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12 PM | 19 Feb

La desproporción

EL PAÍS, publicó el pasado 16/2/2008 esta interesante Tribuna. En la línea de meditar sobre la baja calidad de la democracia en los países occidentales, no estaría de más empezar por lo más básico, la autentica proporcionalidad de nuestra representación y la igualdad de nuestros votos. Otras consideraciones “mas finas”, pueden venir después. Aunque ahora, quizá, no sea el momento más oportuno para salir con estas reivindicaciones, mi opinión es que este debate no puede dejarse de lado en próximas Legislaturas.

TRIBUNA: JORGE URDÁNOZ GANUZA

El maquiavélico sistema electoral español

Nuestro sistema es desproporcional, impone el bipartidismo, fomenta la polarización y hace casi imposible que surja un tercer partido moderador. Los nacionalistas quedan como única alternativa para pactar

JORGE URDÁNOZ GANUZA 16/02/2008

El sistema electoral español es infinitamente más original de lo que parece a primera vista, y es bastante maquiavélico”. Quien así habla no es ni un desinformado ni un antisistema resentido, es Óscar Alzaga, uno de los padres del propio sistema. Los dos adjetivos que utiliza describen a la perfección la criatura que él y otros miembros de la UCD alumbraron durante la Transición y que todavía perdura.

Su originalidad es tal que los especialistas no acaban de catalogarlo. Aunque la Constitución habla de “representación proporcional”, lo cierto es que las desproporciones en los resultados son de las mayores de la escena internacional. No sólo no se garantiza una proporción más o menos ajustada entre votos y escaños, es que ni siquiera se salvaguarda el mero orden en el que los votantes colocan a los partidos: una formación con menos votos que otra puede conseguir más escaños. Por eso muchos estudiosos del sistema no lo consideran proporcional sino mayoritario atenuado.

Pero un sistema mayoritario se caracteriza por sobrerrepresentar al partido ganador facilitando así que forme gobierno. Y nuestro sistema no siempre beneficia al primer partido: en 2004 las elecciones las ganó el PSOE, pero el más beneficiado fue el PP. Mientras los votantes socialistas recibieron un 3.3% de escaños por encima de lo que hubiera sido proporcional, los populares se vieron agraciados con un 3.7%. De hecho, con el actual empate técnico puede suceder que el PP quede segundo en votos pero primero en escaños, perdiendo y ganando a la vez las elecciones (¡!). Las más elementales leyes de la semántica impiden denominar “mayoritario” a un sistema que posibilita semejante resultado.

Entonces, ¿qué es? Bien, ya se ha dicho: es original. De hecho, lo es tanto que puede afirmarse que su esencia consiste en su inexistencia. El “sistema electoral español” es una construcción meramente verbal que carece de una realidad empírica a la que aplicarse con sentido. Lo que hay son 52 sistemas electorales (50 por provincia más Ceuta y Melilla). Los sistemas en los que se eligen muchos escaños son proporcionales. Los sistemas en los que se eligen 3, 4 o 5 escaños no. La ciencia política suele estimar que estos últimos tienen efectos “mayoritarios”, algo que a mi juicio no merece el noble principio de mayoría. Por eso, si me permiten la licencia, yo les voy a denominar “distorsionantes”. Porque lo que hacen esos sistemas es distorsionar, y por partida doble y superpuesta.

Pensemos en Teruel, con 3 escaños. Un sistema así distorsiona en primer lugar el propio voto de muchos ciudadanos. Un voto útil no es otra cosa que una emisión de preferencias distorsionada: “Yo prefiero A, pero he de votar por B”. Y distorsiona, en segundo lugar, los resultados. Porque el reparto de escaños va a ser prácticamente siempre de 2 a 1 -aunque el partido vencedor lo sea sólo por un voto- y porque todos los votos a terceros partidos se quedan sin representación.

Conviene entonces no claudicar ante la magia de las palabras: no hay “un sistema electoral español”, y es preferible hablar, como empiezan a hacer los especialistas, de “los sistemas electorales para el Congreso”. La imagen mental adecuada no es la de una entidad más o menos unívoca, sino más bien la de una escala. Una escala en la que se sitúan 52 posibilidades y cuyos límites son por un lado la distorsión y por otro la proporcionalidad.

Soria, con 2 diputados, es un extremo de esa escala; Madrid, con 35, es el otro. Y cada provincia se sitúa de acuerdo a su número de escaños. El 62% de los españoles votan en circunscripciones de 10 escaños o menos, por lo que saben que si su primera preferencia no supera aproximadamente el 10% de los votos, su voto será electoralmente inútil. En ellas se impone a fuego el bipartidismo, ya que sólo el PP y el PSOE pueden en la práctica verse representados (o, en su caso, los nacionalistas). En las cinco provincias en las que habita el 38% de españoles restante serían a priori posibles nuevos partidos e iniciativas, pues la proporcionalidad es elevada. Pero recordemos a Alzaga: no sólo original, también maquiavélico.

Como en un taller de alquimia, la escala que acabamos de describir se encuentra salpicada con unas cuantas gotas de sufragio desigual. Las provincias más pequeñas eligen más escaños de los debidos, disfrutando así de un poder de voto mayor. En las últimas generales el precio del escaño basculó desde las 20.000 papeletas de Soria hasta las 100.000 de Madrid. Tenemos así dos escalas que corren paralelas pero en sentido contrario. La primera nos divide en 52 grupos de acuerdo a nuestra mayor o menor proporcionalidad (sistemas electorales diferentes). La segunda nos divide en otros tantos grupos de acuerdo a nuestro mayor o menor poder de voto (sufragio desigual).

