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06 PM | 21 Dic

VERANO DEL 14

Hace ahora cien años, en aquel mes de julio que siguió al atentado de Sarajevo, las cancillerías europeas echaban humo. Entre amenazas y ultimatos, negociaban febrilmente intentando impedir el inicio de una guerra que al final, sin embargo, estallaría e implicaría a casi todos. Un siglo después, es bueno reflexionar sobre aquella matanza y sus consecuencias para Europa. Matanza, ante todo, y de dimensiones nunca vistas en la historia humana: unos 10 millones de muertos en campos de batalla; al menos otras tantas víctimas civiles, aunque estas sean imposibles de cuantificar; incontables destrozos en infraestructuras y tesoros artísticos; y descomunal gasto de dinero público, que se prolongaría en la posguerra con las indemnizaciones y pensiones a huérfanos, viudas o mutilados (a las que la Francia de los años veinte dedicaba casi la mitad del presupuesto nacional). Europa, que en 1914 era la región más rica y poblada del mundo, con un grado de bienestar desconocido en la historia de la humanidad, emprendió aquel verano el camino de su declive, rematado 25 años después por un segundo conflicto más catastrófico aún. La llamada Guerra de los Treinta Años(1914-1945) nos hizo descender a lo que hoy somos: tercera región mundial en riqueza e influencia política. La competencia entre los Estados europeos, que en siglos anteriores pudo ser el estímulo para su productividad y creatividad, acabó llevando a su suicidio colectivo.

Todo empezó con un incidente, como el atentado de Sarajevo, trágico pero de importancia limitada. Los magnicidios, en definitiva, eran cosa conocida: en atentados terroristas habían muerto el zar Alejandro II, la emperatriz Sissi, el rey Humberto I, los presidentes Sadi Carnot o McKinley, los jefes del Gobierno Cánovas o Canalejas y muchos más. Pero lo que hizo que aquel episodio derivara en resultados no queridos por nadie fue la atmósfera nacionalista que reinaba en Europa y azuzaba a la opinión pública con pasiones incontrolables. No hay más que recordar el entusiasmo con que se acogió la declaración de guerra y las muchedumbres que recorrieron Berlín gritando enfebrecidas “¡a París!” a la vez que otras en la capital francesa vociferaban “¡a Berlín!”, empujando a sus gobernantes a despeñarse por la pendiente. Reinó entonces la fiebre chauvinista, el patrioterismo de la peor especie, muy patente en los insultos al vecino (los alemanes eran boches en Francia,hunos en Inglaterra).

Acabo de usar el término nacionalismo en el sentido de una visión del mundo que divide a la humanidad en pueblos o razas con sus características biológicas y psicológicas que les hacen radicalmente diferentes del vecino; visión que se apoya en datos biológicos (color de la piel), culturales (lengua, religión) e históricos (manipulados). Este tipo de Weltanschauung dominaba a principios del siglo XX incluso entre muchos intelectuales, más atraídos por una visión racista y jerárquica de los pueblos y culturas que por la idea de igualdad entre los seres humanos.

Pero el nacionalismo es también un sentimiento, una emoción. Una emoción que, quizás para compensar el descenso de las creencias religiosas y la monotonía del trabajo industrial, ha superado a cualquier otra en el mundo moderno. Y que inspira, sin duda, actos de generosidad, de sacrificio del interés individual por el colectivo, pero que limita esta generosidad a los connacionales, mientras que fomenta la desconfianza, el egoísmo o el odio hacia el vecino.Estos sentimientos perversos son los que se impusieron en 1914 sobre los principios morales y políticos que se suponían base de la superioridad europea. Europa se contradijo y perdió el control de sí misma. La región más civilizada del mundo no dio muestras de civilización ni de racionalidad. Apoyándose en unos esquemas de autocomprensión política erróneos y empeñados en rivalizar en poder económico, político y militar, los gobernantes jugaron con fuego. Utilizaron sistemáticamente la política de la fuerza, creyeron tolerable e incluso deseable la guerra, que se suponía cultivaba los más elevados ideales en los “hombres”. No funcionaron la diplomacia ni el derecho. Y, bajo la ilusión de “acabar con todas las guerras”, llamaron a una movilización enloquecida; para encontrarse a los pocos meses empantanados en trincheras llenas de barro, cadáveres y ratas.

