El subjuntivo es uno de los modos verbales más difíciles de explicar a los que no lo tienen en su lengua nativa: se usa para referirse a la posibilidad, algo que no ha ocurrido, no concretado. El verbo expresa algo que todavía no es y que tal vez no será, es un concepto bastante abstracto si lo pensamos a profundidad. Si el subjuntivo fuera una película, seguramente sería La doble vida de Verónica, del maestro polaco Krzysztof Kieślowski, una obra intelectual, técnica y emocionalmente estimulante sobre las decisiones no tomadas.
Esta crítica contiene spoilers de La doble vida de Verónica
Weronika (Irène Jacob) es una joven que vive en Polonia y ama cantar. Veronique (igual, Irène Jacob), vive en Francia y es maestra de música. Un día, Weronika es elegida para tener un solo en un gran auditorio, pero cuando llega el día de la obra muere súbitamente a media presentación. Veronique de repente siente un gran luto y decide dejar de cantar. A partir de este momento, esta mujer trata de encontrar una respuesta a su inexplicable y abrupta tristeza.
Entre la fantasía y lo mundano, Kieślowski nos plantea una serie de dudas metafísicas sobre aquellos pensamientos y emociones imposibles de explicar pero que todos podemos entender. Esa curiosa sensación de no estar solo en el mundo, los futuros alternos que uno se crea en su cabeza pensando en lo que pudo haber sido, el origen de la intuición y por qué a veces nos sentimos observados por una fuerza mayor.
El guion, a cargo de Kieślowski y Krzysztof Piesiewicz, mantiene la ambigüedad sobre qué estamos viendo y nos permite sacar nuestras propias conclusiones. Hay muchísimos detalles sin respuesta, muchos simbolismos, muchos paralelismos entre ambas mujeres, pero también suficientes diferencias para que nos preguntemos si se trata de la misma persona viviendo dos realidades al mismo tiempo o de dos extrañas que resultan ser iguales. Sin embargo, ¿no es eso lo que pasa cuando tomamos decisiones? Si yo, por ejemplo, hubiera decidido estudiar en mi país en lugar de venir a México, sería otra persona: tendría probablemente los mismos gustos y carácter, pero si me encontrara conmigo mismo (como pasa, en un breve pero mágico momento, en la película) sería de manera simultánea alguien familiar y un completo extraño.
De forma similar a un cuento de hadas, la lógica y las explicaciones se dejan a un lado en favor de la inmersión en la historia. Se trata de una reflexión sobre ese mundo inexistente de las posibilidades: Weronika alcanza el sueño de las dos, pero paga con su vida; sin su muerte, Veronique no dejaría de cantar y también moriría, pero deja ir uno de sus anhelos. El luto de Veronique por Weronika es uno por ella misma, por esa fantasía que no llegará a cumplir.
La fotografía de Slawomir Idziak es brillante: las escenas tienen una iluminación artificial que oscila entre los colores amarillo, verde y rojo, como si todo lo estuviéramos viendo a través de un vitral, de un cristal coloreado. La presencia de espejos, reflejos y encuadres enmarcados en vidrios acentúan esta sensación de dualidad, de siempre estar viendo un fantasma de otra vida. Cuando Veronique se enamora de un titiritero (Philippe Volter), por ejemplo, lo hace al verlo a través de un reflejo, no a su rostro; de igual forma, cuando él la ve es a través de una ventana.
Otra decisión muy acertada es el uso de la cámara subjetiva desde la perspectiva de Weronika antes de que esta muera. Una vez que pasamos a la historia de Veronique, el fotógrafo usa el mismo tipo de movimiento y encuadre pero ahora para ver a la chica francesa desde una perspectiva externa: la actriz entonces voltea a ver a la cámara, sabiéndose observada. ¿La está viendo Weronika desde el más allá, juzgándola por vivir la vida que ella ahora no tiene? ¿Nos ve a nosotros, quienes miramos con curiosidad, e incluso morbo, si ella puede resolver el misterio de su doble polaca? Este tipo de preguntas son las que levanta La doble vida de Verónica sin darnos necesariamente respuestas. De esta forma una premisa aparentemente inverosímil e incluso ridícula cobra una seriedad casi espiritual, se convierte en una experiencia estimulante para la mente gracias al compromiso de Kieślowski y su equipo.
Irène Jacob, quien ganó el premio a Mejor Actriz en el Festival de Cannes 1991 por este doble papel, es brillante. Captura la vida incontenible y gran alegría de Weronika, así como el dolor y confusión de Veronique. Su trabajo es uno muy sutil pero extremadamente difícil: interpretar a dos personajes que son el mismo pero diferente. Uno distingue inmediatamente la diferencia entre ambas mujeres, y no solo por el idioma o el corte de cabello, sino por los matices dados por la actriz.
Kieślowski y Jacob volverían a colaborar en la que es probablemente la obra más aclamada del director, Tres colores: Rojo, en la cual retoma y explora con mayor profundidad los temas planteados en esta película: las vidas cruzadas, la magia de las coincidencias, el enigma de las vidas paralelas y el anhelo por lo no concretado. Todo esto tiene sus raíces en este primer filme, el cual es un punto de partida perfecto para quienes aún no conocen el trabajo de este gran autor polaco, y es una pieza imperdible para aquellos fans de sus obras más conocidas. No por nada es un clásico del cine europeo.
La doble vida de Verónica nos presenta un mundo de enigmas y preguntas sin responder: en él su creador construye una historia que se siente a la vez fantástica y terrenal, que usa elementos audiovisuales para hacer visible un deseo imposible de expresar con palabras, un anhelo y luto por lo inexistente, por lo no vivido. Por unos breves instantes, Kieślowski hace realidad un universo en el cual el “hubiera” sí existe.