Maquiavelo habría tomado apuntes: los electores cuyos votos son fuertes se hallan en los sistemas “distorsionantes” y por tanto presionados para votar útil o, lo que es lo mismo, a los dos grandes; los votantes eximidos de esa losa psicológica son libres, pero sus votos son débiles. En cifras: en Teruel bastan 25.000 votos para alcanzar un escaño, pero es que eso es un 33% de los votantes turolenses y por tanto sólo el PP y el PSOE pueden permitirse tales escaños de saldo. En Madrid un 3% de los votos suponen 3 escaños, pero es que eso equivale nada menos que a 300.000 votantes.

Aunque centrarse sólo en ellos es ya a mi juicio parte del problema, los efectos del entramado son obvios. Por un lado se impone el bipartidismo y se fomenta la polarización, siendo casi imposible que surja un partido de centro que pueda ejercer un factor moderador. Por otro, la única alternativa para pactar la ofrecen los nacionalistas.

¿Qué hacer? La decisión sobre el sistema electoral configura una situación en buena medida excepcional desde el punto de vista de la filosofía política. Nadie defiende, por ejemplo, que sean las empresas las que redacten las leyes anti-monopolio: esa labor ha de corresponder a instituciones que, situadas por encima de ellas, vayan más allá de sus intereses. Pero el sistema electoral lo deciden los partidos y, ¿qué hay por encima de ellos? “La ley y el Estado de Derecho”, se dirá, pero es que la ley y por tanto el derecho son, empezando por la propia Constitución, creaciones suyas.

Si hay otro cuerpo en el Estado que comparte esa situación soberana de los partidos es el militar. El ejército no tiene por encima nada que pueda controlarlo, lo que explica el destacado papel que el honor y la obediencia han desempañado siempre en su código moral: son nuestra única garantía. De ahí que, de la misma manera que la democracia sólo germinó cuando las cúpulas militares interiorizaron de verdad su acatamiento al poder civil, compartieran o no sus designios, la regeneración de la democracia sólo será posible cuando las cúpulas partidistas asuman ciertos principios, convengan o no a sus intereses.

Por eso, a pesar de que de ellos no se escuche ya últimamente ni el más leve susurro, resulta fundamental volver a hablar de principios. Cuando uno lee a los viejos defensores del ideal de la proporcionalidad descubre los valores que la nutren: a los electores les garantiza libertad; a los resultados, justicia. Y cuando uno vuelve a los clásicos de la democracia, recuerda que hay un valor que bajo ningún concepto puede claudicarse: la igualdad del voto. Son las élites de los grandes partidos las que han impedido que esos tres valores sean hoy y ahora una realidad entre nosotros. Llevar los principios al centro del debate y recordar lo que significa “inalienable” es el primer paso para evitar que puedan seguir haciéndolo.

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04 PM | 20 Ene

LOS POETAS, YA MUERTOS, GANAN

  
    ESTE ES UN ARTICULO DE GREGORIO MORAN QUE SE HA PUBLICADO EN LA VANGUARDIA DEL PASADO SABADO DIA 18 SOBRE ANGEL GONZALEZ Y QUE LO PROPONEMOS PARA COMENTAR EN EL CLUB DE LECTURAS DEL DIA 30.

Ha muerto Ángel González y hoy sábado su ciudad natal, Oviedo, que no le dio ni un sitio donde cobijar su vejez, le regalará una plaza pública y muchas palabras de cínicos instalados. Porque los poetas ganan al morir, y es pena, porque a ellos ya no les sirve de nada, ni siquiera para escribir unos versos melancólicos sobre la desvergüenza. La gente adora a los poetas cuando ya tienen encima unas capas de tierra y dos quintales de papel de prensa dedicada. Cuando son glosados por sus amigos, sus viudas, sus amantes, sus enemigos, sus colegas curados ya de envidia, por los aspirantes al título, a quienes pagó un café, o el vecino que le señalaba a sus hijos con palabras cargadas de futuro, que diría otro poeta: “Ese tipo que va por ahí, con esa pinta, es poeta. ¡No te jode, poeta! ¡Vaya morro!”. La gloria para los poetas alcanza el paroxismo cuando fallecen. Los homenajes, los recuerdos, incluso se ponen sus nombres a fundaciones y premios que ellos no atisbaron en vida.

César Vallejo, cuando murió, sobre todo “de hambres”, se convirtió en una leyenda y su tumba parisina en lugar de peregrinación. Como Machado más o menos, al que tiraban piedras los niños de Soria, por rijoso. Y Leopardi; vaya vida puta. No digamos Gustavo Adolfo Bécquer, que no alcanzó a ver en libro ni una sola de sus obras; todo póstumo, salvo la pornografía a la que se dedicó durante años con notable éxito. Es verdad que algunos suertudos, sobre todo en países de alta cultura, lograron la gloria en vida, pero son escasos y no siempre los mejores.