Se impuso, en resumen, el nacionalismo en un tercer sentido, el peor de todos: el que lo identifica con políticas agresivas, imperialistas o militaristas, dirigidas a expandir los territorios dominados por un Estado. Porque los dirigentes políticos utilizan la retórica nacional, como cualquier otra que les convenga, para ampliar su poder. Y las pasiones que despertaron en aquella coyuntura hicieron que las muchedumbres perdieran la sensatez más que sus propios azuzadores, que al final comprendieron que se hallaban al borde del abismo e intentaron evitar la caída. Basta leer los angustiados telegramas que el zar ruso y el emperador austríaco se intercambiaron en aquel julio de 1914 animándose a frenar los impulsos bélicos en sus respectivas sociedades.

Una vez terminado el conflicto, lo que se ofreció como solución y garantía de que no habría nuevas guerras fue, de nuevo, el nacionalismo, entendido esta vez en un cuarto sentido: como principio doctrinal. Un principio según el cual cada pueblo o nación debe tener un Estado propio. La paz negociada en 1919 se inspiró en los 14 puntos de Wilson, para quien el problema europeo era que había imperios demasiado heterogéneos y era preciso crear un Estado para cada pueblo. Imperios como el austrohúngaro, zarista o turco eran, para él, el paradigma de la complejidad arcaica, mientras que veía en el Estado-nación una fórmula política sencilla y moderna. Pero el nuevo mundo de Estados-nación no resolvió los problemas, sino que creó otros: minorías discriminadas, desplazamientos masivos de población, territorios irredentos, agravios interminables.

La paz de 1919 no trajo la estabilidad, sino nuevas convulsiones. Estados Unidos, tras haber decidido el resultado de la guerra, negociado el tratado de París e ideado la Sociedad de Naciones, se retiró del escenario. Con lo que se produjo un vacío de poder internacional, sin una potencia hegemónica capaz de sustituir a Gran Bretaña. Los europeos, incapaces de comprender que tras la “guerra de las tribus blancas” nadie los veía ya como “razas superiores”, que no tenían misión civilizadora alguna de la que presumir ante el resto del mundo, reavivaron sus rivalidades; y en ese caldo se cultivó Hitler. A corto plazo, de la Gran Guerra los europeos aprendieron muy poco. Las dolorosas enseñanzas solo llegaron tras la Segunda. Solo desde 1945 se comprendió que el recurso habitual a la fuerza como instrumento político acababa en guerras globales. Solo entonces se empezó a abandonar la idea de las grandes potencias y las áreas de influencia. Con lo que se ha conseguido que conflictos como los balcánicos de los años noventa, tan similares a los de antaño, o la actual crisis ucraniana, no hayan superado el nivel local.

De 1919 procede también la idea de crear un orden institucional internacional destinado a evitar las guerras. La Sociedad de Naciones fracasó, pero fue sucedida en 1945 por las Naciones Unidas, esta vez ya con plena implicación estadounidense. Y hoy avanzamos lentamente hacia un orden jurídico-político supranacional, por medio del TPI, el Consejo de Europa o los pactos universales sobre la imprescriptibilidad del genocidio o los crímenes contra la humanidad.

Europa, en resumen, decayó por los nacionalismos y ahora, desde hace sesenta años, intenta superarlos. No es buen momento, desde luego, para lanzar flores a la UE, pero es lo mejor que tenemos, el único gran proyecto en el que estamos embarcados. Aunque es un experimento sin precedentes históricos, en la medida en que repita alguna fórmula conocida no sería malo que se aproximara más a los viejos imperios multiculturales que al moderno Estado-nación. No porque fueran autocracias, obviamente, sino porque su legitimidad política no se debía a la homogeneidad cultural de sus componentes. El demos soberano de una entidad política moderna no es una etnia; es un conjunto de individuos muy dispares que tienen en común su aceptación de, y sumisión a, una misma estructura institucional; la cual les convierte, no en miembros de una fratría, sino en ciudadanos libres e iguales.

