09 PM | 21 Jul

PERE PORTABELLA

Pere Portabella. La radicalidad del cine, entrevista por Josep M. Muñoz

Portabella 2

Pere Portabella nació en Figueres en 1927, en el seno de una familia acomodada de abogados y de propietarios. El estallido de la guerra civil hizo que su padre tuviera que marcharse, huyendo de la violencia revolucionaria, y se refugiara en Burgos y Salamanca, donde apoyó al gobierno deFranco. Después de la guerra, los Portabella se fueron a vivir a Barcelona, donde su padre creó, con la familia Carasso, la sociedad actual de yogures Danone, de la que fue presidente hasta su muerte, y que marcó su futuro económico. Conocer a Joan BrossaAntoni Tàpies, vecinos suyos, fue decisivo para que Portabella entrara en contacto con el mundo de la vanguardia artística. Establecido en Madrid, y tras abandonar los estudios de química, impulsó, con su productora Films 59, algunos de los títulos más significativos del cine español del momento: Los golfos de Carlos Saura (1959), El cochecito de Marco Ferreri (1960) y Viridiana de Luis Buñuel (1960). El estreno de este filme le supuso un encontronazo con el régimen franquista. Tras una estancia breve en Italia, regresó a Barcelona, donde comenzó a dirigir sus propias películas, lo que le obligó a replantearse desde cero el lenguaje cinematográfico, al mismo tiempo que, a raíz de la Capuxinada, acentuaba su compromiso político con la izquierda, siempre como independiente y hombre de consenso, presente en todos los organismos unitarios contra la dictadura. Entre finales de los años 60 y primeros 70, y con la colaboración de Joan Brossa, rodó No compteu amb els ditsNocturno 29. En los años finales de la dictadura hace un cine más directamente político, con El soparInforme general. La dedicación a la política activa, junto al PSUC, impiden que regrese al cine hasta 1989, con la incomprendida Pont de Varsòvia. Sigue entonces un nuevo silencio de dieciocho años, hasta Die Stille vor Bach (2007), que ha tenido una gran acogida por parte de la crítica y del público, y que consagra su colaboración de muchos años con el músico Carles Santos. Actualmente, a sus ochenta y un años, vive un momento dulce de reconocimiento, con el estreno en las salas de cine de Vampir-Cuadecuc (1970), una de sus películas más emblemáticas, y con el nombramiento como Doctor Honoris causa por la Universidad Autónoma de Barcelona. Su obra, que está presente en museos como el Macba, el Beaubourg o el MoMA, será editada de forma íntegra en formato dvd antes de Navidad.

La entrevista tiene lugar una tarde de agosto, en su masía de l’Empordà, en un entorno casi opulento.

– Usted es hijo de una familia burguesa, situada en el bando de los vencedores de la guerra civil. ¿De qué manera le han condicionado estos orígenes familiares?

– Bueno, ya me ves aquí, no? (Lo dice haciendo una mirada circular impresionante entorno que nos acoge). Ya te puedes imaginar. A mí la guerra me cogió en la niñez, aún no había entrado en la adolescencia. Tengo imágenes, pero no una conciencia clara de lo que estaba pasando. Sabía que habían venido a buscar a mi padre porque lo viví. En la calle le esperaba una camioneta de la FAI con algunos de sus amigos ya detenidos. Mi padre había huido, justo antes del estallido, a San Sebastián. Era consejero de una empresa muy importante de aduanas. Al no encontrarlo, esa misma noche se llevaron a sus amigos, y los mataron cerca del cementerio. El impacto, el alboroto que provoca la irrupción violenta de unos extraños armados, los gritos… Yo estaba durmiendo, y oí mucho ruido. Iban abriendo puertas, buscando a mi padre, y mi madre se anticipó a abrir nuestra habitación, encendió la luz y gritó: «No os asustéis».