Los dos poetas españoles que más estimo de la segunda mitad del siglo pasado, se apellidan González y Rodríguez (Claudio), y eso es jodido en un país donde los apellidos son importantes desde antes incluso del inquisidor debate sobre los cristianos viejos y la pureza de sangre. Un político o un empresario ya se encargan ellos, y sobre todo sus empleados, de hacerles brillar el apellido como si fuera único. Yo nací a la vida y a la pelea, que es lo mismo, con la poesía de Ángel González. El procedía de otro Oviedo que el mío, por edad y por amistades, y jamás nos encontramos fuera de dos saludos convencionales. Estaba empleado en el Ministerio de Obras Públicas, junto a otro grande y fallido creador, Juan García Hortelano. Ambos militaban a la sazón en el Partido Comunista, y si conseguían mantener el empleo en Obras Públicas, donde no pegaban literalmente ni un palo al agua, se debía al patrocinio de un fascista con rostro humano, emparentado con las máximas autoridades del franquismo, que les cubría diciendo: “La próxima, no lo podré parar y tendré que echaros a la calle”.

Nunca hablé con él de nada y no me produce ninguna envidia no haber participado en las sesiones etílicas hasta el alba, multitudinarias a lo que parece por la cantidad de reseñistas póstumos, donde el poeta desgranaba canciones hasta el amanecer.

Sin embargo seguí atentamente sus versos y sus pasos. Tengo grabada en mi memoria el efecto que nos causó su Tratado de urbanismo, que en muchas librerías y en casi todas las bibliotecas figura en la sección de Arquitectura. Y cuando uso el plural es porque me estoy refiriendo a unos cuantos que poblábamos entonces pensiones y casas de alquiler en el bronco e hirsuto Madrid de los sesenta; probablemente no éramos muchos pero lo creíamos. Conservo aún el ejemplar de 1967, editado por José Batlló en Barcelona, cuando esta ciudad era la capital intelectual de España. (Siempre que veo a Batlló, en su digna librería de Gràcia, con su aspecto de capitán de barco antiguo, me falta valor para inclinarme y respetuosamente darle las gracias; jamás en mi vida he cruzado con él una palabra, por vergüenza histórica y respeto. Como también es poeta, habrá que esperar a que se muera para que echen sobre su tumba dos quintales de loas en papel impreso)

Los poetas vivos son un incordio porque quieren comer y vivir normalmente, tal que las personas, pero conservando alguna engorrosa peculiaridad, como insistir en publicar sus textos, en vez de reservarlos para la posteridad. Me irrita, lo reconozco, cada vez que veo escrito negro sobre blanco que tal poeta o escritor tuvo que marchar de España por “el franquismo”, porque entonces la palabra “franquismo” adquiere una apelación ahistórica, cósmica. Nada real y social, como el cólera que fue.

Porque en muchos casos quien los echó no fue “el franquismo” en genérico sino los colegas de la universidad, los críticos de los diarios, los periodistas canallas, los denunciadores voluntarios, los inquisidores pasionales y los editores sátrapas y filisteos. Franco no supo ni de la existencia de Ángel González, ni Antonio Ferres, ni Jesús López Pacheco, por citar tres nombres que son el ramillete de escritores entonces con “mucho futuro” que se diría hoy, pero ahora desconocidos para casi todo el mundo que no esté avezado en el gremio. Ellos tuvieron que irse de esa España inhóspita de los años setenta y buscarse la vida en universidades norteamericanas, o canadienses. Y estoy seguro que este inmenso detalle no va a ser destacado en los kilos de elogios que va a desatar la muerte de ese gran poeta que fue Ángel González. Porque es verdad que sobrevivieron a los durísimos sesenta, y si consiguieron hacerlo es por las complicidades que generaba la esperanza en el fin de esa dictadura, de ese cólera que impregnó toda la sociedad. Pero desde finales de los años sesenta, tras el estado de excepción de enero de 1969, la vida empezó a carecer de futuro y sobre todo de presente.

Luego advino la democracia y se les concedió un homenaje aquí, una conferencia allá, y algún premio compensatorio. Ponerse el traje de pingüino y bien capadito ya, tener derecho a entrar en la Real Academia. ¡Qué pasmo si levantara la cabeza la generación de la República!, esa que los profesores siguen llamando “del 27″ sin saber que fue a causa del miedo etílico de Dámaso Alonso que la bautizó en la revistucha nacionalcatólica Finisterre (1948). Me estoy refiriendo a los Cernuda, Bergamín, Salinas, Lorca, Hernández… los que llamaban “putrefactos” a los caballeros del pingüino y la Academia. Pero en la cultura, como en tantos campos, el cólera siguió vivo.

Como nadie lo va a recordar se lo cuento yo y así sabemos lo mismo todos. Ese notable poeta que acaba de morir, Ángel González, vivió desde los años setenta gracias a la universidad norteamericana de Albuquerque, en Nuevo México, que le acogió dignamente. Todos los intentos que hizo el poeta por conseguir algún curso, algunas clases continuadas que le permitieran abandonar aquel destierro americano chocaron con la resistencia berroqueña de las universidades españolas. Incluso les digo más, en la Universidad de Oviedo, donde fue invitado en 1985 para dar un curso de cuatro meses se planteó la posibilidad de nombrarle “profesor invitado”. Pero no fue posible. Ningún departamento ni decano ni rector encontró la fórmula que le permitiera quedarse y hubo de volver a los Estados Unidos. Reunido el departamento de Literatura de la Universidad de Oviedo, capitaneado por dos amantes de la mejor poesía, los catedráticos Martínez Cachero y Caso, padre de la escritora Ángeles Caso, rechazaron por doce votos frente a uno que un poeta vivo alcanzara un privilegio como el suyo. ¡Cómo va a dar clase, si ni siquiera es licenciado!