José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons / Crítica).

 

 

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11 AM | 17 Nov

MARINA GARCÉS

Marina Garcés (Barcelona, 1973), filósofa y miembro del grupo Espai en Blanc

Marina Garcés (Barcelona, 1973), filósofa y miembro del grupo Espai en Blanc

Una vieja consigna revolucionaria decía: “abandonad las ilusiones, preparaos para luchar”. ¿Por qué desechar las ilusiones como motor político? Porque las máquinas de ilusión son, al mismo tiempo e indisociablemente, máquinas de decepción y frustración. La novedad envejece deprisa, el gran momento pasa, el mundo nuevo no es tan nuevo como se nos había prometido, la salvación no acaba de llegar, el líder nos falla, las certezas vacilan…

Esta oscilación entre ilusión y decepción ha marcado ya dos siglos y medio de política clásica (tanto oficial como revolucionaria). ¿Es la única política posible? ¿Sólo cegándonos a la realidad, con sus clarooscuros y complejidades, nos podemos comprometer en una empresa de cambio? ¿Sólo la retórica movilizante, la arenga permanente y el triunfalismo que da seguridad nos inyectan energía para pelear? ¿Hay que jugárselo siempre todo a una carta, poner todos los huevos en la misma cesta y fiarlo todo al genio de una figura salvadora?

El 15M supuso un giro: no prometía nada, afirmaba que podríamos cambiar lo que entre todos estuviésemos dispuestos a cambiar (partiendo en primer lugar de nuestras propias vidas). Pero la política de la ilusión vuelve ahora por sus fueros, en esta fase de lucha por el poder político, imponiendo sus alternativas: ganar o perder, ahora o nunca, viejo o nuevo, todo o nada. Por eso la voz de la filósofa  Marina Garcés se recibe en este contexto como aire puro. Como una voz que no niega la pelea (también en el campo institucional) y sus exigencias, pero que nos recuerda que se puede (y se debe) pelear sin abolir la complejidad de lo real, su diversidad de planos y tiempos, etc.

El artículo que puedes leer a continuación es una versión de la intervención en la Feria de Economía Social de Catalunya . Ha sido traducido del catalán por Jordi Oliveres.

Dos retos: redefinir la riqueza, declinar la política en plural

En los años 80, el capitalismo creó una ficción temporal: la de su triunfo definitivo. A través de una victoria histórica sobre el comunismo, y a través de una ilusión seductora que pasaba por la ideología del progreso, del desarrollo y por tanto de la promesa de una vida mejor para todos, el capitalismo se confundió con la realidad.

Actualmente, esta ficción, como las otras burbujas que produce el capitalismo, ha pinchado. La promesa seductora ha mostrado sus límites, cuando constatamos que el crecimiento ilimitado toca techo y que, por tanto, la desigualdad no es lo que el desarrollo capitalista había de dejar atrás, sino que es hoy la consecuencia directa de su funcionamiento, también en los países más ricos. Por otra parte, la victoria del capitalismo sobre el comunismo, después de la guerra fría, no ha traído la paz. La victoria del capitalismo es la de una guerra permanente. La crisis, por tanto, no es un accidente sino una condición del capitalismo y de su funcionamiento, que ya sólo puede seguir manteniéndose desde su imposición, cada vez más descaradamente brutal y autoritaria, como demuestra en este momento la contraofensiva del TTIP (Tratado Transatlántico para el Comercio y la Inversión).

