Documentación

11 PM | 24 Mar

cronica de anna magadalena bach

CuENTA Straub que el punto de partida de Chronik der Anna Magdalena Bach era «la idea de intentar un film en el que la música fuera utilizada no como acompañamiento ni como comentario, sino como una materia estética». No se trata de hacer una película musical. Es sabido que incluso en el musical clásico de Hollywood —acaso donde con mayor fortuna se vislumbró una conjunción entre la más abstracta de las artes y la imagen en movimiento—, la música se hallaba sometida a la acción dramática de la imagen, sin llegar a convertirse en su objeto principal. Lo que el bien avenido matrimonio de cineastas compuesto por Danièle Huillet y Jean-Marie Straub afronta en su primer largometraje, es una película en la que el protagonismo recaiga sobre la propia música. Y más concretamente, sobre la ejecución de esa música: «mostraremos personas en el acto de hacer música, personas que realizan efectivamente un trabajo delante de la cámara» [1] . La práctica totalidad de la acción de esta película consiste ni más ni menos que en eso: músicos que, caracterizados como en el siglo XVIII, interpretan partituras de Johann Sebastian Bach, con la intervención más o menos prominente, más o menos visible en el plano cuando dirige o interpreta algún instrumento, de este personaje histórico. Al registro en tiempo real de estas actuaciones —es decir, en una sola toma ininterrumpida—, y casi siempre con la cámara estática —a veces con suaves reencuadres en travelling—, se condiciona la estructura dramática del film, de modo que la mayor parte de las secuencias comienza con el inicio de una pieza musical y termina en el momento en que la interpretación concluye. Se trata de presentar, de la manera más directa posible, la prueba material de una vida —la de un hombre dedicado por entero a la música—, por lo que Straub considera prioritario, cuando planifica el guión, vaciar el encuadre de toda intención expresiva, alcanzar una especie de grado cero de la ficción. Que lo más significativo sea la insignificancia de la música, su opacidad.

Paralelamente a esta lectura como documento musical, observa Straub,Chronik der Anna Magdalena Bach se puede interpretar también como unahistoria de amor: la que une a un hombre y una mujer durante veintinueve años, de 1721 —cuando se casan, un año después de enviudar Bach de su primera esposa— a 1750 —el año en que el compositor de Eisenach fallece—. Ambos son artistas consagrados a la música aunque, tras su matrimonio, Ana Magdalena reemplace discretamente su faceta de cantante por su dedicación a la vida familiar; pero no podemos obviar, en cualquier caso, que el título hace referencia expresa a ella. Esta es su crónica, y por lo tanto se parte de que es su punto de vista el que sostiene la narración de los hechos. Finalmente —aunque como toda gran obra admita inagotables lecturas—, su realizador propone una interpretación más de este film: ante la acusación de Godard de que con una película sobre el siglo XVIII soslayaba los problemas políticos del momento —mayo del 68 estaba muy próximo entonces—, Straub declaraba que Chronik der Anna Magdalena Bachera su contribución a la lucha de los norvietnamitas contra Estados Unidos. Pero vayamos por partes.

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Como ya se ha visto, el film remite a una realidad histórica determinada, a través de la presentación de ciertos documentos conservados; no sólo las piezas musicales ejecutadas, sino también manuscritos y publicaciones impresas que aparece en la imagen o son leídas. Sin embargo, no hay, por parte de los cineastas, una decisión de obedecer el rigor histórico. Hay efectivamente un trabajo de recreación que consiste en caracterizar a los músicos-actores como en el tiempo de Bach para interpretar las piezas musicales y situarlos en los espacios convenientemente ambientados donde pudieron haber tenido lugar esas situaciones; pero poco importa que, por ejemplo, el intérprete que encarna a Bach no mantenga un parecido físico con los retratos que de él se conservan. Ni que ese actor —Gustav Leonhardt, clavecinista, organista y director de orquesta holandés sin experiencia en el cine— luzca, en el momento en que Bach está a punto de morir, el mismo aspecto que tenía al comenzar la acción del film, con treinta y cinco años —más o menos la edad de Leonhardt durante el rodaje de la película—. En este sentido, hay un firme desdén a incidir en los recursos que convencionalmente, en cine o en teatro, provocan la ilusión de una progresión narrativa y, con ello, la adhesión emocional del espectador. Todo aquello que no tiene que ver con la ejecución material de la música se considera accesorio, como aparentar el envejecimiento de Bach o retratar otros aspectos de la vida matrimonial.

