01 PM | 13 Mar

EL DETECTIVE QUE TENTO AL DESTINO

 

                                                BEATRIZ MARTINEZ (MIRADAS DE CINE)

 La Historia del cine se ha venido construyendo a partir de movimientos de ruptura que de una u otra forma han intentado renovar, liberarse de las ataduras o cambiar aquellos patrones formales, estéticos y narrativos que por su uso indiscriminado ya habían quedado exprimidos, agotando todas las posibilidades expresivas y artísticas por las que una vez en el pasado, habían florecido adquiriendo una auténtica razón de ser.

Normalmente cuando hablamos de este tipo de revoluciones cinematográficas, solemos trasladar nuestro punto de mira al viejo continente, donde se han dado algunas de las más ilustres: el expresionismo de los años 20, el neorrealismo italiano de los 40, la Nouvelle Vague en los sesenta acompañada del Free Cinema inglés y el Nuevo Cine Alemán…

Sin embargo en la década de los setenta el foco restaurador de irradiación de tendencias dentro del panorama fílmico internacional se situó dentro de las fronteras americanas.

 

La convulsión cultural iniciada en la época anterior constituyó el caldo de cultivo para la consolidación de una nutrida nómina de directores que iban a trastocar los cimientos de la industria hollywoodiense: Francis Ford Coppolla, Martin Scorsese, Standley Kubrick, Woody Allen, Robert Altman, George Lucas, Steven Spielberg, Paul Schader, Terrence Malick, Brian de Palma, John Cassavettes… contribuyeron a la creación de un efervescente y variado paisaje creativo en el que se integraban el espíritu trasgresor de algunos, con las ansias de otros de convertir el hecho fílmico en un espectáculo de exclusiva rentabilidad económica. Por eso, para bien o para mal, los setenta es la época en la que se gestaron los modos de conducta que han permanecido en el seno del sistema de producción americano hasta nuestros días.

Sin embargo, en las primeras películas de estos incipientes cineastas, todavía no se atisbaban los rasgos acomodaticios que más tarde (en la mayoría de los casos, no en todos) caracterizarían sus carreras profesionales. Muy al contrario, nos encontramos con obras innovadoras técnicamente, transgresoras desde el punto de vista de la no adaptación a los convencionalismos sociales, de portentosa fuerza visual y enorme arrastre emocional, y sobre todo de extremo virtuosismo en el empleo de las posibilidades que ofrecen los recursos de la imagen. Ésas son algunas de las características que subyacen en el seno de obras imprescindibles de la época como son El padrino I y II (The Goodfather, 1972 y Goodfather: part II, 1974) de Francis Ford Copolla, Malas calles (Mean Streets, 1973) y Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese, La naranja mecánica (A Clockwork orange, 1971)  de Standley Kubrick, La noche se mueve (1975 , Nights Moves, Arthur Penn)…

Quizás sean éstos algunos de los films que mejor definen el espíritu de una época y configuran la fuerza conjunta de toda una generación que supo entender a la perfección al espíritu de los nuevos tiempos.

Polanski, el cineasta nómada

Polanski no nació en América, pero su condición de cineasta errante le llevó a condicionarse de una manera sumamente permeable a cualquiera de los sistemas de producción en los que desarrolló sus ficciones.

En su Polonia natal filmó algunos cortos y la película que supuso su debut en el largometraje, El cuchillo sobre el agua (1962, Noz W Wodzie). En Inglaterra rueda Repulsión (1965, Repulsion) y Callejón sin salida (1966, Cul-De-Sac). Más tarde también se trasladó a Italia, España y sobre todo Francia, donde se establecería definitivamente, para la realización de sus trabajos, pero lo que nos interesa realmente es que en los albores de la década de los setenta se produjo su desembarco en el cine americano con El baile de los vampiros (1967, The Fearless Vampire Killers). Si hasta ese momento el cine de Polanski había estado marcado por el influjo decisivo de la vanguardia europea, cuyos recursos y hallazgos empleó como moldes para la realización de películas sumamente personales en las que trató de dar cabida a todas las obsesiones que poblaban su universo creativo, en el momento que aterrizó en los USA comenzó un nuevo proceso de adecuación a las circunstancias culturales a las que intentaba tomar el pulso. Así comienza una época en la que brillantemente Polanski se inserta en la industria hollywoodiense a través de la práctica del reciclaje genérico.