Esta situación de quiebra y de ruptura plantea dos retos ineludibles para cualquier proyecto de transformación social y política que quiera cambiar realmente algo. El primero es redefinir el sentido de la riqueza. La cuestión ya no es producir más riqueza y decidir, políticamente, sobre los modelos de su redistribución (liberal, socialdemócrata, socialista, comunista, etc). Lo que está en juego es desvincular riqueza y crecimiento. Hace tiempo que se defienden estas ideas desde las posiciones éticas y económicas del decrecimiento, pero incluso hay que ir más allá de este término. Más que crecer en positivo o en negativo, lo que todavía nos deja atrapados en la disyuntiva entre la riqueza y la pobreza, hay que dar el salto a la desvinculación de riqueza y crecimiento, desde una apuesta clara por la riqueza como valor a defender y compartir. ¿Qué sentido tiene la riqueza si el valor no se mide por el crecimiento?

Esta pregunta no puede ser respondida más que desde un espectro de formas de politización diversificadas y al mismo tiempo articuladas, capaces de vincular autoorganización económica y reapropiación de la decisión política a diferentes niveles y escalas de la vida social. Ésta es la segunda exigencia ineludible para cualquier nueva propuesta política. Lo que está en cuestión ya no es hoy la relación dual y binaria entre los movimientos sociales y las instituciones o entre la sociedad civil y la política. Si actualmente hablamos seriamente de desbordamiento institucional y de crisis de representación es que esta dualidad ya no nos sitúa ni nos orienta. El dentro y fuera de la política han saltado.

La política, en singular, ya no es lo que tiene lugar en los parlamentos o en determinadas formas de organización como los partidos o los sindicatos. La política es lo que expresa el conjunto de la vida colectiva, en sus diferentes formas de organizarse, de manifestarse, de decidir, de protestar, de reivindicar y de crear. La pregunta no es como recoger y representar todo eso, sino cómo articularlo, teniendo en cuenta que la política institucional sólo puede ser unode los momentos y funciones de esta articulación viva.

Si algún sentido tiene hablar hoy de nueva economía y de nueva política tiene que ver con este doble reto: redefinir el sentido de la riqueza y articular formas de politización diversificadas y autónomas, capaces de superar hoy la clausura institucional de la política y el determinismo de la dictadura económica.

Una alerta, o sobre la insistencia en la novedad

No debemos confundir, sin embargo, la novedad de la situación con la novedad del producto. Desbordar las instituciones políticas desde una politización de la sociedad distribuida y diversificada no es un ideario nuevo y hay muchas experiencias antiguas en el tiempo que son la base de las propuestas actuales. Lo mismo ocurre con las prácticas de la economía cooperativa, social y solidaria: retoman viejas experiencias y aprendizajes para tiempos y realidades nuevas. La resistencia al capitalismo no es nueva, pero necesita inventar y concretar respuestas para coyunturas que cambian en cada lugar y para cada tiempo histórico.

Curiosamente, sin embargo, tanto el pensamiento revolucionario como el capitalismo, que son igualmente hijos de la Modernidad, comparten el culto a la novedad y a la juventud. La revolución busca hacer un mundo y una humanidad nuevos. El capitalismo, que es su cara perversa, destruye la sociedad antigua para producir y vender más y más novedad, en forma de mercancías y de experiencias. Lo que la modernidad convierte en un valor político, estético y mercantil es la novedad en sí misma. Y es que ella misma, la Modernidad, se define como un tiempo nuevo.

La novedad, sin embargo, es un valor temporal por definición: la novedad caduca cuando envejece o cuando entra en el terreno de lo conocido. Al final, la novedad, revolucionaria o capitalista, siempre resulta ser un producto de temporada. No nos podemos presentar, por tanto, como novedad, sin condenarnos, necesariamente, a caducar o decepcionar. ¿Qué pasará cuando los jóvenes de ahora sean viejos, cuando las caras nuevas de ahora sean conocidas y cuando lo que parecen propuestas nuevas muestren que no nos han llevado ni a un mundo ni a un país tan nuevos como prometían?

