PIERROT EL LOCO
Pierrot el loco
Ferdinand: “Sí, es verdad… Hablo demasiado.
Los hombres solitarios siempre hablan demasiado”.
Pierrot el loco
Para la generación del sesenta, Jean-Luc Godard fue, antes y después de Pierrot el loco (1965), tal vez hasta mayo del 68′, una figura mítica de la modernidad en el cine. Para los nuevos, los que tratamos de encontrar nuestra propia manera de ver, entender, sentir y escribir -por lo tanto también de opinar- de cine, asociamos su nombre y su presencia a la de un líder extinguido. De influencia notoria en el trabajo de un puñado de nombres representativos del cine actual -Tarantino, Carax, Haneke- pero que en el transcurso del tiempo no nos supo hablar o no le pudimos entender -que no es lo mismo pero es igual- Godard y su obra más radical se desgastaron con los años y nosotros fuimos creciendo bajo el signo del desencanto.
Se ha dicho que 1965 no es solo el año de Pierrot el loco, sino también del fin de una etapa que termina con esta película y que gravita sobre todo el cine que se hace en esos momentos. El suicidio de Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), inútilmente interrumpido en un desesperado deseo de supervivencia, ha sido visto como la muerte definitiva de Godard. A partir de ahí iniciaría nuevos rumbos, distintas empresas, con diferentes resultados. Siempre en búsqueda constante de nuevas formas de expresión de sí mismo, ligadas íntimamente a sus problemas sentimentales, afectivos o de comunicación. Han pasado treinta y cinco años y, sorprendentemente, Pierrot el loco es una cinta que desborda frescura y que podemos aprender a ver. Las Histoire(s) du cinéma (1991-97) expresan una radicalización de procedimiento que en el fondo no es mayor que la de Pierrot el loco. Todo se reduce siempre a una necesidad de expresarse y de que le oigan.
UNA CIERTA MIRADA
“Hacia el final de su vida, Velázquez ya no pintaba cosas definidas; pintaba lo que había entre las cosas definidas”. De arranque, Godard hace suyas estas palabras de Picasso para establecer una proximidad entre su creación y la vida propia, pero también para justificar la orientación de su objetivo hacia fenómenos menos concretos pero más éticos. Tanto Pablo Picasso como Jean-Luc Godard contaron, en circunstancias y espacios diferentes, con la ejecución como momento decisivo para la producción de significados, de forma que la obra se ofrezca como un testimonio del propio proceso de hacerla.
Si la serie picassiana de Las Meninas implica una reflexión, sobre la profundidad y la presencia del espacio en Velázquez, hecha desde un punto de vista, el del propio Picasso, que privilegia lo dinámico y lo temporal sobre lo espacial. De la misma forma Pierrot el loco puede ser vista como una reflexión sobre la plenitud y firmeza de la acción en el cine de Samuel Fuller, hecha desde su punto de vista, el del propio Godard, que constata la crisis de planteamientos que hicieron posible la afirmación de la aventura fulleriana.
En condicional, Pierrot el loco sería una crítica desde la creación sobre la arbitrariedad aparente, el misterio y el dato insólito que subyace en el amor entre un hombre y una mujer. Es la crítica a un estado de espíritu particular y colectivo, a un estado de cosas objetivas y azarosas (v.gr. la política, la sociedad, la cultura). Donde un plano puede ser una cuestión moral pero el hecho de filmar una película puede ser una cuestión de amor.
Porque, en el fondo sólo existen dos maneras de relacionarse con las cosas: o respetándolas, o violándolas. Godard sabía, en 1965, que si eran violadas pocas posibilidades de revelaciones se podían esperar de ellas; y así hizo Pierrot el loco, simplemente, en estado enamorado, místico. Y este estado le demandó la máxima puesta en juego de todas sus facultades y toda su imaginación. Inclúyase en nuestra hipótesis la capacidad de insolencia. Porque para Jean-Luc Godard hacer cine implicaba -e implica- preguntarse sin cesar qué es el cine. Y las respuestas sólo se hallan en la insolencia rigurosa de la puesta en escena que destierra la banalidad y el esquema, favoreciendo la relación luminosa de quien la contempla. Sólo entonces hay lugar para el replanteamiento total que deriva en “una cierta mirada” correspondida.
BANDA APARTE
Pierrot el loco es al mismo tiempo una película completamente desesperada, trístisima y un filme seductor, lleno de conmovedor encanto, volcado a la posible conquista de cualquier sensibilidad receptiva, es decir vibrante y lleno de vitalidad. En cualquier caso, alegre y con la positiva vocación de reafirmar el poder fascinador de cada cosa, incluso de las más modestas (es decir, de vivir). Si es la película que Godard hizo en vez de suicidarse, sea o no cierto literalmente, lo que es evidente es que se trata de un filme muy comprometido con la vida, con los recuerdos del porvenir. Su encanto reside en el poder revelador de la sincera observación del cine, de Godard, de Anna Karina, de Belmondo, del amor, del mundo. Pierrot es la profecía en technicolor de una fuga hacia adelante que la generación del sesenta emprendería. Es muchas cosas.
