12 PM | 31 Dic

Cuento de fin de año

Cuento de fin de año



Gabriel asiste al baile anual que sus tías, Miss Kate y Miss Julia Morkan, junto con la sobrina Mary Jane, organizan durante las fiestas de Navidad en la sombría casa familiar, en la que dan clases de música. Estamos a principios del siglo XX. Nieva sobre Dublín y, al parecer, nevará toda la noche. Están invitados a la fiesta parientes, alumnos y viejos amigos de las anfitrionas, entre ellos Mr Browne, irónico y mujeriego, la carnosa Mrs Malins, y su hijo Freddy, que flaquea ante las botellas. También está el tenor Mr Bartell d’Arcy (“todo Dublín está loco por él”), quien no quiere cantar debido a un catarro que le ha dejado, dice, “más ronco que un cuervo”.

Mientras bailan y beben ponche, Gabriel repasa el guión del discurso de celebración de la velada. Se pregunta si una cita del poeta isabelino Robert Browning no será demasiado elevada para los asistentes. Quizás sería mejor recurrir a Shakespeare, más fácil de reconocer. Le da miedo que le crean un pedante. A menudo, Gabriel duda de sí mismo.

Los bailes y cantos han divertido a los invitados, el concierto de piano de Mary Jane ha sido aplaudido incluso por los que no escuchaban, pero Gabriel, además de las dudas personales, ha tenido que mantener una deprimente discusión con Miss Ivors, una nacionalista irlandesa que lo ha acusado de escribir artículos en un diario inglés y de apreciar más los paisajes extraños que los de la tierra propia (esta escena política que James Joyce incluyó en la narración Los muertos del libro Dublineses traduce, con intencionada ingenuidad, el clima moral de los años de la lucha por la independencia irlandesa. Escrita hace 104 años, es leída con mirada estoica por los que hoy estamos viviendo desalentadoras escenas similares).

Las gelatinas, la jalea, los higos de Esmirna, la crema con nuez moscada y otros dulces lucen en torno al jamón y al ganso relleno que Gabriel ha ido fileteando y repartiendo. Oporto, jerez y cervezas amenizan los manjares. Se ha hablado sobre todo de bel canto. Freddy Malins elogia a un negro, “una de las mejores voces de tenor”, que actúa en el Teatro Real. Pero no parece que a Mr Bartell de Arcy, el tenor ronco que comparte la mesa, le apetezca opinar sobre él. Mr Browne y una de las tías han añorado las compañías italianas de ópera que en otros tiempos hacían temporada en Dublín. Era tal el entusiasmo que suscitaban, que el público, desenganchando los caballos, arrastraba el carruaje de la prima donna del teatro hasta su hotel. El tenor ronco sostiene que todavía hay cantantes como los de antes y cita como ejemplo a Caruso. Mr Browne se muestra escéptico, pero Mary Jane daría cualquier cosa por asistir a uno de sus conciertos.

Después del pudin y los dulces, y de unas bromas de Mr Browne, que es protestante, a propósito de las extrañas camas en forma de ataúd de los monjes de Mount Melleray, Gabriel comienza su discurso. Un elogio de la hospitalidad, signo distintivo de los irlandeses, encarnada en las “tres gracias” que han acogido a todos en esta velada navideña; y una evocación de la juventud perdida y de los añorados rostros ausentes. La memoria dolorosa –sostiene– nos acompaña siempre, pero cavilar sobre las ausencias nos impediría seguir luchando por los vivos que nos acompañan. Lo aplauden; y brindan por las anfitrionas.

Mientras los invitados empiezan a desfilar y, entre bromas, recogen los abrigos, el tenor ronco, presionado por Mary Jane, canta, finalmente. Una preciosa y triste canción tradicional: La chica de Aughrim. Escuchándola, a Gretta, la esposa de Gabriel, le chispean los ojos. De regreso al hotel, sigue nevando. Gretta calla. Gabriel, en cambio, alentado por el éxito del discurso, siente un impulso sexual. Ya en la habitación, Gretta llora. Explica que, cuando era jovencita y vivía en el pueblo de Galway, un muchacho, Michael Furey, que siempre le cantaba, enamorado, La chica de Aughrim, murió por ella. Estaba muy enfermo, pero desafió la lluvia y el frío para poder despedirse la noche antes de que Gretta se marchara de Galway rumbo a un internado en Dublín. Para poder contemplarla asomándose a la ventana, soportó la lluvia; no quería marcharse. Murió al cabo de una semana.

Gabriel queda una vez más desconcertado y perplejo. Gretta se ha dormido. Él nunca ha amado como aquel pobre Michael Furey, ni le han amado así. Puede que esté más vivo este muchacho muerto hace años que él. Lo intuye mientras contempla la nieve cayendo sobre Dublín, sobre el pequeño cementerio de Galway donde yace Michael Furey y sobre Irlanda entera. Cae la nieve sobre los vivos y los muertos.

Mientras resumo este cuento excepcional de fin de año, que mezcla la parodia costumbrista con la evocación de la más íntima condición humana, pienso en los muertos de este 2018 que se va y en otros muchos que les precedieron. Dominado por las profundas inquietudes del presente, me pregunto, con Gabriel, si no serán los muertos, con su perfil acabado, más reales que yo, comentarista perplejo y vacilante de la vida política y moral de un país y de un mundo cada vez más difíciles de entender.

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