El otro recuerdo es también con mi madre: subiendo corriendo las escaleras desde el piso de abajo. Yo jugaba con uno de mis hermanos en el recibidor, la perseguían dos milicianos armados. Antes de que pudiera cerrarla, de una patada estamparon la puerta contra la pared. Mi madre se puso las manos detrás para protegernos. Llevaba un papel arrugado en la mano, trataba de esconderlo. Mi hermano Ricardo, instintivamente, cogió el papel y lo comió. Tenía seis años. Salió corriendo perseguido por un miliciano. El piso era muy grande y mi hermano se lo conocía muy bien, así que no lo podían atrapar. Cuando acabó de tragárselo, se detuvo en el pasillo. Le dieron dos bofetadas solemnes. Aquel papel venía del piso de abajo, donde vivía Sara Jordán, que pertenecía a la organización clandestina del «Socorro Blanco». Pasaban personas, desertores, de la zona republicana a la zona nacional, y mi madre ayudaba proporcionándoles un lugar para dormir -muchos de ellos eran personas conocidas-, esperando que los llevaran al otro lado. ASara Jordán la detuvieron, y también se llevaron a mi madre: con las arbitrariedades del momento, a Sara la fusilaron y decidieron que mi madre se presentase cada día. Hasta que un día decidió no presentarse más. Había un caos tan grande que se dio cuenta de que nadie le hacía caso. Así que se fue por la puerta grande sin que nadie le dijera nada. «Si me han de venir a buscar, ya vendrán», se dijo. El último recuerdo que tengo es que a raíz de su detención, registraron la biblioteca de mi padre. Una biblioteca, acumulada desde la época de mi bisabuelo -que era banquero- y de mi abuelo-jurista. Vitrinas en las cuatro paredes, llenas de libros ordenados cuidadosamente. Era una gran sala donde a nosotros no nos dejaban entrar. Desde el balcón de una de las salas que daba a la Rambla vi como tiraban los libros a la calle. Con ellos hicieron una enorme hoguera. Me impactó muchísimo y no recuerdo si llegué a llorar o si me quedé mudo sin poder apartar los ojos del fuego. Años más tarde, cuando empecé a salir del marco social al que pertenecía -que, como decía Gil de Biedma, era de «pérgola y tenis»- y empecé a tener conciencia política, el hecho de que «los míos» hubiesen quemado libros, cogió una dimensión muy perturbadora para mí.

– ¿Como pasaron la guerra?

La guerra la pasamos en Figueres; mi padre estuvo ausente los tres años. Nosotros estuvimos vigilados, y mi madre temiendo siempre que la mataran. Lo he sabido después, pero sí que notaba que mi madre estaba muy tensa. Cuando empezaron los bombardeos nos refugiamos en Peralada, en casa de unos amigos. Allí volvió mi padre cuando entraron «los nacionales». Llegó con Miquel Mateu, que fue alcalde de Barcelona y que era el propietario del castillo de Peralada. Recuerdo muy bien su llegada. Él se había comprometido con el gobierno de Franco y volvió decepcionado y horrorizado, según supe después, y se desligó de todo, no quiso saber nada, aunque le ofrecieron muchas cosas. Se dedicó a la empresa y a hacer de abogado.

Más adelante, él no sabía nada de mi vida clandestina, pero cuando le llegaba alguna información de las detenciones siempre me decía: «Yo no podré hacer nada por ti si llevas las cosas demasiado lejos, porque tú no puedes imaginarte de qué son capaces esta gente, y yo sí lo sé ». Una frase que me impresionó.

– Y se fueron a vivir a Barcelona.

– Mi padre ya tenía muchos asuntos en Barcelona. Era abogado y estaba en varios consejos de administración, una persona con proyección en el mundo empresarial. Decidió que Figueres se había acabado, habían matado a muchos amigos suyos, y en Barcelona ya teníamos un piso… Fue una ruptura. A nosotros nos fue muy bien, porque pasábamos de un pueblo, que para mí representaba todo el mundo de la guerra, de las privaciones y los miedos, a una gran ciudad. El escenario había cambiado radicalmente y eso me ayudó, seguramente, a dejarlo todo atrás… La memoria decidió blindarme del pasado más reciente. Por eso, cuando hablo de ello, hablo como de algo sucedido fuera de mi experiencia, que se ha desarrollado fundamentalmente en una gran ciudad.

(sigue aquí)

Postabella premis ciutat de barcelona 2008

L’Avenç, nº 339, octubre de 2008.

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