La voz en off de Ana Magdalena que conduce el relato apenas nos informa de otra cosa que no sean los compromisos laborales de su marido y las incidencias y progresos en su carrera; muy poco se deja saber acerca de la intimidad familiar de los Bach. Este ascetismo en la crónica de la vida del músico se traduce en la puesta en escena mediante un puritano respeto al registro y restitución de las actuaciones musicales, evitando cualquier manipulación que las pudiera desvirtuar. No hay, en el discurrir de estas escenas puntuado con la voz de Ana Magdalena, una verdadera evolución dramática; entonces, ¿cómo hablar del relato de amor entre dos personas cuando sólo aparecen juntas en pantalla en un par de breves ocasiones? ¿Por qué llamarla “crónica de Ana Magdalena” cuando ella parece ser un personaje tan secundario al desarrollo de la acción? La historia de los Bach —sugieren los Straub— está ahí: en las imágenes y los sonidos del film, pese a que no se aluda a ella claramente. No se esconde, pero se evita la impunidad con que generalmente se dan a consumir las narraciones en el cine. Se transgrede aquí la noción clásica de transparencia: en lugar de movilizar la credibilidad del espectador para hacerle sentir que la historia se cuenta sin mediación alguna —porque siempre se le coloca en el lugar apropiado y el momento preciso a través de los mecanismos de la puesta en escena—, se delata que aquello que aparece en la pantalla es consecuencia de un conjunto más o menos numeroso de restricciones. Como dice Paulino Viota sobre Godard, con palabras que se pueden aplicar también a la concepción estética de los Straub, la forma fílmica se presenta como «una inevitable modificación, una limitación, como algo que condiciona y que no se adapta del todo a lo que quiere decir, que encubre y dificulta tanto como muestra y facilita» [2]. Si no vemos lo que esperamos ver es porque quizás existe algo más que hace falta tener en cuenta.

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El trabajo de Bach se asocia claramente a las cuatro paredes de un espacio cerrado, y así se muestra en la película. Todos los planos están filmados en interiores salvo dos que, de un modo significativo, aparecen vacíos de presencia humana: el agua de una playa mecida por las olas y un jardín donde la copa de unos árboles es movida por el viento [3]. La mayoría son planos generales —aunque hay algunos planos de medio cuerpo de Johann Sebastian y de su esposa— donde los actores muchas veces dan la espalda a la cámara, ensimismados en la interpretación de la música. De este modo, las imágenes insisten en un esfuerzo creativo al que, curiosamente, nunca responderá un contraplano: no hay indicios de un público, ni miradas externas ni gestos de aprobación. Como afirma Ángel Fernández-Santos en un memorable estudio donde supo analizar la fundamental inspiración marxista del film, «el acto de trabajo y de creación de Bach se nos muestra como un hecho en sí, abismado por la mirada silenciosa, ausente y —por ello— hostil de la sociedad» [4]. Ese aislamiento inherente al plano secuencia, reflejo de la indiferencia social hacia la imaginación de Bach, desencadena perfectos ejemplos de “imágenes-tiempo”deleuzeanas, pedazos autónomos de tiempo y espacio que existen más allá de su función como acciones estrictamente narrativas. Pero si sobre cualquier otro motivo la prolongada duración de los planos se haría insoportable para muchos espectadores, aquí ese espacio contemplativo está llevado a una nueva dimensión gracias a la productividad del trabajo humano que genera la música.