En El baile de los vampiros, el autor subvierte los códigos establecidos para realizar una desmitificadora comedia en torno a la figura del clásico chupasangres, en La semilla del diablo (1968, Rosemary´s Baby), construye un hábil relato de terror psicológico donde, a través de la sugerencia, se crea un ambiente de pesadilla mediante la sabia dosificación de la tensión ambiental a partir de los elementos de la vida cotidiana… Precisamente cuando se encuentra en el punto más álgido de su carrera gracias al éxito conseguido con esta última película, se produce uno de los hechos personales más fatídicos que marcaron su vida, el asesinato de su esposa Sharon Tate a manos del psicópata Manson.

De forma voluntaria se exilio de nuevo a Europa, donde filmaría una sanguinaria revisión de la más cruel novela de Shakespeare, Macbeth (1971, Macbeth) y un fallido pasatiempo erótico titulado ¿Qué? (1973, What?). Cuando las heridas de su traumático y reciente pasado todavía no se habían cicatrizado del todo, recibió la suculenta oferta del productor Robert Evans para regresar a Hollywood por la puerta grande con una película de gran presupuesto que intentaba ser una suerte de remembranza de las randes producciones de cine negro de los años cuarenta. El guión había sido escrito por Robert Towne con la intención de ser dirigido por él mismo, pero Robert Evans decidió recurrir al genio de Roman Polanski (utilizando como intermediario a Jack Nicholson) para asegurar una inversión que sin duda iba a ser costosa y que podría devolverle las mieles del éxito conseguido unos años antes gracias a la producción de El Padrino.

El mito de chinatown

No es Chinatown precisamente una película representativa de los años setenta, ya que su ambientación nos retrotrae al pasado, además a un cine de características muy determinadas, de personajes tipificados, de recursos dramáticos predefinidos, de estética previamente configurada… es decir que es cine realizado en los setenta que intenta emular o recuperar el espíritu de los grandes clásicos del noir que se hacían en los cuarenta.

Tampoco es Chinatown una película muy “polanski”, es decir, que es complicado rastrear en ella el sello personal de un director que habitualmente había sabido impregnar cada una de sus obras con una serie de particularidades que las hacían sensiblemente identificables.

Al fin y al cabo, también hay que tener en cuenta que se trataba de un encargo en el que tuvo que trabajar a partir de un guión previo ajeno, escrito por un receloso guionista que no admitía ningún tipo de variación en los planteamientos narrativos que había establecido (recordemos que la mayoría de los proyectos particulares de Polanski han sido elaborados por él mismo en colaboración con Gérard Branch), y sujeto a la férrea mirada de un productor-estrella como era en aquel momento Robert Evans.

En los años setenta Polanski también firmó una de sus mejores y más representativas películas, la deliciosa El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), y sin embargo, siempre es Chinatown la que termina por erigirse como su obra cumbre de esta época.

Su clasicismo, su corrección técnica, su elegancia formal, su sobriedad estilística, su modélico entramado narrativo, y sobre todo la fuerza que consiguen desprender unos fotogramas cargados de nostalgia, la situaron desde el mismo momento de su estreno en el altar de las grandes obras de referencia del cine americano.

Definición genérica: “neo-noir”

Considerada por algunos como un homenaje explícito al film noir de los años cuarenta y a la novela negra que popularizaron escritores como Hammett o Chandler, por otros como una reactualización genérica a través de las nuevas posibilidades que se habían abierto en el lenguaje cinematográfico, lo cierto es que algunos críticos iniciaron una polémica acerca de la definición y los límites de lo que se ha venido llamando como cine negro (denominación también lo suficientemente confusa para levantar otros tantos ríos de tinta en sustanciales controversias). Para José María Latorre y Javier Coma ( Luces y sombras del cine negro, publicado por Dirigido), cualquier película de ficción criminal realizada desde 1954 recibiría el calificativo de neo-noir. Para otros el cine negro comienza con El halcón maltés (The maltesse falcon, 1941) y finaliza en 1958 con Sed de mal (Touch of Evil) de Orson Welles.