Es encuadre normal y estilización desbordante. Es documento filosófico, comedia musical, colores cálidos (de cuadros, sol y mar); un ejemplo de libertad expositiva; un manifiesto de la Nueva Ola; un mosaico en donde estan plasmados los sentimientos mas contradictorios del artista, la euforia y la desesperación. Y, como apuntara Ricardo Bedoya, es sobre todo “una película que tiene la gracia del instante bello captado al vuelo, del gesto capturado al desgaire, de la frase fulgurante que Godard, pura intuición y sensibilidad, no deja escapar”.
NO DISPAREN SOBRE GODARD PORQUE AL FINAL SIEMPRE HAY ESCAPADA
La mirada que Godard dirige sobre Ferdinand (alias Pierrot) y sobre Marianne (la bella Anna Karina), los amantes en fuga, hasta el sur de Francia, nunca más iluminado y luminoso; azul y rojo; paraíso perdido; inspirador de sentimientos; propicio para ejercer las libertades que el París populoso y consumista entumecían; sugiere, en conjunto, una gran fascinación. Es una cinta pletórica de inventiva, narrada placenteramente, juguetona, pero de final doloroso (de altura homérica, nos atreveríamos a decir). Donde la vivencia es coherente con la estructura expresiva y estilística en el cine de Jean-Luc Godard: que mantiene unidos el encanto de la espontaneidad más fresca de la juventud con la reflexión difícil y la necesidad de seria lucidez propias del adulto. La puesta en escena romántica (“el azar controlado”) se corresponde con las primeras interrogantes que se planteaba el joven Jean-Luc, en 1950, cuando frecuentaba el cineclub Quarter Latin y empezaba a escribir crítica de cine bajo el seudónimo de Hans Lucas.
Durante su paso por la revista Cahiers du Cinéma, Godard postulaba que la mejor crítica surge de la confrontación de una película con otra. Siguiendo ese principio, se puede relacionar de manera analítica Sin aliento (1959) con Pierrot el loco. En el interregno que separa a ambas, Godard había realizado unas doce películas. Este período que generalmente es el favorito para sus seguidores, curiosamente se abre y se cierra con los dos filmes que parecen estar hechos más en primera persona, es decir, en los que el protagonista (Belmondo en ambos casos) da más la sensación de ser portavoz directo del momento vital del autor y que, a la vez, suponen sendos documentos sobre un estado moral de difícil supervivencia en el que el problema amoroso aparece como catalizador de un romanticismo imposible de realizarse si no es pagando con la decepción y la muerte. Son dos películas desesperadas desde el principio, dos apuestas locas, dos filmes que tratan sobre la soledad total, con la urgencia extrema que tienen que cumplir con un deber hasta el final y donde la intimidad y la vulnerabilidad del autor se dejan entrever de una forma bastante desnuda.
Son películas muy distintas (todas las cintas de Godard son experiencias llevadas a cabo a partir de cero, que terminan también en cero y cuya continuación siempre es imprecisa) y que sin embargo, guardan una relación excepcionalmente coherente y que podrían constituir por sí solas, una filmografía autosuficiente.
Con la trayectoria de los protagonistas de Pierrot, al borde del mar azul, bajo el angustioso sol de junio, se asiste a otro nacimiento del cine, inventando una nueva manera de decir las cosas, una nueva forma de seducir. De ver mientras se escucha el diálogo, de canciones, y encuestas insólitas y miradas furtivas entre los actores, y miradas descaradas a la cámara, y monólogos, y voz en off, y multitud de citas, y de todo. Es así como se salta, placentera y necesariamente, la escolástica de los grandes géneros cinematográficos como el musical, por ejemplo. En Pierrot el loco no hay bailes pero sí canciones que interpreta Anna Karina. No existen los desplazamientos de un Gene Kelly o una Debby Reynolds. El sonido de la música (por Antoine Duhamel), el comentario a las canciones populares por Belmondo, configuran una atmósfera antifestiva, más bien privada, fulgurante a gusto del autor. Que necesita comunicar su alegría en los momentos que él juzga oportunos.
Lo mismo sucede con el thriller y el cine encuesta. Cuando se abordan se evitan las reglas. Las situaciones descritas en la novela de Lionel White, “Obsession”, son revisadas y reinventadas a partir del salto de raccords y ejes. Los colores (especialmente el rojo) del maravilloso Techniscope trabajado por Raoul Coutard, adquieren una violencia y una expresividad convulsiva, inusitada en el cine. Quedando demostrado en Godard que lo que cuenta es la sinceridad y la correspondencia entre lo qué se hace, el cómo se hace y la visión de las cosas desde las que se hace. No se es moderno o actual por puro voluntarismo.
CONCLUSION
Que al final, un payaso loco (Pierrot), con la cara pintada de azul, con cartuchos de dinamita envolviendo su cabeza, susurre versos de Rimbaud (“Ella es reencontrada ¿Qué? La eternidad”) por la ausencia de la mujer de su vida; nos llevan a pensar en la honestidad de Godard para con el personaje protagónico y para con las carnes cinéfilas mas fibrosas al interior del auditorio; que se vuelven a tensar cuando “el loco” explota en mil pedazos. Como cinéfilo siento que esta secuencia le habla a mi generación. La muerte de Pierrot es la muerte del cine. Que, para guardar las apariencias, exhibe todos los años una producción copiosa de películas. Sin embargo, como diría Godard, la gente que hace cine hoy no se atrevería a inventarlo si éste no existiera. Vaya sentencia.