[1] Todas las declaraciones de Straub provienen de su escrito Sur “Chronique d’Anna Magdalena Bach”, publicado en Cahiers du cinéma, nº 193, septiembre de 1967. Pág. 56.

[2] Paulino Viota: Jean-Luc Cinéma Godard. Publicación no venal. Fundación Marcelino Botín. Santander, 2004. Pág. 32.

[3] Otro plano representa una actuación nocturna en una plaza de Leipzig, pero se trata de un falso exterior filmado con retroproyección.

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11 PM | 22 Feb

DESPUES DE MAYO

Después de mayo (Après mai, Olivier Assayas, 2012) comienza con un discurso que podría ser una declaración de intenciones. En una clase, un profesor presenta a sus alumnos un texto de los Pensamientos de Blaise Pascal. Les advierte de que está escrito en un tono de otra época, ajeno al presente, pero insiste en que lo que se hizo o se dijo ayer puede ayudarnos a entender el hoy, si quitamos la paja de estilemas trasnochados. Conocer el pasado nos sirve no tanto en un sentido causal, de estudiar la historia para conectar las piezas que han conformado el presente, sino más bien como ejemplo de que algo que ya ha sucedido vuelve a suceder una y otra vez. Este arranque abre una vía clara de interpretación de la película. No en vano —nada en Assayas es en vano, aunque superficialmente lo suela aparentar—, la siguiente secuencia es una batalla de estudiantes contra policías que, como pandilleros violentos, los agreden con impunidad. ¿Cómo no temblar al ver a dos policías cualesquiera paseándose en una moto, desde la que aporrean por la espalda a todo lo que pillan, con una técnica robada a los ladrones de bolsos? Las imágenes de brutalidad se acumulan y producen una atmósfera extraña, por su ambientación fantasmagórica entre los humos de la lucha, pero radicalmente real, por su naturalismo. Es imposible no poner en paralelo esas imágenes con las actuales, a veces grabadas por nosotros mismos, que vemos cada día en las redes sociales y, si proceden de países no europeos, también en los medios. De manera parece que creciente, hoy antidisturbios de todo el mundo fanfarronean, reprimen y golpean a ciudadanos que aspiran a una democracia mejor, tapando con efectividad a los que los manifestantes consideraban responsables últimos de las injusticias. En 1971 todavía se perseguía una revolución total; en 2013 casi nos conformaríamos con un mínimo de decencia sistémica. Sin embargo, la diferencia es más que nada estética, porque ellos, como muchos de nosotros, se dolían de las mismas injusticias y sentían que era la primera vez que alguien se rebelaba así. Ahora la falta de memoria nos lanza de nuevo contra la pantalla policial, mientras la oligarquía sigue yéndose a esquiar. Después de mayo capta a la perfección la cercanía de los acontecimientos, nunca sube a las altas esferas. La violencia directa obliga a responder a la amenaza inmediata, alejando la reflexión racional y, en fin, política. Militantes y manifestantes difícilmente pueden pensar una estrategia de gran alcance mientras tienen a su amigo con la cabeza abierta, a medio metro, mientras un policía fortachón viene corriendo con el palo enhiesto.

