Descripción de la mentira o la lengua del silencio
/ por Selena Simonatti /
Cuando el poeta se dispone a quitar el óxido que se había depositado en su lengua y vuelve a meditar con palabras sobre el proceso histórico y existencial que le había exigido o sugerido la “perfección del silencio”, se abre la prosa poética abismal de Descripción la mentira, como si de improviso se abriera un cráter en una tierra baldía y empezaran a agitarse las sustancias magmáticas del subsuelo.
No sé si la obra de Antonio Gamoneda es, en el decir de sus versos, “la pasión de la inutilidad”. Inútil es desde luego preguntarse por ese adjetivo cuando se encara la literatura; la gran literatura que alberga Descripción de la mentira. Lo que sí me alcanza es el enredo pasional, y biográfico, que me trae y renueva esta obra en la que una de sus puertas se abre sobre la vida pasada, eje de muchos de los versos, o versículos, de este poema torrencial. Sus fechas y lugares de composición están incorporados en la rúbrica final: “León y La Vega de Boñar: diciembre de 1975 -diciembre de 1976”. León, las praderías de Boñar al lado del Porma, el tiempo profundo de un individuo que resiste su singularidad en mi memoria, que cruza sus días con los míos. Potestad de lector. Antonio Gamoneda vive en León en la calle Particular, a poco más de cien metros de mi casa de la calle Padre Isla. La calle Particular se acaba pronto, está cortada por una tapia que impide su salida natural a las fincas que se prolongan hasta San Marcos. La cercanía cotidiana deja a su mujer albergada en mi censo vecinal, visual. La reconoceré muchos años después, prendida del reclamo de él, en presentaciones de sus obras. Entre su casa y la mía hay un elegante chalet rodeado de jardines, abandonado desde que una bomba de la guerra civil, enterrada durante veinte años, explotó en las manos de los hijos del dueño, matando a varios de ellos. Mi padre camina por la calle Padre Isla, deja atrás ese chalet, luego la calle Particular, llega hasta el Banco que gestiona el dinero de sus negocios y se cruza cotidianamente con las atenciones de un empleado al que luego redescubrirá en el predicamento de la fama posterior. Un amigo del bachillerato alberga en su casa una hilera creciente de libros de poesía que trae su padre, empleado de la Diputación leonesa. Nombres nuevos en los lomos: Julio Llamazares, Agustín Delgado, Luis Mateo, Luis Antonio de Villena, Antonio Colinas, José María Merino. La colección Provincia la dirige un pariente de la familia que, como ellos, llegó desde Oviedo en los años cercanos a la guerra. Un pariente que ha hecho sitio en la colección para un libro suyo, extraño, difícil: Descripción de la mentira.
Antonio Gamoneda ha sido, es, “una amistad dentro de mí mismo”. Las raíces de León me han empujado a una lectura de conocimiento que es en parte de reconocimiento, de vuelta a los sotos y las praderas en las que pronto desembocaban los confines de la ciudad que mira al norte: “voy a extender mis brazos y penetrar la hierba, / voy a deslizarme en la espesura del acebo para que tú me adviertas”. Una ciudad coronada por la catedral de vidrieras famosas: “Lee en las láminas de vidrio: los argumentos del placer y los capítulos de la destrucción atravesados por una sola mirada”. Una ciudad en la que ese tiempo especial de la alargadísima posguerra es evocado y analizado en los versículos, rastreado en sus barrios obreros, anotado en los gritos que no acaban de apagarse. Un tiempo de origen inalcanzable, llegado de la memoria remota de la infancia: “Una extracción de hombres hacia lugares fosforescentes, hacia los lavaderos comunales, bajo el milano del amanecer”. Un tiempo de muerte y tragedia, ni mitigado ni restañado, sellado en el dolor de las madres supervivientes, que unos versos comprimen en lo que Miguel Casado señala como la esencia de lo que ha venido a ser la Memoria Histórica: “Tierra desposeída de sus tumbas, madres encanecidas en el vértigo. / Es lo que queda de mi patria.”