“Nuevo” es un adjetivo vacío, que vacía de otros valores lo que queremos vivir, compartir o proponer. Tenemos muchos otros adjetivos, heredados y para inventar, con los que llenar de ideas, de indicios y de referencias la economía y la política que queremos: social y solidaria, decimos cuando hablamos de una economía que se sustrae al dictado del beneficio particular. Podemos añadir: y justa, y digna, y decente, y honesta, y libre, y cooperativa, y común, y autónoma y… y… y…

Los adjetivos comprometen, pero es un compromiso que no podemos eludir. Actualmente, tendemos a esquivar los que la historia del último siglo nos ha legado más marcados: comunista, socialista, anarquista… Pesan, porque van ligados a experiencias históricas y relaciones de poder que, en muchos de sus aspectos no queremos repetir y porque sus -ismos predeterminan lo que podemos hacer, vivir y proponer. Tergiversemos y llenemos estos adjetivos de nuevos sentidos y experiencias, si se puede, y busquemos otros, todos los que nos hagan falta para desarrollar propuestas colectivas y organizativas abiertas a lo que aún no sabemos y a los retos concretos de nuestro tiempo. Pero no caigamos en el vacío y en la trampa de la novedad como valor. Nos durará dos días y cuando el tiempo pase inexorablemente nos caerá encima, implacable, su lógica: nos habremos hecho viejos, nosotros y nuestra política.

Una inquietud, o sobre los tiempos de la política y sus oportunidades históricas

Nos sentimos, de repente, en una situación de emergencia. La crisis económica que desde 2008 marca el paso de las políticas económicas de las sociedades más ricas, ha introducido en nuestras casas y en nuestras vidas lo que la ficción de la promesa capitalista de una vida mejor para todos nos permitía ignorar: los límites humanos, sociales y ambientales del actual régimen de explotación del mundo global. Estos límites ya no llegan en forma de denuncia o de discurso abstracto, sino en forma de precariedad, nuestra precariedad. Pero la desigualdad, la guerra por los recursos y la violencia económica sobre poblaciones enteras no habían desaparecido nunca del planeta.

Percibirnos en situación de emergencia nos lleva a confundir, sin embargo, la urgencia con la prisa y la necesidad de reaccionar con la oportunidad histórica. Es una confusión que en nuestro país tiene que ver con una coyuntura local. La emergencia global se solapa aquí con un fin de ciclo histórico y generacional. Así, tendemos a interpretar el impasse actual como una oportunidad histórica única en la que sólo se puede perder o ganar. Es un escenario excitante y movilizador, porque enfoca todas las energías en una jugada, aquí y ahora, ahora o nunca. Pero en el terreno de la transformación social y política, no hay que creer en el “ahora o nunca”. Si las novedades caducan, las oportunidades pasan. ¿Y después qué? Después, o la victoria total, que ya sabemos que no existe, o la frustración y el fracaso. Las narraciones lineales, como las películas, sólo tienen dos opciones: acabar bien o mal. En la lucha por defender y construir una vida digna para todos, no hay final ni después. Hay un ejemplo insistente, persistente y paciente que hace de cada día un reto y una exigencia.

Más que “ventanas de oportunidad”, necesitamos aprender a ver y valorar la potencia de cada situación desde una visión histórica. Más que a un gran momento, es necesario prestar atención a la multiplicidad de tiempos de vida que juntos podemos sustraer al dominio político y la explotación capitalista. Y más que una victoria, necesitamos paciencia, insistencia y persistencia, que son las virtudes con que realmente nos podemos reapropiar de los tiempos de la política, sin ser víctimas de una cruel e implacable política de los tiempos. Una de las cosas más importantes que muchos aprendimos en los centros sociales okupados de los años 90 fue que la mejor manera de abrir espacios de vida y de intervenir desde ellos en los conflictos reales de nuestra ciudad era generar calendarios y agendas propias. Esto no quería decir ir “a nuestra bola”. Era entender que el tiempo de la historia, cuando es único, siempre lo dirigen ellos.

Un desafío, la relación con el poder

Desde ahí se plantea el elemento clave que define la novedad de nuestra situación política actual: la relación con el poder. Esto sí que es nuevo, para nosotros. Y para nosotros significa para una generación muy concreta, nacida y crecida durante la Transición española, lejos de cualquier relación directa con el poder, ya sea económico o político.