Pero más allá de todas estas disyuntivas, lo cierto es que en Chinatown nos encontramos ante una película con independencia propia, es decir, una muestra de cine que no pretende plagiar los modos de conducta que caracterizaban los films clásicos, sino que se encuentra perfectamente definido y enraizado en su tiempo, ya que las acciones que narra se encuentran ancladas en un pasado más que rememorado, redefinido de acuerdo con el contexto cultural de la época.

Y la sociedad americana no atravesaba precisamente sus mejores momentos hacia el año 1974, en plena constatación del fracaso de la Guerra de Vietman, en pleno escándalo de dimisión de Nixon por el Watergate… la crispación política denotaba un profundo sentimiento de insatisfacción, de desilusión por parte del pueblo estadounidense, un dolor y una impotencia que sentía también el propio director por el reciente asesinato de su mujer y su hijo.

Por eso, aunque Robert Towne insistió en que el final de Chinatown fuera feliz, Polanski no permitió tamaña aberración, insuflando toda su profunda amargura vital en el sustrato de un relato que terminó desprendiendo un arrebatador aliento romántico y trágico, cuya intención y significado parecen recordarnos la imposibilidad que tiene el ser humano de escapar de sus miedos, inseguridades, traumas y sentimientos que, si en un momento parecen destinados a la salvación del alma, solamente terminan por acarrear más desesperanza y tristeza.

Un guión modélico

Es Chinatown una película de combustión lenta. Su estructura narrativa está confeccionada a partir de una compleja red de subtramas entretejidas entre sí a través de una serie de hilos que se unen y dispersan a medida que la acción va avanzando y el verdadero sentido de la cinta va aflorando subrepticiamente en medio de una confusión que logra clarificarse a partir de la oportuna dosificación y desvelamiento de los secretos que se esconden en su interior.

El espectador se sitúa en todo momento desde la perspectiva que nos ofrece el personaje interpretado por Jack Nicholson, el detective privado J.J. Gittes, un fisgón especializado en sacar a flote las miserias ajenas de las personas pudientes de la ciudad de Los Ángeles. Este personaje de ambigua catadura moral será el encargado de conducirnos por el relato a través de las investigaciones y las averiguaciones que emprenderá al verse casi accidentalmente involucrado en un caso de asesinato de oscuras y enrevesadas implicaciones.

En primer lugar, el guión enfoca como aspecto principal las intrigas que se suceden en torno a los problemas de suministro de agua que atraviesa la ciudad, y a los ocultos intereses que se esconden detrás de una serie de maquinaciones ilegales que realizan unos anónimos hombres de poder que se dedican a controlar y manipular a su antojo cualquier bien público para revertirlo en su propio beneficio. Poco a poco van apareciendo, con extremada precisión, las líneas narrativas por las que verdaderamente transcurrirá el relato; así, se presentan los personajes principales, Evelyn Cross (Faye Dunaway), esposa del asesinado Jefe de las Aguas y Noah Cross (John Huston), su padre y gran magnate inmobiliario, dos figuras clave para el desarrollo de las acciones que se irán desencadenado en la pantalla. Realmente, a pesar de lo intrincado de la narración, ésta tiene la virtud de no esconder ningún dato al espectador, de forma que se van dosificando gradualmente una serie de pequeños detalles, que a modo de pistas, ayudan a intuir el rumbo que pueden tomar los acontecimientos (las gafas en el estanque, el momento en el que Evelyn accidentalmente se apoya en el volante del coche haciendo sonar el claxon, la turbación que siente ésta cuando oye hablar de su padre…). Sin embargo, tardamos mucho tiempo en conocer verdaderamente a los personajes. Seguimos los movimientos de Gittes en sus investigaciones (nacidas de una curiosidad patológica inherente a su profesión), pero realmente no conocemos sus motivaciones, intenciones o pensamientos… todo lo que le rodea resulta extremadamente opaco, y en cierto modo tiene bastante que ver con su figura de private-eye, un ser anónimo que ha de hacerse invisible a los ojos de los demás, incluso a los de sí mismo.

