Un hombre y una mujer atraviesan la noche como si no hubiera un mañana. Vienen de perder el amor y se entregan al momento presente, a la copa de vino rebosante en el vaso de cristal. Son dos seres tambaleantes, que huyen de sí mismos y van de tasca en tasca para desentrañarse. Él es Enrique Irazoqui, barcelonés, nacido en 1944, con experiencia en el cine italiano tras encarnar a Jesús de Nazaret en El evangelio según San Mateo de Pasolini. Ella, apodada la viajera, es Serena Vergano, actriz italiana, milanesa para más señas, a la que el cineasta Alberto Lattuada descubrió cuando era una adolescente. Ahora vive en Barcelona tras enamorarse del arquitecto Ricardo Boffil, durante el rodaje de El conde Sandor en cuyo reparto figuraba Paco Rabal.
La película a la que me refiero se tituló Noche de vino tinto y arrancaba con este texto fijado a la pantalla: En cada mujer, están todas las mujeres. Aquella cinta venía firmada por un cineasta portugués, José María Nunes, que había nacido en Faro en 1930, el mismo año que nació mi padre, aunque esto pueda tener escaso valor para el lector de estas líneas. Para mí lo tiene, evidentemente, porque los natalicios y las fechas importan.
Noche de vino tinto era una muestra muy estimulante del cine de la llamada Escuela de Barcelona, inspirado en la modernidad cinematográfica que impulsó la Nouvelle Vague. Serena Vergano se convirtió en una de las presencias fundamentales de aquel cine, en uno de los rostros femeninos de la modernidad. Noche de vino tinto no puede explicarse sin ella, desde el mismo momento en el que la cámara la escruta en un apartamento donde espera infructuosamente a alguien con el que se ha citado. Se quita las botas, se desviste, se peina, se recoge el cabello. Todo ello con el uso de la elipsis como recurso cinematográfico.
El tiempo pasa y la cita se desmorona. Intuimos, entre los objetos del apartamento, un disco de Narciso Yepes. Nunes envuelve la espera con una música machacona. También advertimos la desesperación creciente del personaje que interpreta la actriz italiana. La historia de su amor ha terminado. A retazos, y en flashback, Nunes aporta detalles de esa relación extinguida. Serena, es decir su personaje, deja el apartamento del encuentro furtivo. Y busca en la noche una respuesta a la desolación. Enseguida va a encontrarse con otro ser a la deriva, al que interpreta Enrique Irazoqui. Los dos van a iniciar un viaje por el corazón de la noche barcelonesa, de tasca en tasca, con el vino rebosante en la copa de cristal.
Cuando ya la enfermedad le había dado su primer, siniestro zarpazo, Joaquim Jordà nos sorprendió a todos con lo único que jamás esperamos de él: se puso en manos de un chamán mexicano y de una bruja de Toulouse para que intentaran paliar sus males. Así era, así fue: imprevisible, siempre dispuesto a probar; a contramano de todos y de (casi) todo.
Lo cierto es que cuando nació, en el seno de una familia muy pudiente (era hijo de un notario falangista, jefe provincial del Movimiento en la provincia de Girona) a la que quiso poco, nada hacía prever los derroteros que tomó su vida: militante comunista clandestino desde sus tiempos en la universidad, estudiante de cine en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas y principal ideólogo de la autoproclamada Escuela de Barcelona (EdB), Jordà fue un hombre de su tiempo, interrogador, siempre molesto para cualquier poder establecido, incluido el de sus propios amigos convertidos, en democracia, en gestores de lo público.
Debutó en el cine como guionista de oficio, pero su primer trabajo importante fue un filme, rodado al alimón con otro ilustre desaparecido, Jacinto Esteva, Dante no es únicamente severo (1967), verdadero manifiesto de la EdB, hoy prácticamente invisible y tan desconocido como buena parte de su obra de entonces, que incluye desde filmes militantes rodados en el extranjero (Portogallo, paese tranquillo, 1969, en Portugal; Lenin vivo, 1970, en Italia, entre otros) hasta una ingente obra como traductor.
El jueves,18 de septiembre, asistimos en la Casa de Cultura a la proyección de «Léolo», de Jean Claude Lauzon. Se ha repuesto en los cines Renoir de Madrid el pasado mes de agosto de 2025, y ahora hemos podido verla aquí, en S.L. De El Escorial.
