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¿Y SI LA IZQUIERDA HA MUERTO?
Lo que no está tan claro es quiénes son los, las, protagonistas del argumento, dónde está el sujeto de la izquierda.
Rafael Azcona
Nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba el calzado adecuado. Logró el equilibrio perfecto entre la visión más tierna y desgraciada de la gente y su determinación fue inexorable hasta sus últimos días.Reproducimos el daguerrotipo de Manuel Vicent del diario El Pais.
Como muchos hombres enteros, que se definen por sus zapatos, Rafael Azcona los usaba muy resistentes, cómodos y apropiados para el barro, aunque los zapatos de Azcona eran de una marca especial: habían salido de fábrica preparados para no pisar ninguna mierda ni tener que meterse en charcos innecesarios. La calle, los bares, pensiones, fondas de estación, fiestas de pueblo, las bodas y entierros constituían su ruta natural, pero tampoco desdeñaba adentrarse en el laberinto de El Corte Inglés, adonde Azcona acudía a menudo, como quien va al acuario o al zoológico a estudiar el comportamiento de ciertos animales de clase media excitados ante un cúmulo de cacharros. Azcona tenía una mirada fotográfica y el oído extremadamente desarrollado para captar el sonido auténtico de las palabras que emite la gente subalterna cuando se mueve en su propio medio. Si nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba los zapatos adecuados. Siempre miraba dónde ponía el pie. Tal vez esa lección la había aprendido una noche oscura en Ibiza cuando volvía a casa en bicicleta después de una fiesta y llevado por la emoción poética le dio por levantar los ojos hacia las constelaciones y se dio un batacazo. Una y no más. Había que dejar las estrellas en su sitio allá arriba y poner la metafísica al nivel de las hormigas.
La Roma de los años sesenta le enseñó que a este mundo se había venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse
Rafael Azcona decía que la gran comedia en el cine italiano murió el día en que los guionistas se hicieron ricos y dejaron de ir en autobús. Dispuesto a no morir como creador, él despreció siempre el taxi e incluso el automóvil de los amigos que se ofrecían a llevarlo a casa a la salida del restaurante. Cuando a cada uno de los comensales el aparcacoches le acercaba el Audi, el Mercedes o el BMW, Azcona se despedía del grupo en la acera blandiendo con orgullo de resistente el bonobús de jubilado y se dirigía a la parada. En este sentido su determinación fue inexorable hasta sus últimos días. Parecía que le iba la vida con ello. Tal vez porque en su tiempo, en Logroño donde nació, los taxis se tomaban para cosas muy serias, casi siempre graves, por ejemplo, para ir a hacer testamento o para llevar a un familiar al hospital a operarse de vesícula o de algo peor.
Nunca contó un chiste, pero no decía nada que no fuera sorprendente y divertido. Nadie veía lo que él veía. Azcona tenía el don de convertir lo cotidiano en surrealista y por muy extraña que fuera su salida, al final llegabas a la conclusión de que tenía razón y que te acababa de mostrar el revés del espejo. Antes de volver a casa a pie o en autobús, en la sobremesa con los amigos, había desmitificado el amor, la patria, Dios, la iglesia, la política, el dinero, el ejército, los banqueros, los obispos, todo con ejemplos y datos concretos, inapelables, sin retórica alguna, sólo con la ayuda de un par de orujos. De ese río turbulento y embarrado que arrastra a personas, perros y enseres por la vida Azcona con su criba siempre sacaba una pepita de oro, que no era otra cosa que el placer de la carcajada. No tenía el gen de la envidia y le ponían muy nervioso los elogios. Enseguida cambiaba de conservación.
No creía en las grandes palabras. ¿El amor? El amor iguala al magnate y al fontanero. Si la doméstica desprecia al fontanero cuando va a una casa a desatascar el retrete su sufrimiento es idéntico al que experimenta el millonario si una modelo maravillosa lo desdeña. Y al revés. El placer sexual que procura la pasión amorosa nace de un calambre idéntico para ricos y pobres, porque si resulta que Bill Gates lo pasa mejor que uno cuando eyacula, habría que ir pensando en pegarse un tiro.