Así se comprende que el pasado diciembre, con el poeta tambaleante -”soy lo que queda de un señor antiguo”-, jugando ya las últimas cartas con la vida, la Universidad de Oviedo le nombrara doctor Honoris Causa. Probablemente estaban presentes los que le negaron el derecho a quedarse en España y dar clases de lo que sabía más y mejor que ellos. Hubo discursos académicos, aplausos y hasta lloros de emoción. La memoria ausente facilita los fluidos; se llora y se orina con impávida parsimonia. Pero nadie recitó esos terribles versos del último periodo del poeta:

“¿Qué sabes tú de lo que fue mi vida?

Ahora sólo ves estos últimos años que son como la empuñadura de un cuchillo clavado hasta el final en mi costado.

Arráncalo de golpe y un borbotón de sueños salpicará tu rostro”.

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06 PM | 30 Dic

LA DERECHA RADICAL TOMA LA CALLE

Por Salvador Aguilar, profesor titular de Estructura y Cambio Social en la UB (EL PAÍS, 29/12/07):

 

Con la manifestación de la AVT en Madrid del 24 de noviembre fueron ya 21 los episodios de protestas de masas en la calle protagonizados por la derecha española desde enero de 2005……..

 

Por Salvador Aguilar, profesor titular de Estructura y Cambio Social en la UB (EL PAÍS, 29/12/07):

 

Con la manifestación de la AVT en Madrid del 24 de noviembre fueron ya 21 los episodios de protestas de masas en la calle protagonizados por la derecha española desde enero de 2005. Lo menos que puede decirse es que estamos ante un fenómeno insólito: por su envergadura, su persistencia, su carácter poco común en términos comparados y su desmesurado impacto en la vida política. Sin embargo, la manifestación en sí no tiene nada de insólito en las democracias europeas modernas, que la consideran como un correctivo legítimo de la expresión electoral y un derecho político inalienable. ¿Por qué considerar entonces insólita su práctica reciente por un determinado sector político español?

 

Una razón es que históricamente la derecha española ha sido poco proclive a practicar la acción colectiva “correctiva” y sí en cambio a seleccionar mecanismos de conflicto en la órbita de la violencia organizada. Además, el recurso a la manifestación hace ingresar en el repertorio de protesta de la derecha española una forma importada de la clase trabajadora y de la izquierda, aunque estos cruces repertoriales no son excepcionales. Finalmente, estas protestas nos advierten de que las pautas de consenso y conflicto sobre las que giró el periodo postransicional se han alterado.

 

¿Cómo entender este cambio de orientación de la derecha? Si los consideramos por separado, la lógica de los episodios de protesta admite explicación desde el modelo que introdujeron los sociólogos Lipset y Rokkan en 1967: la teoría de las divisorias confrontacionales (cleavages). Sin embargo, en este caso parece fuera de duda que lo relevante es el ciclo en sí. ¿Qué significado cabe atribuirle? Numerosos comentaristas que han tratado de responder basándose en los modelos convencionales de causalidad simple han errado estrepitosamente (pronosticando, por ejemplo, la inevitable moderación progresiva, por razones electorales, del PP en la legislatura que termina). La perspectiva de los últimos tres años permite una certeza: no estamos ante un fenómeno sencillo y unidimensional, sino complejo y multicausal. Como conjunto, disponemos de información suficiente para contemplar al menos tres ejes explicaciones principales.

 

En primer lugar hay que tratar el fenómeno como una cuestión relacionada con el espacio político: la derecha ha lanzado su desafío en forma de protesta sostenida por razones de corto plazo y de política competitiva, pero relacionadas también con el curso de la transición y la época postransicional. Dicho en breve: no aceptan fácilmente ser desalojados del Ejecutivo por medios electorales, y todavía menos si eso ocurre en un momento álgido de su hegemonía política (como ocurrió en 2004). Tampoco digieren con facilidad salir tan pronto del escenario después de una transición previa diseñada desde arriba para garantizar si no su hegemonía, sí al menos una poderosa presencia de fuerzas conservadoras así como la moderación de las de izquierdas (ambas cosas han ocurrido aunque, en sentido contrario, el “diseño” desde abajo forzó que se traspasaran los límites previstos de la transición).

 

Las manifestaciones de 2005-2007 se habrían impulsado para hacer visible el enojo de un bloque de poder que, a fin de cuentas, había tolerado que la transición se llevara a cabo; y, subordinadamente, como una estrategia para mantener movilizada a su base social hasta las siguientes elecciones generales. A efectos internos se trataría de mantener los equilibrios (entre “familias” del PP, entre este partido y la extrema derecha clásica y, en general, entre todos los sectores del universo derecha).

 

En segundo lugar, las fuerzas de la derecha española han querido dar a conocer así su adhesión activa, por contagio ideológico, a la nueva derecha radical de la era neoliberal. La tradición thatcherista-reaganista alumbró lo que, una generación después, se transmutó en el modelo neocon norteamericano bajo Bush. Se trata de la ideología y la práctica de una derecha fiera, aunque, por el momento, con alguna excepción y con frecuencia rozando los límites, respetuosa con los principios centrales de la democracia. La innovación destacada es que han comprendido la diferencia entre dominar los resortes de una sociedad y dirigirla: tienen vocación de hegemonía social y practican una actitud “sin complejos” (Aznar dixit), de manifestarlo en casa (en la calle, pero no sólo) y fuera de ella (en la política exterior: Irak, Perejil). También una actitud de disputar sin desmayo cada centímetro de la contienda política (de ahí la victoria “trabajada”, agónica y dudosa de Bush sobre Gore en su primera elección, la resentida y bronca pérdida de las elecciones generales italianas por Berlusconi o la teoría conspirativa del PP español sobre el 11-M). El ciclo de protesta español de 2005-2007 es una expresión adaptada a las condiciones locales de ese fenómeno más amplio: la emergencia de formas innovadoras del extremismo de derechas y, en concreto, de esa nueva derecha que acepta el parlamentarismo pero que es democráticamente inescrupulosa y peleona, que no casa fácilmente, como modelo, con la derecha conservadora tradicional ni con los neofascismos al uso.