En estos 30 años de victoria material y simbólica del capitalismo, en sus diferentes versiones, neoliberal o socialdemócrata, no es que no se haya combatido el poder, como a veces se quiere hacer creer. Hemos luchado, hemos resistido y hemos creado formas de vida alternativas. Pero estas formas de vida, de lucha y de resistencia han crecido en los márgenes. Márgenes incómodos, en muchos casos, porque ha habido mucha represión, destrucción y marginación. Y márgenes también cómodos, porque también ha habido muchas formas de tolerancia, de integración y de folklorización de las alternativas y las diferencias. En todo caso, esta marginalidad nos ha permitido desentendernos del problema del poder. Del poder institucional, como tal. Pero también del hecho de lo que significa tener poder sobre o desde la vida colectiva y ejercerlo.

Reapropiarnos de nuestras vidas colectivamente exige, pues, plantear la cuestión: ¿cómo tomar el poder (el poder de hacer y de decidir), sin ser tomados por el poder? Se dice que el poder corrompe. Demasiado fácil: parece un hecho natural. El poder seduce y destruye. O una cosa o la otra, o las dos a la vez. Salir de los márgenes de la vida social para ocupar el centro, como hemos ocupado las plazas, pide mucha honestidad sobre nuestros límites y mucha inteligencia colectiva para aprender a relacionarnos juntos con este poder del poder: su poder de seducción y su poder de destrucción.

En este sentido, un elemento de preocupación y una dosis de confianza: la preocupación viene del hecho de percibir un nuevo deseo de autoritarismo entre nosotros y en amplias capas de la sociedad. La situación de emergencia se traduce a menudo en un deseo de salvación y, por tanto, de figuras salvadoras. El autoritarismo, a menudo, es solicitado por quienes creen que necesitan ser salvados. Pero cuando la salvación entra en el lenguaje de la política, la política muere y entran en juego otros fenómenos que también organizan la vida colectiva, como la religión, los movimientos de masas o los discursos redentores del tipo que sean. Y esto ocurre a derecha e izquierda. El autoritarismo, hoy, se disfraza de realismo y el nuevo dios, implacable, es la realidad: funciona así y no puede ser de otra manera. Palabra de Dios. Pero no queremos ni salvadores, ni tecnócratas de la realidad: necesitamos compañeros capaces de compartir sus tiempos, saberes, afectos y lenguajes para articular estas formas de vida rica, autónoma y recíproca que queremos construir.

Desde aquí, una dosis de confianza: aunque la bestia humana es antropológicamente incorregible y aunque la historia tiende a repetirse, hay cosas que hemos aprendido porque las hemos vivido hace muy poco. En este país, por suerte o por desgracia, la historia siempre es muy reciente. Y actualmente, todavía tenemos dirigiendo la política, la economía y los medios de comunicación a muchos de aquellos que un día fueron caras nuevas que querían hacer un mundo nuevo. No hay que hacer arqueología. Podríamos hacer un pesebre viviente con estas figuras.

Respecto a ellos hay un corte, y de ahí el elemento de confianza: es un corte cultural y generacional, que es también un corte económico y político. El corte es lo que el mismo sistema, mostrando sus límites, ha impuesto: quienes venimos detrás, como generación, ya no nos podremos colocar. Somos los hijos de la crisis, aquellos que dicen que ya no viviremos nunca mejor que nuestros padres. Pero también somos los hijos de la red, y del deseo de transparencia y de una educación poco disciplinaria y relativamente igualitaria que nos ha permitido aprender a vivir desde nuestros vínculos e interdependencias. Esto nos pone en otra situación: o nos lanzamos cínicamente a la competitividad más desaforada o desarrollamos las diferentes caras de la cooperación necesaria. O el poder de unos contra otros, o la apuesta para descubrir lo que juntas podemos. No hay un término medio. Estamos en una bifurcación donde el deseo de poder económico y político se desnuda y muestra sus cartas. Son cartas feas, pero a veces la fealdad, cara a cara, es lo que puede inspirar más confianza. Nos enseña descarnadamente el rostro de lo que nunca querremos llegar a ser.

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