Rafael Azcona se quedó con las ganas de crear una asociación con todos los novios perjudicados por Frank Sinatra. Él veía que en un local a media luz los novios se acariciaban; de pronto sonaba la voz de Sinatra y las parejas se ponían tiernas, desprotegidas, a merced de su melodía y decidían casarse. Luego, una vez casados, volvían a poner el disco y ya no era lo mismo. Azcona creía que un buen abogado norteamericano le hubiera sacado una pasta al cantante, tan hormonal, por daños y perjuicios.
Un amor contrariado y el sueño de ser escritor lo trajo a Madrid. Después de velar las armas de la literatura en un peluche del café Gijón se empleó de contable en una carbonería; luego fue recepcionista en un hotel de mala muerte; vivió en una pensión de la plaza del Carmen especializada en opositores a Correos donde había una criada enana y una cocinera octogenaria. Un sastre le tomó medidas de su primer abrigo en una esquina de la Gran Vía y allí mismo le hacía las pruebas al aire libre durante varias semanas. El amor contrariado que había dejado en Logroño le propició los primeros versos que recitó en las justas del café Varela a cambio de que no le obligaran a consumir ni un café con leche y le dieran el agua gratis. Dormía la siesta en el Comercial con una servilleta tapándole la cara y pese a todo odiaba la bohemia. Mingote lo llevó a La Codorniz y Azcona un día rompió a escribir novelas de humor negro, con un talante personal que nunca perdió.
Pertenecía a la generación de los años cincuenta, en compañía de Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos. Eran escritores de vino tinto servido en vaso chato en los mostradores siempre mojados de las tabernas madrileñas. Después de pasar por La Codorniz, Rafael Azcona estaba destinado a alimentar el realismo social y sin llegar a exaltar la berza como estandarte, sus escritos se llenaron de gente de un costumbrismo de pensión, de funcionarios derrotados, de chicas llenas de amor melancólico, pero un día vino a rescatarlo Marco Ferreri y se lo llevó a Italia.
Antes, en la Ibiza de los años cincuenta, donde recaló junto con las primeras aves del paraíso, Azcona descubrió que allí bastaba con ponerse un foulard para que te admitieran en cualquier fiesta, pero la Roma de los años sesenta le enseñó que a este mundo se había venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse, como sucedía en España. En Roma nadie hablaba del bien morir. Allí se educaba a la gente para vivir lo mejor posible. En cambio, durante años la enseñanza en España estaba encaminada a que uno fuera al cielo y el camino más recto era no haber disfrutado nada en este mundo y haber recibido la extremaución con la bendición apostólica.
Hay alimentos que son proteína pura, sin grasa, excipientes ni colorantes. Ése era Rafael Azcona, un tipo que había logrado ese equilibrio perfecto entre la visión más tierna y desgraciada de la gente, su despecho, su compasión y su inalterable rigor. Un día supimos que estaba gravemente enfermo. Con la muerte soplándole la nuca acudía a la cita con sus amigos en el restaurante. No perdió nunca su alegría descarnada. Y al final ejecutó su última obra maestra. La muerte es una cosa muy obscena y las pompas fúnebres una muestra macabra de mal gusto. Una voz nos comunicó que Azcona había muerto cuando ya estaba incinerado. Su ideal había sido morir lo más tarde posible, en perfecto estado de salud, en la cama, dormido, y sin ningún problema. Sin dar con su cadáver tres cuartos al pregonero. Llevó bien la corta enfermedad. El médico dijo que sólo le sobraron ocho días. Hasta ese momento en la cama estuvo escribiendo un guión que trataba de gente de la calle, tributable, anónima, feliz a ratos y siempre derrotada. Una historia más de sus criaturas.
Lección de historia con lobos
Hay que saber mucho cine para poder hacer un documental como El abogado del terror. Hay que saber mucha historia para tener el talento de contarla sin perderse. Hay que tener una cultura inagotable para ser capaz de mezclar en una sala de montaje un material que le deje al espectador literalmente traspuesto, y sin que se utilice en ningún momento voz en off, el habitual comentario rotundo que convierte la inmensa mayoría de los documentales en sucedáneos del National Geographic. Hay que poseer el bagaje cinematográfico de Barbet Schroeder para construir una auténtica obra maestra del cine sobre lobos. Lobos de dos patas, criminales de la Revolución y del Estado, indisolublemente unidos por algo tan evidente como el modo de hacer, el modo de vivir, el modo de matar, el modo de justificar el crimen.