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Aunque todo lo dicho está en la película y exige pensar sobre ello, Después de mayo no es un tratado de acción política. No es un sermón dirigido a las nuevas generaciones enfadadas, para que sepan lo que se hizo mal en otra época y no se vuelvan a cometer los mismos errores. Como casi siempre en Assayas, en realidadDespués de mayo es una película sobre el cine. Sobre sus potencialidades, sus tensiones internas y externas, su situación de epicentro de contradictorias relaciones entre voluntad creativa e imposiciones (modas) estéticas y comerciales. Sobre cómo puede encajar el cine en una sociedad que lo utiliza y lo respira, que piensa en su lengua sin darse cuenta, que necesita de sus imágenes pero que apenas reflexiona sobre ellas. Y, si lo hace, es a una escala humilde o minoritaria, embarullada, con escaso eco. En último término, Después de mayo trabaja sobre la verdad de las imágenes, sobre el entrelazamiento de esa verdad con quienes la producen y consumen. ¿Cuál es su relación con la realidad, de la que se nutre y a la que fecunda, cambiándola más de lo que la realidad puede cambiar al cine? Algunos de los personajes quieren un arte nuevo, que rompa con lo que consideran que son formas burguesas. Creen que sólo la revolución cultural traerá la revolución política. Pero ni siquiera pueden revolucionar sus relaciones interpersonales más allá de la mera liberación sexual. Como nosotros aún hoy, son los continuadores de la tradición romántica, pasional e irracional, tan hedonista como sufriente ante el dolor ajeno, individualista aunque su aspiración principal sea encontrar a otra persona con la que realizar el ideal amoroso ajeno a toda norma. Sin embargo, la norma es precisamente todo eso. Las formas en que los personajes de la película entienden y practican las relaciones de pareja, el amor romántico, surgen directamente de dos fuentes. Por una parte, de las costumbres sociales arraigadas: no pueden escapar a un cierto reparto machista de los roles, por ejemplo. Por otro lado, en el que incide Después de mayo, copian la representación de los sentimientos amorosos presentada en novelas y, sobre todo, películas. Niegan hacerlo, defienden con palabras ampulosas y vacías la revolución cultural y sexual y, sin embargo, sus vivencias son una pura contradicción de la que apenas son conscientes.

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Una fabulosa secuencia es muy representativa de la incapacidad de salir de los tópicos de la ficción, que aplicamos en nuestra vida constantemente. Sucede en un paraje precioso, en mitad del campo, después de un sexo que un fundido en negro nos ha llevado a intuir que ha sido tierno y tranquilo, sin culpa, moderno. Laure, la chica de Gilles, el protagonista, le dice que se va una temporada a Londres. No lloran ni montan un numerito, lo aceptan con naturalidad y aplomo, muy metidos en su papel de renovadores de la estructura social. Pero Laure es por completo un personaje de folletín. Cuando Gilles se ofrece a acompañarla a la estación, ella se lo impide, porque (tocaba la frasecita) las despedidas son demasiado tristes y no quiere que vea cómo se va mientras él se queda. Inmediatamente después, Laure se va y él se queda. La contradicción no puede ser más clara, mostrando que es imposible hacer una revolución emocional profunda, escapar de los roles que nos ha adjudicado una industria cultural que revive una y otra vez el romanticismo más políticamente inofensivo. Ella no sólo deja que Gilles vea cómo se va después de decir que no quería que pasara, sino que lo hace de golpe, corriendo por el bosque, ante una cámara que sube con una grúa al tiempo que ella se aleja. Assayas es consciente de lo tópico del recurso que está utilizando, por eso tiene la delicadeza de no completarlo poniendo una música melodrámatica. Al negarse a hacerlo —o, más bien, a terminarlo; es tarde para echarse atrás porque le había salido naturalmente— realiza un acto consciente de rebelión, pone en evidencia que la vida no es una peliculita romántica, pese a que nos empeñemos en comportarnos como si lo fuera. Esto podría entenderse como un ataque a la inanidad e incoherencia de la subversión política de la clase media pero, más bien, es una jugada maestra de (auto)crítica cultural.

