Documentación

07 PM | 24 Nov

OZU

Diez de la mañana en Barcelona. Lluvia suave y día gris, sensación de alegría, ayer vimos Open Range y es sencillamente cojonuda. Mi compañero Emilio y yo hemos quedado para hacer un café antes de reunirnos con el resto de la redacción (Alejandro G. Calvo, Manu Yañez y Jorge Mauro de Pedro) con los que iremos a ver los dos films de Ozu que pasan para la prensa y que se repondrán para conmemorar el centenario del nacimiendo del cineasta nipón.Dudas. Ver seguidas dos películas en el cine nunca nos ha convencido, y de todas las veces que lo hemos hecho, sin duda la mejor fue ese díptico El hombre que mató a Liberty Valance yCentauros del desierto non stop, casi nada. Esta vez toca Buenos días Cuentos de Tokio , casi nada.

Pedimos los cafés, teorizamos un poco sobre Open Range y clamamos al cielo por los últimos veinte minutos de El hombre sin sombra de Verhoeven…entramos en el cine, los dos camaradas están allí. Jorge Mauro nos ha fallado y lo siento por él.

Entramos en la sala, acogedora como todas las salas del cine del mundo, nos acomodamos. Me siento extraño, algún que otro critico de prestigiosa revista nos revela sus más sinceras (e irreproducibles aquí) opiniones acerca de lo último de Vicente Arana, me pregunto porque después serán tan pelotas.

Se apagan las luces, emoción, mi primer Ozu en cine. Comienzan los títulos de crédito y aparece el primer plano del film, la cosa se pone seria. A los veinte minutos ya estoy planteándome si Ozu no es el más grande. Prosigue la película, Buenos Días, mi primera sensación bascula entre el humor fordiano y la sobriedad de la puesta en escena de Bergman o Antonioni, pero seria injusto buscar un referente para referirse al cine de Ozu, su personalidad tras la cámara es propia, o en todo caso son los demás los que se parecen a él. Hace poco comentábamos en la redacción sobre otro film de Ozu,Las hermanas Munakata, la teoría de la puesta en escena matemática se confirma, Ozu es enorme.

Argumento aparentemente nimio, sencillo, inocente, en el fondo es profundo, sobre como los pequeños detalles producen grandes cambios, “From small things, big things one day come ” que cantaba aquél.

Ni un solo movimiento de cámara, ni un solo primer plano y la película fluye como pocas veces he visto, jamás se traba, en continua progresión gracias a esa puesta en escena matemática. Alegría, alegría al darme cuenta de que si el que esta detrás de la cámara sabe, hasta los pedos se convierten en poesía (y quién haya visto el film sabrá a lo que me refiero).

Termina la película, impresionado. Salimos al vestíbulo y formamos un pequeño círculo donde la admiración hacia Ozu no se expresa, seguimos hablando de Open Range , en parte porque el western es como el aire para los que escribimos aquí, en parte porque sobran las palabras ante lo que acabamos de ver. Cine puro, ni más ni menos que cine.

Con un poco de miedo entro de nuevo en la sala. Ya conozco el siguiente film, sé que es duro de ver y no estoy en las condiciones más optimas, miedo a quedarme dormido o no prestarle la atención que merecen esos 136 minnutos de arte.

Títulos de crédito, comienzo a relacionar el primer film con este. Dirigido por Yasujiro Ozu. Dos o tres planos recurso y primer encuadre compuesto con una maestría digna de coger el fotograma, ampliarlo y colgarlo en todos y cada uno de los museos del mundo.

Si el anterior film es en apariencia sencillo, este quizás no lo sea tanto. De todos modos, como en Buenos días el tema de la película queda en un segundo término, ocultado por la mano maestra de Ozu, que reflexiona acerca del paso del tiempo y las relaciones familiares (y por extensión humanas)… bajo la excusa de una simple visita asistimos a la desintegración de un núcleo vital. Igual que en el film anterior, pero bajo otro prisma. Ozu es autor. Ozu hace la misma película una y otra vez.