 

Finalmente, las protestas remiten a la historia moderna de la derecha española. Durante la misma ha mostrado tanto una llamativa carencia de impulso interno hacia los usos democráticos y la práctica de la hegemonía (lo que ha permitido que el escenario público fuera ocupado con inquietante frecuencia por fuerzas ajenas a la política) como la inexistencia de una tradición liberal-conservadora al estilo de las principales politeias europeas. En este punto, la protesta parece sugerir una situación paradójica: tanto la continuidad con esa anómala tradición histórica heredada como el inicio de un cierto aprendizaje de convivencia en democracia.

 

Las movilizaciones se racionalizan desde dentro como una “rebelión cívica” (F. J. Alcaraz, AVT), otro indicio de importación de repertorio, pero su lógica tiene poco que ver con la de un movimiento social mínimamente espontáneo: son demasiado disciplinadas y organizadas para ello. Lo que la información disponible sugiere es que “la derecha” ha adoptado una estructura interna pluralista (partidos, medios de comunicación, iglesias, intelectuales por libre -una parte procedente de la izquierda-, think tanks, universidades propias…) y se ha formado una especie de coalición de facto de este universo derecha para mover la silla electoral al partido de Zapatero (aunque no sólo). Esto certifica que “la derecha”, como fuerza homogénea y unificada, ha dejado de existir, aunque los miembros de esa coalición, conscientes de la importancia de la unidad electoral, otorgan el mando de las operaciones al PP.

 

La coalición, además, coherente con el contagio ideológico señalado, parece diseñada sobre todo para cimentar la cohesión interna (al estilo de los “actos de afirmación empresarial” de los primeros tiempos de la transición) y, congruentemente, es ajena a la racionalidad propia de la política demoliberal (¿cómo entender si no que, al extremar su acción y su discurso para alcanzar ese objetivo principal, se cierren la posibilidad de alianzas con otros sectores y de ampliación de su base?).

 

Lo que hemos presenciado no es un movimiento social (en todo caso, sería un contramovimiento), sino una especie de macroplataforma ciudadana, una macroorganización de intereses que decide, planifica, convoca y se coordina (ejemplarmente, además; no es inverosímil pensar en un centro de operaciones profesionalizado).

 

Que este impactante impulso acabe por democratizar a las levantiscas derechas de este país (al convertir en normal la acción de protesta en la calle) o desemboque en un fiasco (en forma de enfrentamiento violento o de descomposición de ese bloque de intereses) va a depender de la por definición imprevisible interacción entre los actores en escena, sus bases sociales, la ciudadanía y los acontecimientos. Nuestra historia contemporánea no permite ser muy optimista.

 

¿Conclusión? La presión de la derecha ha hecho ingresar a España en el grupo de las “sociedades divididas en dos”, algo desesperanzador para el futuro de la democracia. Pero, ¿qué quieren? Tenemos por delante lo que cabía esperar después de una transición política que sirvió para amortiguar divisorias, no para suprimirlas. El problema de verdad es que el principal factor de atraso histórico de este país, la arcaica cultura política de sus clases dirigentes, ha vuelto al primer plano.

 

Prepárense, pues, porque, con manifestaciones o sin ellas, esto va para largo.
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01 PM | 17 Nov

Desafectos a las urnas

El artículo que reproduzco a continuación me llamó poderosamente la atención porque pone el acento y ordena algunos conceptos o intuiciones que muchos tenemos. Mal que le pese a algunos. De él se derivan, en mi opnión, algunas urgencias y algunas meditaciones. Las urgencias derivan, como es de suponer, de la inminencia de las próximas elecciones generales, las meditaciones vendrán sobre el porqué de las tesis expuestas y de sus posibles soluciones. ¿Toca llamar a rebato cara a mayo de 2008? Pienso que un poco sí.

El poder decisorio de la ‘izquierda volátil’

Los votantes centristas no son los fundamentales para lograr el triunfo electoral en España, sino aquellos que oscilan entre el PSOE, IU o la abstención. El PP puede ganar, pero lo tiene ‘a priori’ cuesta arriba

CÉSAR MOLINAS

La creencia de que las elecciones generales en España son decididas por los votantes centristas es incorrecta. La evidencia empírica muestra que estos votantes, definidos como aquéllos cuyo voto oscila entre el PSOE y el PP, tienen escasa relevancia. Los votos decisivos son los de la izquierda volátil, aquellos que oscilan entre el PSOE, IU y la abstención. Esto equivale a decir -y sé que la equivalencia no es obvia- que en las elecciones generales el PP siempre juega en campo contrario: las puede ganar, pero lo tiene a priori cuesta arriba. En este artículo me propongo mostrar que estas afirmaciones y equivalencias están respaldadas por los datos electorales y, también, extraer algunas consecuencias que me parecen interesantes.