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Assayas retoma explícitamente el viejo debate de nuevos lenguajes fílmicos como herramienta de cambio social versus la sintaxis hollywoodiense de siempre, en los mismos términos a lo Groupe Dziga Vertov en que se discutió en la época retratada. Sin embargo, el enfoque de Después de mayo no es político, sino antropológico. En esa clave habría que reinterpretar la advertencia inicial del profesor: todo se repite porque es como funcionamos dentro de nuestro mundo, como individuos en sociedad. La biografía de Gilles progresa siguiendo esquemas reconocibles, a los que se va ajustando el ritmo y el tono de la película, que parece ir aprendiendo de sí misma, haciéndose adulta ante nuestros ojos. Más que un comentario de las superestructuras de poder y dominio —que también: la industria cultural como conformadora de nuestros modos de pensamiento, sentimiento y acción—, Después de mayo es un registro de costumbres. Las propias de las clases medias occidentales post-modernas. En la pantalla aparecen, una y otra vez, personas haciendo lo mismo dentro de su grupo. Todos fuman ostensivamente como signo de reconocimiento entre pares. En el tranvía, Gilles lee y a su espalda los demás pasajeros también lo hacen. Se actúa siguiendo patrones antropológicos de cada momento y lugar. Como en nuestro comportamiento diario, tan demócrata, en ningún momento de la película hay auténtico debate. De la misma manera que los personajes hacen cosas automáticamente, cada cual ha decidido por adelantado su posición sobre un tema, que coincide con la opinión mayoritaria de su tribu. Por eso, Assayas recoge desde fuera el debate entre argumentos sobre las posibilidades políticas del cine, negándole toda racionalidad y situándolo como una muestra más de pensamiento ideológico. No lo toma más en serio que cualquier otra cosa que los personajes dicen o hacen. La única manera lícita de reflexionar sobre ello es aparcando la palabra y hacerlo con el propio cine, en su propia lengua, desde el propio momento histórico. El final de Después de mayo, como el de Demonlover (2002) o el de Irma Vep (1996), halla la respuesta, la revelación, en imágenes dentro de las imágenes.

BORJA VARGAS

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05 PM | 15 Feb

THE GLANDMASTER

THE GRANDMASTER

 

Arte (y ensayo) marcial

Vas al cine y te sientas en la butaca central de la décima fila, ni muy cerca ni demasiado lejos. Deseas zambullirte en uno de esos intrincados laberintos de pasión contenida que acostumbra a fabricar un tipo de gafas oscuras y filmografía (casi) intachable llamado Wong Kar-Wai. Se apagan las luces y no ves la película, sino que te sumerges en ella. Como si fuera la corriente de un caprichoso río, un imparable caudal de imágenes y sonidos que cambia de dirección bruscamente, se dilata y se contrae a su antojo, ajeno a las más elementales leyes del tiempo y el espacio. Aunque a priori parezca una rareza dentro de su filmografía, la primera de sus películas que puede asociarse al género de las artes marciales (Ashes of Time no era propiamente un wuxia clásico, ni mucho menos),The Grandmaster es “una película que habla más de la identidad de su cineasta que de la de su protagonista”, en palabras del siempre lúcido Óscar Brox.

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WKW muestra, haciendo siempre gala de un manierismo exacerbado a base de ralentís y encuadres barrocos, múltiples peleas a lo largo del metraje, utiliza un segmento de la película para que Ip Man (Tony Leung) pase una serie de pruebas en ese recargado prostíbulo que es el Pabellón de Oro, y el motor que mueve las acciones de Gong Er (Zhang Ziyi) es una venganza por la muerte de su maestro. Incluso hay una técnica secreta, la de las 64 manos. Como en tantas y tantas otras películas del género. Pero poco o nada tiene que ver The Grandmaster con lo que normalmente se entiende por una película de artes marciales, o incluso con Tigre y Dragón (Crouching Tiger, Hidden Dragon, 2000) o La casa de las dagas voladoras (Shi mian mai fu, 2004) dos ejemplos de lo que directores contrastados como Ang Lee y Zhang Yimou han hecho en sus intentos por dignificar un cine que siempre ha tenido poca consideración entre la cinefilia más exigente, no digamos ya entre la crítica, poco dada a reconocer el valor de lo que siempre se ha clasificado como serie B. WKW se autoplagia, repite planos, atmósfera y hasta diálogos de algunas de sus películas (sobre todo de In the Mood for Love2046) y filma con una elegancia asombrosa los saltos, piruetas y golpes que se propinan los personajes, siempre atento a la sensualidad de los elementos, las gotas de lluvia golpeando los cuerpos, la madera astillándose tras una patada o la nieve dispersándose con los golpes de Zhang Ziyi en esa inolvidable pelea en la estación de tren de Manchuria.