Towne—Polanski utilizan las conversaciones aparentemente más banales para introducir información sustancial. Así, comenzamos a preguntarnos acerca de algunos misterios que rodean a los personajes: ¿Por qué abandonó Gittes el cuerpo de policía?, ¿qué extraña relación une a Evelyn con la supuesta amante de su marido?… Algunos de estos enigmas se irán desentrañando, otros quedarán velados o levemente sugeridos, pero lo realmente importante es que llega un momento en el film, en que éste explota definitivamente, en el que todos esos hilos dispersos se concentran dentro del aparente batiburrillo de ideas inconexas que de pronto, y de manera tremendamente reveladora, comienzan a encajar en el sitio adecuado y tomar un sentido concreto. Existen en el film dos instantes que así lo demuestran. El primero lo constituye el encuentro amoroso entre Gittes y Evelyn. Después de hacer el amor, mediante un picado, Polanski nos muestra a los dos tumbados en la cama, hablando Gittes por primera vez de sus preocupaciones más profundas. Es entonces cuando nos damos cuenta de que los verdaderos hechos que condicionan las acciones que se están desarrollando en el presente ocurrieron en el pasado, y que la única fuerza que mueve a los personajes es el destino aciago, un fatum cruel que los atrapa en una tupida tela de araña de la que les será imposible escapar. Gittes explica a Evelyn cómo una vez, cuando trabajaba de policía perdió a la mujer que amaba por intentar protegerla. La culpa no fue suya sino de ese barrio chino en el que trabajaba, Chinatown, espacio que se eleva como mítico en el film, un lugar maldito al que se le atribuye el poder de ejercer el mal sobre las personas ajenas a él (es decir, los blancos que no entienden las reglas internas de los orientales que viven en el guetto).

El segundo momento crucial lo protagonizan las famosas bofetadas que Gittes propina a Evelyn para intentar conocer la verdad que con tanto celo ésta ha logrado guardar acerca de la identidad de la amante de su marido. Anteriormente, para aplacar la insistencia del detective, le había confesado que era su hermana. Ahora, las verdades han de salir irremediablemente a flote. Polanski condensa en esta escena toda la tensión dramática acumulada hasta el momento. A modo de epifanía descubrimos el soplo de tragedia que había latido en el fondo de la narración, y se clarifica ante nuestro ojos que el nivel de corrupción política sobre el que había basculado el relato, era tan sólo una excusa para conducirnos a un hecho quizá más aterrador, que la verdadera podredumbre de la sociedad se encuentra en el alma de las personas.

Es Chinatown una película profundamente pesimista. Al igual que en La semilla del diablo, Polanski nos ofrece una parábola del mal insertado no sólo en las capas más altas de una sociedad, sino que esa corrupción afecta a todas las esferas, llegando a la más importante, la que tiene que ver con la degradación de las relaciones personales. Es Chinatown una película pulcra en su aspecto formal y estético, pero que oculta en su interior una violencia interna que va más allá de cualquier estallido ocasional sangriento (haciendo referencia a la escena del corte de nariz que le propina un chulesco Roman Polanski al personaje interpretado por Jack Nicholson), sino que transciende más allá, como puede comprobarse en las magníficas secuencias de cierre.

Y es que en ellas se concentra todo el espíritu de Chinatown, el de encerrona no sólo física, sino también moral, el de la sensación de impotencia, de no poder cambiar el pasado, pero tampoco el presente (que nos conduce a la idea de ciclo irreversible), ni siquiera el futuro, pues los malos ganan, y su perversidad será la que construya el porvenir de la civilizaciones. Y de eso se da cuanta Gittes en el último momento, a través de esa mirada perdida que transluce nítidamente que no hay lugar para la salvación, y que su existencia ha vuelto a perderse en la malas calles de Chinatown.

 

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