En primer lugar, analizaré los resultados de las elecciones generales desde 1982 con el objetivo de cuantificar el voto centrista y el de la izquierda volátil. En segundo lugar, y aunque este artículo trate de elecciones generales, recogeré algunas enseñanzas de las elecciones locales del 27 de mayo pasado. En tercer lugar, me detendré en la relación que existe entre el voto al PSOE, por una parte, y la abstención y el voto a IU por la otra. En cuarto lugar, discutiré hasta qué punto un incremento notable de la abstención en Cataluña puede hacer perder al PSOE las elecciones de 2008. Por último, haré observaciones sobre las estrategias de los dos grandes partidos estatales.

Con una única excepción: en el último cuarto de siglo, España ha votado mayoritariamente izquierda. Desde 1982 ha habido siete elecciones generales. En seis de ellas la izquierda (PSOE, IU y sus antecesores) obtuvo entre un mínimo de 2,3 y un máximo de 3,5 millones de votos más que la derecha (PP, aliados regionales y sus antecesores). Sólo en las elecciones de 2000, que tuvieron la tasa de participación más baja de la actual etapa democrática (69%), la derecha superó en votos a la izquierda: la diferencia fue de 1 millón de votos. En 2000 la izquierda perdió 2,7 millones de votos respecto a 1996, de los cuales 2 millones fueron a incrementar la abstención. Esos 2,7 millones de votos los volvió a ganar en 2004. La derecha ganó 0,6 millones de votos, alcanzando su máximo histórico de 10,3 millones, pero los volvió a perder en 2004. Me parece razonable utilizar estas cifras para cuantificar los colectivos que antes he denominado votantes centristas e izquierda volátil. Los primeros pueden estimarse en 0,6 millones, que son los votos que ganó la derecha en 2000 tras una etapa de gobierno en minoría del PP en la que hizo gala de moderación y de buena administración. Esta cifra coincide con los votos perdidos en 2004 tras una etapa de mayoría absoluta en la que la arrogancia sustituyó a la moderación y en la que se tomaron decisiones, como la guerra de Irak, alejadas del sentir de muchos ciudadanos. Cabe señalar que esos 0,6 millones de votos no decidieron las elecciones de 2000: el PP hubiese seguido gobernando aunque no los hubiese obtenido. Lo decisivo fue el desplome de la izquierda por la huida del voto volátil. Esta izquierda volátil puede estimarse en unos 2 millones de electores: los que votaron a la izquierda en 1996, se abstuvieron en 2000 y volvieron a votarla en 2004.

Las elecciones locales de mayo de 2007 ilustran bien que el voto de la izquierda volátil es decisivo en España no sólo en las elecciones generales, sino también en elecciones de otro tipo. En el conjunto de España, y relativo a las elecciones locales de 2003, el PSOE perdió 240.000 votos, pero el PP sólo ganó 38.000. La aplastante victoria del PP en el municipio de Madrid resultó de una pérdida de 139.000 votos para el PSOE y de una ganancia de tan sólo 709 (sí, setecientos nueve) para el PP. La izquierda volátil volvió a decidir, esta vez a nivel local. No hay trazos de un trasvase significativo de votos del PSOE al PP. Además, el carácter decisorio del voto de la izquierda volátil no es un rasgo exclusivo de la actual etapa democrática. En las elecciones de 1933, la izquierda volátil -entonces el anarquismo- se abstuvo. Y ganó la derecha. En 1936, los anarquistas fueron a las urnas y los votos se incrementaron en más de 1 millón. Ganó la izquierda. No tengo ni conozco ninguna explicación convincente de por qué en España la izquierda volátil tiene este carácter decisorio, que no ha menguado ni tan siquiera con la aparición de una numerosa clase media en la segunda mitad del siglo XX. Sea cual sea la explicación, en esto los españoles somos atípicos. En la mayoría de los países de nuestro entorno la alternancia en el poder la deciden los votantes de centro, que votan ora a la izquierda ora a la derecha. Aquí, por algún motivo, somos diferentes.

Paso ahora a desarrollar el tercer punto de mi argumentación. Si bien, según mis definiciones, derecha y PP son casi sinónimos, izquierda y PSOE no lo son. En 1996 la izquierda obtuvo 12,06 millones de votos y la derecha 9,76 millones. En 2004 se repitieron las cifras: la izquierda obtuvo 12,06 millones de votos y la derecha 9,72 millones. En el primer caso ganó las elecciones el PP y en el segundo el PSOE. La diferencia la marcó el resultado de IU, que obtuvo un 11% de los votos totales en 1996, su máximo histórico, tras la memorable pinza Aznar-Anguita, y solamente un 4% del total en 2004. Un análisis estadístico de los datos electorales utilizando modelos sencillos de regresión, que cualquiera puede replicar descargando los datos del Ministerio del Interior en una hoja de cálculo, ofrece los siguientes resultados: 1. Existe una relación estadística muy significativa entre el porcentaje de votos totales válidos que obtiene el PSOE, por una parte, y el porcentaje de participación en las elecciones y el porcentaje de voto a IU, por la otra parte; un aumento de la participación electoral de un 1% causa un aumento del porcentaje de voto al PSOE del 0,6%, mientras que un aumento del porcentaje de voto a IU del 1% causa una disminución del porcentaje del voto al PSOE del 1%. 2. No existe ninguna relación estadística significativa entre el porcentaje de votos totales válidos que obtiene el PP y el porcentaje de participación en las elecciones. En román paladino, estos resultados quieren decir lo siguiente: con una participación lo suficientemente alta y con un voto a IU lo suficientemente bajo, el PSOE siempre ganará unas elecciones generales, haga lo que haga el PP. Esta “ley de hierro” fundamenta las afirmaciones y la equivalencia enunciadas en el primer párrafo de este artículo.