Poco o nada acabamos sabiendo de quién era realmente Ip Man, el maestro de Bruce Lee y una de las grandes leyendas del kung fu, salvo que sufre de esa meditabunda melancolía que ya mostraba Tony Leung en sus anteriores colaboraciones con el cineasta hongkonés. Todo lo contrario que en Ip Man (Yip Man, Wilson Yip, 2008) y Ip Man 2 (Yip Man 2, Wilson Yip, 2010), biopics hagiográficos y de marcado corte nacionalista en los que se explica con detalle, entre combate y combate del espectacular Donnie Yen, la resistencia del maestro a la invasión japonesa y al colonialismo inglés. En The Grandmaster la voz en off de Tony Leung ni explica ni subraya, solo divaga, y la continuidad se ve constantemente boicoteada por flashbacks de límites difusos. Incluso llega a ser sospechosa, por incomprensible, la inclusión de un personaje secundario como El Navaja, que parece no estar ahí más que para meterse en un par de peleas y cruzarse con Gong Er en un tren. La narración tradicional nunca le ha interesado mucho a WKW, siempre ha buscado maneras de subvertirla, pero aquí es algo que lleva al extremo. Liberada de la dictadura del sentido narrativo, la película puede entenderse como una delicada pieza de orfebrería, construida en base a una puesta en escena muy próxima a los rostros y cuerpos de los actores y un montaje de resonancias bressonianas. Es algo que se percibe especialmente en las peleas, en las que planos de los luchadores en acción de intercalan con insertos de sus pies y manos en movimiento o en reposo, golpeando o parando golpes, esquivando o preparándose para el siguiente ataque. Los planos son tan cercanos que incluso podemos advertir esa mirada tan elocuente en la pelea entre Ip Man y Gong Er, la que marcará un amor imposible, soterrado y nunca expresado entre ambos personajes. La batalla inicial bajo la lluvia y la ya mencionada en la estación de tren entrarán por derecho en todas las antologías del género, pero es ese combate de subyugante belleza entre los protagonistas el que mejor condensa la esencia del cine de WKW: el delicado baile de dos corazones rotos.

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Enumerados y reconocidos todos sus aciertos, habría que hacer una salvedad para situar a la película entre lo mejor que ha filmado el director de Chunking Express. Él mismo ha mencionado en alguna entrevista su intención de emular al Sergio Leone de Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, Sergio Leone, 1984). Pero podía haber sido algo más sutil a la hora de rendirle homenaje, porque resulta un poco burdo, sobre todo al final de una película tan elegante, ver al personaje de Zhang Ziyi encender una pipa de opio, acostarse y sonreír en primer plano mientras recuerda su niñez, espiando por una ventana a su padre que entrena en el jardín. Todo debidamente acompañado por la música de Shigeru Umebayashi, que evoca parte del inolvidable Deborah’s Theme de Ennio Morricone.

Los últimos planos de la película, quizá por culpa de los múltiples montajes que se ha autoimpuesto WKW (esta crítica corresponde a la versión europea, la de 122 minutos), son una confusa compilación de imágenes de Ip Man en Hong Kong, en lo que puede llegar incluso a entenderse como la promesa de una secuela. La conclusión deja un sabor agridulce porque, lo que podía considerarse una obra maestra, se ve empañada por un tramo final algo endeble. En cualquier caso, las abigarradas imágenes de The Grandmaster permanecen en el recuerdo mucho después de terminado su visionado, como si ese caudaloso río del que hablábamos al inicio no terminara nunca de discurrir ante nuestros ojos.

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