Se confirma otra de las teorías planteadas acerca de Las hermanas Munakata , quizás si existe la película perfecta en términos de puesta en escena. Admiración, confieso haber soltado un par de “que cabrón” al ver ciertos planos, colocados donde tocan, como tocan y porque tocan.

Somnolencia, llevo una hora de película y atravieso un momento de crisis, tengo sueño y hambre. No pasa nada, de la mano de Ozu reacciono. Las borracheras fordianas y hawksianas me encantan, súmenle las de Ozu. Sus personajes respiran humanidad por los cuatro costados. Si alguien tenia dudas sobre la función del arte como puente entre culturas el visionado de este film le sacará de ellas.

Sorpresa, contamos el segundo (y último) movimiento de cámara, un lentísimo travelling lateral. Entramos en los últimos tres cuartos de hora de la película, puedo contar con los dedos de una mano las veces en que he visto una cosa igual, el funeral, la cena y la despedida son cosas que me hacen creer en el cine. Una vez visto el último plano, que resume todo el film si se piensa en él como complemento del primero, intento reflexionar.

Una vez vistas en pantalla grande debo confesarme de nuevo. Olvido las películas de Nicholas Ray, François Truffaut y Francis Ford Coppola. Las de Renoir, Ford y Welles. Las de Ophüls, Becker y Mann. Las de Hawks, Rossellini y Hitchcock…

Es una tontería, es imposible olvidar películas inolvidables. Pero debo quedarme con lo poco que he visto de Yasujiro Ozu, o como mínimo, otorgarle un puesto de honor en el lugar donde se guardan las obras que nos conmueven.