Esta película estrenada en el año 1992 es un acontecimiento, una manera de disfrutar del cine que va más allá de lo convencional, tanto por el lugar donde la hemos visto, como por la película misma.
Sirva de acompañamiento a lo anterior, unas palabras de nuestro admirado y denostado, por igual, Carlos Boyero. En una entrevista de 2008 dice: «Es de las experiencias más fuertes que he tenido en una sala de cine. «Léolo» no se parece a nada, es la poesía más desgarrada hecha cine».
Conviene saber que el guion de «Léolo» está basado en una libérrima adaptación de la novela «El valle de los avasallados», de Réjean Ducharme, autor quebequés.
La novela trata de “una niña prodigio, disertadora, políglota, actriz, intérprete de diversos instrumentos, bailarina, experta en montar y desmontar armas de un solo vistazo. Desgraciada, lúcida, destinada al suicidio o dispuesta a envejecer… Pero la edición es un puñetero desastre. Un desastre mayúsculo. ¡Un tsunami en la imprenta! ¡El apocalipsis bibliográfico! ¡El Doctor Hyde de Guttemberg! ¡Gadafi revisando galeradas!» Nos dice «alguien» en su crítica de la novela en la revista digital «Un libro al día».
Hay algunos ecos en la descripción de la niña protagonista de «L’avalée des avalés» que se escuchan en el personaje de Léolo.
Hace 30 años que un inolvidable personaje cinematográfico, de nombre Leólo, descubría la poesía y decidía que Italia era demasiado bonita como para pertenecer solo a los italianos, que la frente de su amada se extendía hasta el día siguiente de su barbilla y, lo más importante: que porque soñaba, él no lo estaba. Que no estaba loco, o sea. Y esto lo aclaro para quien no haya tenido aún el privilegio de gozar de la segunda y, a la par, última obra del malogrado Jean-Claude Lauzon, fallecido ahora hace 25 años.
El cineasta canadiense decidió despreciar entonces la frecuentemente aborrecible lógica del público al inyectar en sus venas el veneno de lo poético. Léolo brotó en las pantallas de medio mundo con la misma violencia con que una cinta de celuloide oxidado rebanaría el cuello de la vulgaridad, salpicando el patio de butacas con espumillón de sangre, desordenando los cánones cinematográficos y desorientando a los críticos asalariados y a los espectadores acomodados.
Muchos, quizás demasiados, han intentado desentrañar por escrito lo que no podría explicarse más que arrancándonos el corazón y mostrándolo a aquel que pretenda apresar con palabras cada uno de los pequeños milagros que se esconden en esta inolvidable película. Porque Léolo habita el flujo sanguíneo de todos los que, alguna vez, soñamos que la vida puede organizarse con el desorden de belleza y transgresión de la poesía.
‘Léolo’ habita la sangre de todos los que, alguna vez, soñamos que la vida puede organizarse con la transgresión de la poesía
En Léolo asistimos al nacimiento, esplendor e inmolación de un novísimo Rimbaud de la vida: un niño al que solo llaman Leo Lauzon aquellos que no pueden creer más que en su propia verdad. Un crío engendrado por un tomate siciliano y expuesto al sufrimiento de la dieta de vitaminas e inodoro a que le somete su familia; un joven que descansa el flujo vario de sus pensamientos entre los enormes pechos de una progenitora que con la fuerza de un gran barco navega un océano enfermo; un chaval que escucha la gloria quebrada de Jacques Brel en los surcos de un vinilo al que le falta un pedazo de negra melancolía; un poeta que desordena la vida a su alrededor y precisa de alguien que rescate sus palabras para que podamos apropiarnos de la gloria de su certeza; un retoño de aquel Rimbaud, ya digo, que embadurnara también el subconsciente frenopático del Leopoldo María Panero que, aún infante, ya se preguntaba «cuando se apaga la luz… ¿a dónde va lo claro?»; una criatura, al fin, que decide enfrentar la duda que nos asalta a no pocos de los que juntamos palabras: ¿escribir para enloquecer o enloquecer para escribir? Afortunadamente, Léolo nos da la clave: «Porque sueño, yo no lo estoy». Y nos hace comprender que incluso en la más execrable podredumbre puede germinar la floresta locuaz y homicida de la belleza. Y es que Léolo fue criticada por grotesca, desagradable y de mal gusto.