Llevo dos semanas dándole vueltas a este documental espeluznante y esclarecedor, que no sólo recomiendo sino que debería convertirse en un tema de debate para varias generaciones -empezando por la mía- que vivieron la dialéctica salvaje de salvar la humanidad y esclavizarla. Esa argamasa que ha constituido el tejido de nuestros sueños más ambiciosos y más crueles, porque con esa pasta que embadurnábamos nuestros deseos figuraba el amor -para qué negarlo- pero también la brutalidad, esa antesala del crimen.
Estamos hablando de las buenas intenciones de un asesinato, o de dos, o de una clase social, o de varias, hasta llegar al ridículo de no saber si defendimos la transformación de la sociedad o fuimos esos cándidos personajes, tan implacables como secundarios, que aparecen en las obras de Shakespeare, casi para hacer reír en los momentos en que la tensión teatral resulta insoportable.
El filme El abogado del terror, de Barbet Schroeder, que se acaba de estrenar en España y que volará pronto de las carteleras -un cine y una sesión en Barcelona, un cine y dos sesiones en Madrid- porque las gentes que dicen saber de esto y viven de ello consideran que ese es cine para gente muy especial, que apenas da un duro para que les hagan la corte publicitaria. En la historia del cine, más aún que en la historia de la literatura, lo mejor lo saca el tiempo y lo redime del fracaso ante críticos y espectadores. Fíjense que si digo “se estrena en España”, debo preguntar luego: ¿dónde se estrenan las películas en España? ¿En Madrid y Barcelona? Me consta que la inmensa mayoría de las ciudades españolas ya no tiene cines, fuera de esos galpones para ganado familiar de fin de semana, junto a los abrevaderos del consumo de masas. El cine convierte en casi imposible la artesanía y la empresa familiar. Pero de vez en cuando aparece algo así y hay que precipitarse en el elogio y el entusiasmo porque no se trata de esos ejercicios de fin de carrera -esa abrumadora pesadez de los jóvenes cinéfilos- y estamos ante algo grande y realizado con los limitados medios de un género tan manido y difícil como el documental.
El protagonista principal del filme de Schroeder es un gran abogado parisino -Jacques Vergès- que en España no sonará mucho porque nunca, que yo sepa, tuvo relación alguna con nadie de aquí y hasta me temo que no debió pisar este país nunca, como no fuera alguna sala de aeropuerto. Sin embargo se le publicó apenas muerto Franco, cuando salían del armario los radicales irredentos; aún conservo la edición de Anagrama del año 76 de La estrategia judicial de los procesos políticos,donde se puede leer la sentencia que abre el libro: “El aparato estatal formado por el ejército, la policía y la justicia es el instrumento mediante el cual una clase oprime a otra”. Firmado, Mao Tse Tung. El mundo de Vergès no era precisamente el nuestro. Hijo de un francés de la isla Reunión y de una vietnamita, discreto sólo de estatura, ojillos vivos enmarcados en aquellas gafas redondas que pretendían definir una concepción del mundo. Osado y soberbio hasta la fatuidad, siempre se sintió un producto exquisito y colonial que debía mostrar al país más autocomplaciente del mundo -Francia inventó el “chovinismo”- que eran tan viles, desalmados, explotadores e imperialistas como cualquier otra sociedad occidental con intereses coloniales.