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11 PM | 08 Jul

SOKUROV EL ULTIMO POETA DE ALDEA

Sokurov, el último poeta de la aldea “Soy el último poeta de la aldea”; con este revelador verso comienza uno de los más bellos poemas escritos por Sergei Esenin, bautizado por muchos como el poeta esencialmente ruso, el más genuino representante lírico de la infinita, sentimental e insondable alma eslava. La aldea y la figura del campesino o “mujik” -el propio Esenin era uno de ellos-, y el inmenso  misterio que exhala, siempre fue un motivo de fascinación espiritual y creativa  para el arte, la literatura y el pensamiento ruso. Por lo tanto, no debe extrañarnos que Alexander Sokurov acudiera a la recóndita aldea  de Vedenino para filmar su primer documental (El último día de un verano lluvioso, 1978) y, transcurrida una década, retornara con el mismo equipo para retratar el vacío dibujado por el  trágico fallecimiento de María Voinova, la campesina donde volcó su mirada en el primer viaje. Así compuso su primera elegía: María, elegía campesina, 1978-88. Los planos que abren el film nos muestran las manos y el rostro de María, en los que observamos cómo el ímprobo trabajo del campo ha esculpido profundas huellas en su piel. Se trata de un breve instante de descanso, pues inmediatamente continúa con la manipulación del cáñamo -podemos atisbar la tierra incrustada en sus uñas-, el labor de labrado realizado con un tractor, la recogida del heno con sus compañeras y la separación y almacenamiento de éste, utilizando una  maquinaria enormemente arcaica. Nos sorprende descubrir que este arduo esfuerzo es perpetrado únicamente por heroicas y robustas mujeres, ni rastro de ningún hombre. En referencia a este hecho, resulta iluminadora la escena nocturna en la que se celebra una reunión de la comunidad de la aldea- de la cual María es una de sus líderes-, y un solitario varón reconoce la dureza del trabajo, más adecuada para la fuerza masculina; igualmente escuchamos como una de las campesinas preconiza que  “no temen al trabajo, ni siquiera al más duro”. La significación de estas sencillas palabras se amplifica si tenemos en cuenta que la  concepción del mundo campesino desde el ámbito cultural y artístico en Rusia, siempre estuvo desnuda de cualquier manto idílico, y, por el contrario, se mostró transida por el padecimiento y el sacrificio del hombre que combate con la Naturaleza para sobrevivir. Esta idea está sembrada en la totalidad del metraje de esta obra y, de esta forma, sonará un quejumbroso canto folklórico ruso que nos recordará que “el sufrimiento, las pérdidas y los sacrificios son un enjambre de sueños horribles” (1). Asimismo, muchas de las películas más relevantes del documental contemporáneo realizado en los territorios de la antigua URSS están atravesadas por este desgarrador sacrificio del hombre enraizado a la tierra; cómo olvidar la titánica voluntad de los aldeanos de Bread Day (Sergei Dvortsevoy,1998) empujando hasta quedar exánimes el vagón que contiene el pan; o la ancestral lucha de los pastores armenios de Las Estaciones (Artavazd Pelechian, 1975) para transportar el ganado. Resulta en este punto perentoria la siguiente afirmación de Raymond Depardon: “Cuando veo películas eslavas, films soviéticos, encuentro que en todos ellos hay una especie de elogio al dolor… el Este ha generado así un encuadre doloroso” (2). No obstante, en este registro de la melodía de la vida que trascurre en esta atmósfera pastoral, también hay lugar para el sosiego. Son especialmente bellas las imágenes de María y su familia contemplando plácidamente las serenas aguas del Mar Negro, y disfrutando del baño en éstas, durante sus vacaciones. Nos encontramos en los meses de verano -la primera pieza está puntuada por las sucesión de los tres meses veraniegos-, y los colores verde y dorado refulgen vívidamente en la Naturaleza circundante, igualmente revestida por la humedad de los últimos días lluviosos del estío. En este mirar poético el cineasta queda conmovido por la voz de la Naturaleza. Parece que su finalidad creadora fuera -valga el juego de palabras- retratar el verdadero rostro de la Natura a través de la filmación del paisaje; y, con igual empeño, retratar el alma de las campesinas a través de la filmación del paisaje de sus rostros. Entre la infinidad de planos que dedica a las formas que integran la riqueza natural de la zona, nunca con un afán de simple reproducción sino más bien de revelación de sus misterios, destacamos la lenta panorámica sobre grúa que se inicia en la orilla de un pequeño lago, en el que se refleja la vegetación que lo custodia, y remonta hasta el cielo; este movimiento ascensional es una clara huella técnica del espíritu trascendental de su cine. Lo cierto es que este binomio estilístico de abrazar el paisaje con panorámicas interminables y  de acercar la cámara para obtener primeros planos de los protagonistas es también  un recurso consubstancial a la poética documental de los autores  procedentes del Este de Europa (este acto de contemplar el paisaje