Con los parámetros mencionados en el párrafo anterior se puede construir una tabla de doble entrada para estimar el porcentaje del voto total al PSOE en función de la participación electoral y del porcentaje de voto a IU. Esta tabla, que, insisto, todo el mundo puede construirse, muestra que es improbable que el PSOE gane las elecciones de 2008 si el voto a IU se mantiene en el 4% y la participación cae por debajo del 71% (en 2004 fue el 76%). Si el voto a IU subiese al 6%, el PSOE necesitaría una participación del 74% o superior para ganar. Si bien una participación superior al 71% parece probable, una participación del 74% (coincidente con la media histórica) parece más difícil de conseguir. Este mismo tipo de tabla puede utilizarse para evaluar los efectos que tendría un gran aumento de la abstención en Cataluña, como resultado de la sensación de desgobierno que podrían tener los votantes de esa comunidad. Si la participación catalana cayese hasta el 64%, el mínimo histórico alcanzado en 2000, el PSC podría perder 3 o 4 escaños y entonces el PSOE necesitaría una participación mínima del 73% en el resto de España para seguir gobernando, algo que me parece complicado pero no imposible. No pueden descartarse participaciones inferiores al 64% en Cataluña. En este caso, el PSOE lo tendría muy difícil para ganar en 2008.

Para concluir, quiero recalcar que la metodología agregada y “de arriba abajo” usada en este artículo ignora aspectos tan importantes del proceso electoral como la Ley d’Hondt o la incorporación al censo de nuevas cohortes. Sin embargo, considero que es la mejor para obtener una visión de conjunto de la problemática electoral, que muchas veces se pierde en el análisis desagregado por circunscripciones. La izquierda volátil es un conjunto heterogéneo con pocos denominadores comunes, todos ellos negativos. Es común su rechazo frontal al PP y a todo lo que representa la derecha. Es común también su desdén hacia el PSOE, al que votan tapándose la nariz cuando le votan. Por lo razonado hasta aquí, el objetivo principal de una campaña electoral, de cualquier campaña electoral, en España debe ser para el PP que no vayan a votar los que le detestan y para el PSOE que acudan a las urnas los que le desprecian. ¿Son consistentes sus estrategias electorales con estos principios?

César Molinas es socio fundador de la consultora Multa Paucis.

EL PAÍS, 11/11/2007
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02 PM | 15 Nov

LA RUPTURA SUBVERSIVA DE LA DERECHA

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En contraste con el aspecto de registrador de la propiedad que le caracteriza, Mariano Rajoya dopta un tono desenfadado para excitar la risotadadel público.

 Consciente de la impaciencia que padecen sus seguidores, se propone alimentar su despecho y ridiculiza el consenso científico internacional sobre las nefastas consecuencias del cambio climático.

José María Aznar ya no es el dignatario abrumado de otro tiempo y con alegría ofrece a los suyos ingeniosos motivos de entusiasmo. Agasajado en Valladolid con la distinción de Bodeguero de Honor de la Academia del Vino, Aznar levanta su copa para consolar a los que están hartos del control gubernamental. Vamos a fumar, beber y conducir como nos plazca, dice en un alarde de campechano orgullo popular.

El diputado Vicente Martínez Pujalte, repantigado en su asiento, soporta con desgana la amonestación del presidente del Parlamento y levanta las cejas con asombro entre la hilaridad de sus compañeros de partido. Antes de abandonar el hemiciclo hace una última reverencia no sin advertir que volverá a deleitar a los suyos con esa figura tan arraigada en la tradición popular española: el gamberro vociferante y maleducado, ajeno al ridículo y la vergüenza que su presencia impone.

Con su apacible hábito cardenalicio, Jaime Mayor Oreja interviene en medio del barullo para recordarnos la sobremesa que en pleno franquismo unía a la familia alrededor del parchís.

Aunque estos episodios nacionales puedan parecer anécdotas chusqueras, rasgos de un carácter estentóreo, la irreflexiva concesión a un público nervioso o la nostalgia que desfigura la vulgar tiranía del régimen franquista, lo cierto es que pertenecen a una temeraria operación política.

El grave deterioro ocasionado al Tribunal Constitucional, mediante maniobras inconcebibles entre magistrados supuestamente investidos para interpretar el espíritu de la ley; los ataques que la radio de los obispos emite contra el rey Juan Carlos, exigiendo la abdicación del Monarca, y la marabunta de embusteros lanzada como una jauría contra los policías, fiscales y jueces que han investigado y juzgado los atentados del 11-M, son acciones orquestadas con la misma osadía.