La trayectoria de este letrado imaginativo e implacable empieza con el terrorismo independentista argelino, al que defenderá en un juicio que se habría de convertir en leyenda de ese mundo tan cargado de mitos y escaso de futuros. Incluso acabará casándose con una leyenda del mundo árabe, la terrorista Djamila Bouried, condenada a muerte por el Estado francés, a la que Vergès, en su condición de abogado y gran manejador de los medios, conseguirá salvar la vida. Djamila Bouried y su odisea, no más sangrienta y criminal que la de Menahem Begin, en el otro lado de la barricada, que llegaría a primer ministro del Estado de Israel e incluso a premio Nobel de la Paz. Se podría decir que en casi todos los vericuetos terroristas de los movimientos palestinos de los años sesenta y setenta, tienen como letrado, intermediario y cómplice a Jacques Vergès. Y luego con Mao Tse Tung en China y Pol Pot en Camboya, y la colección de tiranos árabes supuestamente socialistas. Allí donde había un combate contra el sionismo estaba Vergès, que se llegó a convertir al islam y dejó de comer cerdo y otras golosinas, pero por poco tiempo. Luego siguió con los restos internacionales de la Baader Meinhof, y con ese espécimen singularísimo del género lobo, Ilich Ramírez Sánchez, venezolano, más conocido como Carlos; su relato, sus descripciones, su atropellada manera de hablar un francés utilitario como una “9 Largo”, en conversación telefónica desde la prisión donde cumple la perpetua, dejan al espectador en un estado de perplejidad absoluto, como si de pronto uno escuchara la voz de un Conde Drácula real, arrogante, locuaz y deslenguado. No es la banalidad del mal, de la que hablaba Hanna Arendt, sino la presunción del killer. Probablemente esa sería la manera de enfocar el asesinato político de aquel Netchaev, hoy tan olvidado y sin embargo tan presente; fue el primero que construyó una ética del terrorista como lobo sanguinario y filantrópico.
Ninguna actriz sería capaz de hacer tan naturalmente el papel que interpreta la antigua terrorista alemana Magdalena Kopp, contando su propia vida y su experiencia amorosa y frustrada con Jacques Vergès. Es un momento cenital, en el que realidad y representación convergen y dan un resultado inhumano de puro sencillo. Cualquiera al oírla podría pensar que estamos ante una historia de gentes comunes, asaeteadas por la vida, cuando de lo que se trata es de genéricos de la especie lobo, dispuestos a matar por una idea, la primera que les viene a la cabeza; después de tantos años pensando que sólo eran capaces de morir por ella. Una diferencia notable, la de ser capaz de morir, a considerar que es imprescindible matar. Cualitativa, que decían los dialécticos. Y siempre ahí está Vergès con su puro habano a medio fumar, como si moviera la batuta de un jefe de orquesta corrigiendo las deficiencias de los músicos del foso.
Y como traca final, el gran sarcasmo. Defender a un criminal en su grado superlativo. Klaus Barbie, la hiena de Lyon, el hombre que torturó y asesinó a hombres, mujeres y niños en la Francia ocupada. Como en una exhibición del túnel de los horrores van apareciendo unos tipos amables, hasta simpáticos, buenos narradores de sus propias mentiras, que cuentan con la mayor normalidad cómo hicieron o mandaron hacer tal o cual cosa, sin perder el ritmo ni alterarse. Como buenos representantes del género lobo. Y nos están contando una historia con la sencillez de una lección de alta política, como aquellos profesionales de la antropología que son capaces de desvelar todos los secretos de una mansión a partir de una detallada relación de lo que va en la bolsa de la basura. No cabe la simplificación. No es un trepador social, tampoco un revolucionario, ni un vulgar cómplice del terror. Es mucho más, es un abogado que demuestra que la ley es un trampa construida por los poderosos, que en ocasiones se les enreda en las patas del lobo y les hace temblar. No de vergüenza, como podría ser el caso, sino de miedo, quizá de complicidad.
Artículo publicado en la Vanguardia el 1 de noviembre de 2008 por Gregorio Moran
La crueldad de Dante
La decisión del presidente Obama de dar a conocer los documentos sobre las prácticas interrogatorias de Guantánamo y Abu Ghraib y, al mismo tiempo, no ordenar la investigación de quienes llevaron a cabo tales prácticas, me recordó un caso bien anterior, en el que el sistema legal es también utilizado para justificar la tortura, y en el cual el torturador tampoco es condenado por sus acciones. Ocurre casi al final del viaje al infierno de Dante, en el Canto XXXII de su Comedia.
No puede haber seguridad en una sociedad que rehúsa investigar y condenar actos de tortura
Siguiendo a Virgilio por los varios círculos infernales, Dante llega al lago glacial en el que las almas de los traidores son presas hasta el cuello en el hielo. Entre las terribles cabezas que gritan y maldicen, Dante cree reconocer la de un cierto Bocca degli Abati, culpable de haber traicionado a los suyos y haberse aliado al enemigo. Dante pide a la inclinada cabeza que le diga su nombre y, como es ya su costumbre a lo largo del mágico descenso, promete al pecador fama póstuma en sus versos cuando vuelva al mundo de los vivos. Bocca le contesta que lo que desea es precisamente lo contrario, y le dice a Dante que se vaya y no lo fastidie más.