natural y humano en alternancia de  planos generales y planos más detallados, queda perfectamente ilustrado en el film Landscape de Sergei Loznitsa). La luminosidad que irradia la primera parte sólo queda socavada en una ocasión: la visita de María a la tumba de su hijo fallecido por un fatídico atropello. La luz crepuscular se filtra entre la arboleda y atisbamos como algunas lágrimas perlan  el adusto rostro de María. Sokurov suele detener su mirada en el ocaso; este instante melancólico del día estará preñado de un gran simbolismo en su cine. En esta escena concreta, el pausado apagamiento de la luz diurna parece anticipar que la vida de María también se extingue lentamente. Han pasado diez años desde esta mágica experiencia cinematográfica, y Sokurov regresa con el mismo equipo al pueblo de Venedino. Se suceden una serie de planos de carretera que inician esta segunda obra. El invierno ha llegado,  los yermos eriales aparecen enlutados por un manto de nieve, el sol ha desaparecido, y el blanco y negro sustituirá  la rica variedad cromática empleada en la anterior estancia (este paisaje de muerte será manifestado plenariamente en una sublime panorámica de 360 grados). El conjunto de estos elementos nos anuncian que María ha muerto, y con ella gran parte del espíritu de la comunidad. El cineasta ruso consigue, tras superar numerosas trabas impuestas por las autoridades locales, proyectar las imágenes que allí filmaron algunos años atrás. La “voice over” de Sokurov nombra a los conocidos campesinos mientras la cámara nos muestra sus rostros abismados por el visionado de esta obra que ellos protagonizan (reconocemos al marido de María y a su hija, llamada Tamara); será muy significativo escuchar como afirma que María “aún no ha llegado”, por lo que no debemos buscarla todavía. En estas palabras se aloja un profundo pensamiento de este director acerca del poder del cine para curar la ausencia que brota de cualquier muerte. El propio autor asevera en una entrevista que “María murió hace mucho tiempo, pero su vida sigue corriendo” (3), en las imágenes fílmicas que cristalizaron eternamente su presencia, añadimos nosotros. Una vez finalizada la proyección, tomaremos definitivamente conciencia del fallecimiento de María gracias a la sucesión de fotografías que nos descubren su sencillo entierro y, de un modo más abrumador, su rostro, en el que ya está impresa la muerte. El uso de la imagen fotográfica -recurso tan afín a la gramática cinematográfica sokuroviana- adquiere en este caso una elevada significación pues, como nos reveló Roland Barthes en La cámara lúcida, la fotografía tiene a la muerte o lo fúnebre como elemento connatural; sólo alcanza su sentido con el paso del tiempo y la desaparición del sujeto referente fotografiado. En estas pocas secuencias emerge de las profundidades de este réquiem fílmico, la condición elegíaca del cine de Alexander Sokurov, y con ésta los fundamentos subyacentes en su obra venidera: la poética de la ausencia, la nostalgia, la melancolía, la caída inexorable del tiempo,  la sublimación del dolor y, por encima de todos, la muerte inextricablemente entrelazada con la vida, y desgajada de cualquier concepción mórbida. Antes de finalizar este viaje acudimos a la tumba de María, que aparece velada por un conjunto de abedules embozados de nieve (4), y quedamos cautivados con una secuencia de enorme lirismo, casi engarzado con lo litúrgico. De nuevo sentimos las solemnes palabras del director ruso expresándonos su deseo de volver algún tiempo después, y comprobar que la vida ha continuado su curso. Esta esperanza queda corporeizada visualmente en el hermoso plano de Tamara con su hija -nieta de María-, y la imagen de un verdeante bosque, tornasolado nuevamente por la luminosidad estival, que completa el ciclo cósmico latente en la obra; a la muerte invernal le sigue la vida que mana de la primavera y el verano. Así, la muerte y el canto a la vida quedan armoniosamente imbricados en María, o como escribió el poeta Rilke (en relación a su obra Las Elegías de Dunio): “En las Elegías, la afirmación de la vida y la muerte son una misma cosa” (5). (1) Gran parte de la música que escuchamos en el film pertenece a la tradición folklórica rusa y, dentro de ésta, destacamos las composiciones de Mijail Glinka, conocido como el padre de la música rusa. (2) Frase extraída del catalogo del Festival Punto de Vista (Festival Internacional de cine documental de Navarra), que en la edición del 2008 dedicó una retrospectiva al cine documental postsoviético. (3) Elegías visuales; Maldoror ediciones; 2004. (4) El abedul, omnipresente en el imaginario de Sokurov, constituye un símbolo fundacional en Rusia y confiere a esta secuencia la dimensión telúrica tan adherida al cine de este cineasta; suele invocar  la belleza, el amor a la patria y, sobre todo, la Tierra. (5) Rainer Maria Rilke; Prólogo a las Elegías de Dunio; Alianza Editorial; 2004. – – – – See more at: http://www.blogsandocs.com/?p=306#sthash.W6i18gls.dpuf

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