleno carrillo de la amnesia que tantos esfuerzos costó levantar a Charles De Gaulle y sus adláteres. En unos tiempos en los que en España está en entredicho la conveniencia de recuperar o no los testimonios de nuestro bárbaro y criminal pasado reciente por temor, más que a reabrir heridas o a poder señalar con el dedo a los asesinos que aún viven (o a los descendientes que se han dado un baño de respetabilidad y olvido), a la puesta en primer plano de una realidad que nos despierte del complaciente estado de sedación en el que vivimos y no así ponernos en peligro de darnos de bruces contra nuestra verdadera naturaleza latente, el ejemplo de lo sucedido en Francia puede, una vez más, ilustrarnos, si bien, en esta ocasión, en la necesidad de no cometer los mismos errores y evitar así querer colgar de un farol a quien se atreva a mostrarnos la luz. Una Francia desmemoriada, que había guardado el pasado de sus padres y abuelos en el desván de los recuerdos, se encontró de repente con una innegable verdad mostrada en las pantallas de todo el mundo, y, como ocurre tantas veces, muchos en vez de mirar a dónde apuntaba, se quedaron mirando el dedo.

Lucien Lacombe (la alteración del orden en el nombre y apellido es por la acostumbrada anteposición de éste al declarar ante la autoridad) es un joven campesino cuyo padre, capturado por la Wehrmacht durante la invasión nazi, se encuentra en Alemania trabajando en un campo de prisioneros. Mientras, su madre, que se siente sola, se acuesta con su jefe. Lucien se mantiene al margen de todo, se deja llevar, va sin rumbo, a pesar de los terribles y funestos acontecimientos que le rodean diariamente: la ocupación nazi, los registros, las detenciones, las deportaciones, los atentados de la Resistencia, la infidelidad de su madre hacia un padre del que ni siquiera sabe si sigue vivo… La apatía, el aburrimiento, que no el patriotismo, llevan a Lucien a intentar ingresar en la Resistencia francesa (como todo el mundo sabe, repleta de españoles -los franceses estaban demasiado ocupados rindiéndose o colaborando con los nazis-), pero es rechazado. No se fían de un joven con fama de disperso, de distraído, de inconstante e irresponsable, un chico cuyo padre trabaja en Alemania para los nazis, de buen grado o por la fuerza, y cuya madre contemporiza con un hombre que tiene tratos con los alemanes. Ese rechazo, esa misma apatía, con un poco de ayuda por parte de la casualidad, le hacen caer en la policía que los alemanes y el gobierno colaboracionista de Vichy han creado para depurar la retaguardia (esta policía, sí, repleta de franceses). Su apatía le hace adaptarse con facilidad a cualquier situación, y asume perfectamente el papel de verdugo de sus propios compatriotas (muy ilustrativa en ese aspecto la fotografía de cabecera, disparando el tirachinas ante una foto del mariscal Pétain, el traidor de Vichy; inevitable relacionarla con la famosa escena de Casablanca en la que un sospechoso de la muerte de dos correos alemanes en el desierto es abatido a tiros por la policía colonial francesa y cae muerto a los pies de un cartel patriótico con el anciano mariscal como protagonista) como hubiera aceptado igualmente el de convertirse en combatiente y asesino de alemanes y de franceses colaboracionistas. Todo cambiará, sin embargo, cuando traba amistad con una joven judía que es hija de un sastre que tiene un negocio clandestino de corte y confección, y que se llama, precisamente, France. Desde ese instante Lucien alternará su papel como policía deteniendo a sospechosos, participando en purgas, redadas, tiroteos, interrogatorios y torturas, además de realizando su papel como “mascota” del grupo de franceses de la localidad que trabajan para los alemanes, con su relación personal, aparentemente incoherente pero aún así cada vez más frecuente, con el sastre judío y su hija, los cuales evitan la deportación gracias a los servicios que prestan a los policías a espaldas de los alemanes, hasta que esos caminos incompatibles, esa incoherencia, le hagan por fin salir de su indiferencia y tomar partido, no por Francia, sino por France y por sí mismo.

