11 PM | 09 Ene

AUTOPSIA DEL ALMA

“Érase una vez en Anatolia”: Autopsia del alma

El turco Nuri Bilge Ceylan nos deja una obra para cinéfilos, con una factura llena de símbolos, de aparentes trivialidades y una vistosidad hipnótica. “Érase una vez en Anatolia” es una película muy personal, ardua y difícil de ver.

Una comitiva encabezada por un fiscal, un médico forense y un comisario de policía recorre la estepa de Anatolia en busca de un cadáver en paradero desconocido. En la investigación les conduce, a la fuerza y sin mucha colaboración, su asesino. Será un viaje de búsqueda en el misterio del pasado, mientras la luz trata de hacerse paso en la oscuridad de la noche y la verdad emerge intentando superar el dolor y la culpa. En “Érase una vez en Anatolia” (ver tráiler), Nuri Bilge Ceylan se sirve de una trama mínima para hacer su particular indagación de la condición humana, y dejar una película muy personal que obtuvo el Premio del Jurado en el Festival de Cannes.

Si el equipo investigador hace todo lo posible por encontrar el cadáver y averiguar la causa del fallecimiento con la autopsia, el director hace lo propio al meter su bisturí en el alma de un fiscal que vive con remordimientos tras la muerte de su mujer, para desempolvar la tristeza de un médico desilusionado con la vida, o sacar a la luz las preocupaciones de un comisario rudo pero de buen corazón sumido en el dolor por la enfermedad de su hijo. No importa en exceso el hallazgo del muerto y ni siquiera el conocer la causa del asesinato —trama principal que, en realidad, es secundaria—, porque lo fundamental es lo que viven ese fiscal y ese médico, hombres cultos que se entienden con medias palabras y con silencios, con sustanciosas conversaciones donde se vislumbra el infierno en que viven.

Todos viven una realidad íntima dura y pesada, tanto como esa atmósfera cargada y lúgubre que amenaza con rayos y truenos, recogida por una espléndida fotografía. La oscuridad de buena parte de la cinta o la frialdad de toda ella nos hablan de una realidad oculta y triste, donde de vez en cuando emergen ángeles luminosos en un intento de rescatar al individuo del escepticismo en que se hayan sepultados. El tono de cuento o fábula trata de hacerse presente en medio del carácter documental de la cinta, y la puesta en escena realista convive con la fantasía de una mujer que dejó de vivir de repente —extraordinaria historia, bien dosificada por el fiscal y por el guionista—, con la enigmática presencia de la hermosa hija del alcalde, con las veladas relaciones familiares del asesino con su mujer e hijo, o incluso con la verdad de un fallecido a quien alguien ha visto después. Es un mundo de muertos vivientes —su influjo sigue siendo decisivo— y de vivos que parecen muertos en su dolor y tristeza.

Todo se cuenta a ritmo lento y a la luz de una triste vela, de forma que para el espectador no experimentado e impaciente se le hará aburrida y parsimoniosa —sobre todo hasta que encuentran el cadáver— porque apenas pasa nada y las conversaciones son intrascendentes, pero es el tono que la película exige para meterse en los protagonistas y desentrañar lo que les duele, algo que en cierta medida es preciso dejar en las sombras. Esa es la lección que el médico aprende durante la autopsia, después de haber visto cómo afloraba el dolor en el fiscal y comprobar que, en el fondo, él no es muy diferente y que también le salpica la sangre —ilustrativa metáfora—. No hay, por otra parte, música que alegre el ambiente ni distraiga al espectador con emociones inducidas, porque el director busca la cruda y depurada verdad que se aloja en el interior de esos buscadores, y eso exige silencio y un esmerado trabajo de sonido, sin concesiones ni ruidos que complazcan a los vivos o despierten a los muertos.

El turco Nuri Bilge Ceylan nos deja una obra para cinéfilos, con una factura llena de símbolos, de aparentes trivialidades y de una vistosidad hipnótica, donde la autopsia del alma tiene más importancia que la del cuerpo. Se trata de una cinta ardua y difícil de ver, que podría haber reducido su metraje, pero también de una de esas donde el director quiere decir algo —y algo importante— y sabe cómo decirlo. Se trata, en definitiva, de una road moviesobre la vida y la muerte, sobre lo que conocemos y lo que ignoramos, sobre lo que anhelamos y lo que un día perdimos.

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