Al principio podía parecer que la derecha, enojada por la derrota electoral de 2004, no hacía más que ejercer, con sus insidias, el derecho al pataleo y que al final se mostraría dispuesta a purgar su amargo disgusto. Pero pasado el tiempo, las embestidas de la derecha contra la Corona, el Poder Judicial, el Parlamento, las normas de la Dirección General de Tráfico, los estudios científicos sobre el cambio climático, las evidencias del sentido común y los requisitos dialécticos de la razón democrática, nos van descubriendo el alcance de la intrépida estrategia desplegada por el Partido Popular. No es que pretenda aprovechar los fallos del Gobierno socialista, ni dar forma al desagrado que la población española siente por el dislate autonómico, ni propiciar la corriente de simpatía ciudadana que haga factible una futura mayoría parlamentaria, tampoco intentará convencer a la opinión pública de las supuestas bondades de su programa. Pues a la derecha española ya no le interesa el arte de la política. Aunque eventualmente se vea obligada a manejar discursos en los que ya no cree, dedica sus energías a consolidar el fundamento ideológico que ha elegido como promesa y horizonte.

Entre otras urgencias, la instrucción doctrinal de la derecha define un doble plan. Por un lado, capitanear un movimiento antipolítico con las más tenaces presunciones de la ignorancia popular. Un estado de ánimo colectivo ensalzado por los brutos que celebran denostar lo que no entienden. Ya sea el cambio climático, cuya complejidad les asusta, o la sofisticación jurídica del derecho de gentes, cuya demora les irrita. El hábito de la sospecha difundido por los publicistas de la derecha a tal efecto ha sido una ejemplar manifestación de astucia. Pues el recelo que proponen como método de pensamiento será siempre irrefutable, inaccesible a la deliberación e impermeable al sentido moral de la duda razonable.

La segunda parte del plan de la derecha española es hacer cada día más agudo el desprestigio de las instituciones, contribuir como sea al deterioro de su imagen entre la ciudadanía y echar por tierra el arduo trabajo de restauración llevado a cabo en los tiempos de la Transición. En resumen, el objetivo de esta agitación populista es arrebatar a las instituciones del Estado su carisma y hacer irreconocible el pacto social implícito en su funcionamiento. Una liquidación simbólica que a su vez impulsará la corriente de opinión hostil al uso reflexivo de la razón ilustrada.

No es extraño que la pretensión irresponsable y belicosa de la derecha genere una corriente de estupor como no se había visto desde el estreno de la democracia. Hasta ahora lo sustancial del pacto constitucional ha consistido en compartir de buen grado las deficiencias del sistema y subsanarlas con la categoría política y profesional de los responsables de su buen gobierno. Una alianza de estabilidad que obligaba a las fuerzas políticas a disimular las insuficiencias del Estado -la escasa “independencia” de sus tres poderes, por ejemplo- mediante un acuerdo inteligente sellado para proteger el desarrollo democrático de la sociedad.

Que una de las fuerzas constitucionales haya decidido aprovecharse de las deficiencias a cuya custodia se había comprometido supone una ruptura en el paradigma elegido para gobernar España. Un quiebro que modifica la relación entre las fuerzas políticas y sociales de un país sorprendido e intrigado por la temeridad, la osadía y la intrepidez del principal partido de la oposición: el partido que deja en evidencia, con estrépito burlesco, las fallas del sistema constitucional, renuncia a la respetabilidad y adopta una impetuosa estrategia subversiva.

Esta actitud, sin embargo, no es fruto del capricho ni del oportunismo resentido. No influye en su origen la furia ofendida de los derrotados por las urnas ni la personalidad recalcitrante de su líder. La transformación de la derecha española procede de una reflexión ideológica sobre su dubitativa evolución, de una sincera meditación sobre el futuro de su acción política en el seno de unas instituciones reguladas por los artificios de la razón y de un profundo desengaño.

La primera gran decepción ha sido comprobar la caducidad de su creencia decimonónica, pues el Estado ya no es la cámara acorazada de los intereses que la derecha gestiona. En la segunda gran decepción se hunde después de contemplar el descomunal aparato legislativo y judicial que el Estado en Europa garantiza a sus ciudadanos y que la derecha debe administrar cuando gobierna.

Para la derecha más reaccionaria estas contrariedades sólo pueden significar una cosa: el progresivo aumento del control estatal sobre los negocios que afecten a los derechos de los ciudadanos. El rechazo escandalizado a la deriva “intervencionista” del Estado ha madurado gradualmente hasta convertirse en la más firme convicción de los actuales líderes del Partido Popular. Fue intuitiva y errática mientras careció de referencias tangibles, pero su trascendental encuentro con la poderosa corriente de los neocons anglosajones ha sido tan revelador como renovador. Orientada por esta decisiva influencia, la derecha española posee al fin el arrojo necesario para reconocer el estorbo de un Estado que argumenta las restricciones, consensúa los límites y aplica las leyes aprobadas mediante el uso de la razón.

La derecha reaccionaria globaliza este repudio y no por casualidad se ve secundada en su labor de agitación y propaganda por sus respectivos aliados religiosos: los predicadores televisivos en la América de Bush y los predicadores episcopales y radiofónicos en la España del PP.

Para sabotear al molesto Estado legislador no basta reventar sesiones parlamentarias con sonoras broncas o aprovechar maliciosamente el reglamento institucional. Para debilitar la autoridad de la razón hay que reinventar el odio a la Ilustración, propiciar a cualquier precio el retorno de los brujos, divulgar sus oscuras creencias y restaurar el caudal de supersticiones que enturbian el discernimiento.

Esta alianza de la derecha española con el poder religioso no es nueva, ciertamente, pero vuelve a ser imprescindible para escenificar la ruptura subversiva que su movimiento antipolítico proclama a los cuatro vientos.

Artículo publicado en: El País, 7 de noviembre de 2007. por Basilio Baltasar
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