La película, una obra magnífica, sensacional, madura, para nada maniquea ni acusadora, sino simplemente demostrativa de unos hechos incontrovertibles de forma objetiva y desapasionada, entretenidísima pese a sus dos horas y veinte minutos de duración, plantea por tanto un asunto capital que la Francia de los setenta se había esforzado en olvidar: el colaboracionismo francés con los alemanes, la vergonzosa rendición en el verano de 1940 en el mismo vagón de tren (buscado al efecto por Hitler, como se sabe, muy dado a los escenarios wagnerianos) donde Alemania había firmado la humillante Paz de Versalles en 1918, las deportaciones de judíos franceses a los campos de exterminio, las denuncias, el permanente clima de guerra civil que se vivió en el país durante la ocupación, y sobre todo, la fuerte implantación entre las clases conservadoras francesas desde la victoria del Frente Popular y durante la guerra civil española de los planteamientos filonazis, a los que se entregaron con los brazos abiertos una vez que las tropas alemanas desfilaron junto al Arco del Triunfo, nueva paradoja. La tragedia del colaboracionismo, pretendidamente siempre camuflada por De Gaulle (un coronel que pasó a general sin hacer la guerra, por cierto, sin poner el pie en un frente), desde la radio de Londres y sobre todo desde su discurso tras la liberación de París (encabezada, una vez más, por republicanos españoles, pero que él atribuía a la propia ciudadanía parisina), escondía además a las numerosas tropas francesas que combatían junto a los alemanes o bien incluso dentro de la propia Wehrmacht, como los últimos regimientos que defendieron Berlín ante el acoso soviético en 1945, muchos de los cuales estaban formados por franceses. Por supuesto, ni que decir tiene que a la Francia nacida de la proclamación de la V República tras la independencia de Argelia no le apetecía echarse en cara a sí misma la traición y el colaboracionismo con los mayores verdugos de la Historia (como en España determinados sectores siguen tendiendo un tupido velo sobre sus vergüenzas pasadas, esperando que la amnesia termine de darles la victoria que fue sólo militar y política, pero nunca legítima), y la película recibió críticas, varapalos, ataques y acusaciones de “antipatriótica” (es decir, exactamente igual que ocurre en España con quienes quieren convertir el pasado, precisamente, en Historia, un fenómeno que se pueda analizar, estudiar, catalogar y del que puedan extraerse conclusiones de manera aséptica, no en clave política actual y continua), apelativos que realmente escondían el miedo de quienes tenían cosas que ocultar a que las verdades salieran a la luz y de que su principal preocupación, su lugar en la posteridad, el empeño de toda su vida, quedara empañado para siempre (una vez más, igualmente como en España hoy en día). Es obvio que en Francia, al día siguiente de la liberación, ya no había franceses que hubieran apoyado a Hitler, como en España, al día siguiente del funeral de Franco, ya no había franquistas; las sociedades son así de hipócritas. Bastó una película para demostrar que en Francia seguía habiendo elementos traidores del pasado, como ha bastado en España muy poco para probar lo mismo.

La película, que cuenta con actores relativamente desconocidos (no así sus rostros) como Pierre Blaise, Aurore Clément, Thérèse Giehse, Holger Lowenadler, Jean Bousquet o Jean Rougerie, es una de las mejores obras de un cineasta magnífico como es Louis Malle, quien, especialmente en las películas en las que habla de la ocupación alemana (maravillosa Au revoir les enfants), siempre ponía muchas dosis de emotividad y memoria propia. Ayudan a completar un magnífico marco la música del gran guitarrista de jazz Django Reinhardt, y la fotografía espléndida del habitual colaborador de Sergio Leone, Tonino Delli Colli. Pero sobre todo es Pierre Blaise, el actor que da vida a Lucien, quien está soberbio. Se le ha acusado en ocasiones de crear un personaje estúpido, un tipo absurdo, apático, indolente, plano, un maniquí sin gestualidad ni emoción. Quien critica así la fenomenal actuación de Blaise en un personaje que le estaba pidiendo exactamente eso, no repara en que su personaje es la personificación de toda la Francia de 1939-1945. Sus posiciones iniciales, su evolución, su búsqueda, su abrazo al colaboracionismo, su posterior actuación, no hacen sino emular la propia evolución de Francia en aquellos años, de la apatía en la llegada de la tormenta a la tardía reacción, pasando por la tibia oposición y el derrumbe francés de 1940, poniendo la historia de Lucien en primer plano como metáfora y explicación de la incomprensible deriva del país que trajo la Revolución, la democracia y los derechos civiles (y sí, no me estoy olvidando de Estados Unidos; los estoy omitiendo voluntariamente) y que apenas ciento cincuenta años más tarde se entregó en brazos de la barbarie y de muy buena gana.

Sin duda una película para pensar, para analizar la debilidad de las falsas democracias y de lo fácil que resulta su conversión en crueles gobiernos dictatoriales, y sobre todo, constituye una acertadísima reinvindicación de la memoria como instrumento de juicio (por mal que les pese a quienes desvarían en la prensa un día y “olvidan” sus palabras al siguiente) y de la Historia (sin manipulaciones con las que arrimar el ascua a la sardina de cada cual) como instrumento de incalculable valor pedagógico, periodístico y formativo, al tiempo que da pie a reflexiones más profundas, al papel que occidente, cuyo pasado bárbaro no tiene parangón alguno, debe ejercer como ejemplo frente al mundo: el reconocimiento de los propios errores, el enjuiciamiento de sus propios verdugos, el reconocimiento de sus propias miserias, sin tergiversaciones, sin versiones edulcoradas, antes de dar lecciones de democracia al mundo y de pretender que hagan otros lo que él no es capaz de hacer, antes de crear fenómenos como los tribunales internacionales (que terminan juzgando, como los tribunales convencionales, sólo a los criminales pobres, sin apoyos, de países sin avalista, mientras quienes deciden las muertes desde los despachos se cubren de halos de libertad o quienes son demasiado poderosos ni se inmutan) o de promover la detención y procesamiento a escala mundial de dictadores y criminales, mientras se esfuerza por esconder sus cadáveres en el armario. ¿Miserables? Sí. Mientras no se note…

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