Furioso ante el insulto, Dante coge a Bocca por el pescuezo y le dice que, a menos que confiese su nombre, le arrancará cada pelo de la cabeza. “Aún si me dejases calvo”, le contesta el desdichado, “no te diría quien soy, no te mostraría mi cara/ aunque mil veces me azotases”. Entonces Dante le arranca “otro puñado de pelo”, haciendo que Bocca lance aullidos de dolor. Mientras tanto, Virgilio, encargado por la voluntad divina de guiar al poeta, observa y guarda silencio.
Podemos interpretar ese silencio de Virgilio como aprobación. Varios círculos antes, en el Canto VIII, cuando los dos poetas navegan a través del Río Estigio, Dante, viendo cómo uno de los condenados se alza de las aguas inmundas, le pregunta, como siempre, de quién se trata. El alma pecaminosa no le da su nombre, sólo le dice que es “uno que llora” y Dante, sin conmoverse, lo maldice ferozmente. Virgilio, sonriente, toma a Dante en sus brazos y lo alaba con las palabras que San Lucas usó para alabar a Cristo. Entonces Dante, alentado por la reacción de su maestro, le dice que nada le daría mayor placer que ver al condenado volver a hundirse en el fango atroz. Virgilio le dice que así ocurrirá, y el episodio concluye con Dante agradeciendo a Dios la concesión de su deseo.
A través de los siglos, los comentadores de Dante han intentado justificar estos actos como ejemplos de “noble indignación” u “honorable cólera”, que no es un pecado como la ira (según Santo Tomás de Aquino, uno de las fuentes intelectuales de Dante), sino una virtud nacida de una “causa justa”. El problema, claro está, reside en la lectura del adjetivo “justo”. En el caso de Dante, “justo” se refiere a su comprensión de la incuestionable justicia de Dios. Sentir compasión por los condenados es “injusto” porque significa oponerse a la imponderable voluntad divina.
Tan sólo tres cantos antes, Dante cae desmayado de piedad cuando el alma de Francesca, condenada a girar para siempre en el vendaval que castiga la lujuria, le cuenta su triste caso. Pero ahora, más avanzado en su ejemplar descenso, Dante ha perdido su flaqueza sentimental y su fe en la autoridad es más robusta.
Según la teología dantesca, el sistema legal impuesto por Dios no puede ser tachado ni de erróneo ni de cruel; por lo tanto, todo lo que decrete debe ser “justo” aun cuando se halle más allá del entendimiento humano. Las acciones de Dante -la tortura deliberada del prisionero preso en el hielo, su sórdido deseo de ver al otro prisionero ahogarse en el lodo- deben ser entendidas (dicen los comentadores) como una humilde obediencia a la Ley y a una incuestionable Autoridad Mayor.
Un argumento similar es propuesto hoy en día por quienes argumentan contra la investigación y condena de los torturadores. Y sin embargo, habrá pocos lectores de Dante que no sientan, al leer esos pasajes infernales, un mal sabor de boca. Quizás sea porque, si la justificación de la aparente crueldad dantesca yace en la naturaleza de la voluntad divina, entonces, en lugar de sentir que las acciones de Dante son redimidas por la fe, el lector siente que la fe es envilecida por las acciones de Dante.
De la misma manera, el implícito perdón a los torturadores, sólo porque los abusos ocurrieron en un pasado inmutable y bajo la autoridad y ley de otra administración, en lugar de alimentar la fe en la política del Gobierno actual, la envilece. Peor aún: tácitamente aceptada por la Administración de Obama, la vieja excusa de “sólo obedecí las órdenes” adquirirá renovado crédito y servirá de antecedente para futuras exoneraciones.
G. K. Chesterton dijo alguna vez: “Obviamente, no puede haber seguridad en una sociedad en la que el comentario de un juez de la Corte Suprema, diciendo que asesinar está mal, sea visto como un epigrama original y deslumbrante”. Lo mismo puede decirse de una sociedad que, bajo no importa qué circunstancias, rehúsa investigar y condenar infames actos de tortura.
Alberto Manguel es escritor y crítico literario argentino.