Sobre ese suelo común se encabalga la biografía reconstruida del poeta: “mi fortaleza está en recordar; en recordar y despreciar la luz que hubo y descendía y mi amistad con los suicidas”. Vienen a mi cabeza ciertos cruces callejeros de aroma prohibido, aquella taberna de una calle estrecha en la que se nos prevenía de no estar en sus cercanías, el peligro de compañías o el compromiso de lecturas. Es el aire que vuelvo a respirar para hundirme definitivamente en el recuerdo tortuoso del poeta, en la destrucción que le atravesó y alcanzó a personas cercanas. En los matices de la cobardía, en los bordes de la traición, en la enajenación que alimenta los versos con una fuerza sobrecogedora. En la retirada despavorida que le privó de la escritura y casi de la vida: “Permanecí, permanecí, pero mi obra es la retracción, la retirada hacia una especie maternal / y la virtud de mis oídos se adelgazaba dentro del silencio.” El poema queda como testimonio personal de una vivencia y a la vez de un tiempo y un paisaje común, enhebrado en su propia furia, en su verdadera desgracia, en la falta de un asidero fiel, de un consuelo: “Mi boca es fría en las plegarias. Este relato incomprensible es lo que queda de nosotros”.
últimamente paseo de noche por Vilafranca: sí, soy aquella sombra nada amenazante que, a primera hora de la madrugada, recorre las calles de la ciudad con un libro de poesía en la mano. Hará tres semanas, durante mi trayecto, percibí una fragancia dulzona al pasar bajo unos árboles que parecen montar guardia ante el viejo instituto. La relacioné con el aroma empalagoso del jazmín, que, como es sabido, uno distingue más nítidamente cuando se pone el sol.
Ya en casa, aún con el recuerdo de ese aroma en mi memoria, busqué en mi biblioteca el libro de los poetas de Al-Ándalus, traducidos por Josep Piera, hace un porrón de años. Creía recordar que en uno de esos versos tan hermosos aparecía el jazmín, implicándonos en la sensualidad de su llamamiento. Pero nada encontré. ¿Acaso había confundido esa referencia con la del toronjil? Entonces se me ocurrió que Marià Manent debió de decir algo sobre el jazmín. Fue en vano. ¿Había cambiado su fragancia con la de los tilos?
Yo suponía que lo que había percibido era aroma de jazmín. Sin embargo, al cabo de unos días pregunté a mi amiga Isabel qué árboles eran aquellos que olían tan bien, los de delante del viejo instituto. “Son tilos –me respondió–. De flores amarillas. Su fragancia no es tan untuosa como la del jazmín”. Me vino a las mientes el poema de Manent que había releído recientemente, Sentint per primera vegada l’aroma dels til·lers florits, que empieza así (traduzco): “¡Aroma de tilos floridos, tan nueva y dulce / para mí! No despiertas ni un ápice de recuerdo. / El pasado no se filtra en esta sombra de oro: / solo vive tu sueño, dulce arboleda”.
Había confundido el perfume de los tilos con el del jazmín. Pero la poesía, astutamente, me había mandado una señal inequívoca. Como Manent, yo tampoco disponía de ningún recuerdo del perfume de los tilos, aunque una vez tuve una ramita en la mano. Hace diez años. Doña Paquita, que para entonces ya había perdido la memoria, dejó encima del parabrisas de cada uno de los coches de los que celebrábamos la verbena de San Juan, cerca de su casa, en plena naturaleza, una ramita de ese árbol, sombra de oro, cual firma de un fantasma. Cortada, no olía, a diferencia de las ramas floridas que penden sobre las calles de mi ciudad, tan odorantes, este año de abundante agua, que hacen llover miles de florecillas amarillas sobre el asfalto.
JORDI LLAVINA
Me recuerda la plaza de los tilos a la que voy habitualmente