03 PM | 07 Sep

¿QUE CABE,PUES,HACER?

EL HOMBRE CORDERO 1VICTOR GÓMEZ PIN

CATEDRÁTICO FILOSOFÎA

UNIVERSITAT AUTÓNOMA DE BARCELONA

 

 

Ciertamente, la acción efectiva de los hombres no siempre se corresponde con las máximas de comportamiento que ellos mismos se habían impuesto. En ocasiones, esta discordancia está motivada por la ausencia de entereza para asumir el precio personal de la fidelidad a las convicciones e incluso por el mero oportunismo. Pero es bien sabido que, a veces, la disparidad no resulta de cobardía o interés egoísta, sino de una polaridad entre el proyecto subjetivo originario y un segundo imperativo moral, derivado de circunstancias que escapan al control del sujeto. Interno desgarro característico de la tragedia clásica al que recientemente se han visto sometidos los protagonistas políticos del actual Gobierno heleno.

 

Quienes no tenemos acceso directo a lo que ocurre entre bastidores en la representación político-financiera, a la hora de interpretar la realidad social nos guiamos por la información que nos deparan ciertos analistas que han merecido nuestra confianza. Tal era exactamente mi caso cuando intentaba esbozar alguna hipótesis sobre lo que estaba en juego en el conflicto de los últimos meses en Grecia. El número de agosto de Le Monde diplomatique en español no constituye un monográfico sobre Grecia, pero la confluencia de una serie de artículos evocadores de esa tremenda batalla le confieren casi ese carácter, haciéndose trasparente que la cuestión interpela en general a los que han apostado por el proyecto de la Europa comunitaria, e incluso hace que se interroguen los que acuden a las urnas con el sentimiento de que su voto tiene, efectivamente, un potencial transformador.

 

En efecto: desde el estremecedor relato de las negociaciones en Bruselas por el ex ministro Yanis Varoufakis hasta la descripción por Serge Halimi de la “Europa que ya no queremos”, pasando por la colección de citas de Renauld Lambert, sintetizadas en una impúdica frase del Financial Times, para quien la reducción de la resistencia griega demuestra que “el sistema ha sido capaz de absorber el virus”, o la descripción por Ignacio Ramonet del “paseo de Canossa” al que sus teóricos “interpares” (¿qué paridad existe entre el reo y los pregoneros de lo ajustado de la sentencia?) condujeron a Tsipras; pocas veces de un periódico ha emergido con tal implacable rigor la interrogación relativa a si “salvo sobre cuestiones secundarias, realmente debemos seguir convocando elecciones en la zona euro e incluso en el conjunto de la unión europea” (Bernard Cassen).

 

He aquí una escena que movería a una respuesta negativa: durante una reunión del Eurogrupo celebrada en febrero tras una intervención relativamente conciliadora del Ministro de Finanzas francés, su colega alemán habría tomado inmediatamente la palabra para exclamar que “no se puede dejar que unas elecciones cambien cualquier cosa”. Las elecciones eran precisamente las que, entonces muy recientes, habían llevado a Syriza al gobierno y el “cualquier cosa” eran razonables propuestas que estaban en el programa electoral de la formación. La anécdota ilustra suficientemente la jerarquía de valores que rige en el Eurogrupo, así como la relación de fuerzas imperante, dando motivos para la inquietante pregunta de Bernard Cassen.

 

El lector recuerda quizás Senderos de gloria, estremecedora película de Stanley Kubrik: tras el fracaso en la toma de una posición sin verdadero interés estratégico pero que servía para justificar la prosecución de una guerra que significaba, de hecho, la ruina de Europa, tres soldados franceses son conducidos al pelotón de fusilamiento ante la impotencia del oficial defensor Dax, consciente de que la condena es exclusivamente para poner en guardia, pour l’exemple. Pues bien, Renaud Lambert recoge estas palabras de Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, en el Financial Times: “Más que el contagio financiero de la crisis griega, es el riesgo de contagio ideológico o político lo que me preocupa”.

 

En el film de Kubrik, el malestar del defensor (protagonizado por Kirk Douglas) por su fracaso quiere ser aliviado con una promoción que Dax rechaza, dando pruebas de una decencia y de una entereza totalmente ajenas a los pretendidos defensores en Bruselas de una actitud flexible: tras una de las reuniones cuyo resultado para los griegos fue una estricta llamada a rendirse, un miembro de alto rango de la delegación francesa se dirige al Ministro heleno excusándose por su pusilánime actitud con el argumento de que “ Francia ya no es lo que era”. Desde luego, el general de Gaulle (por mencionar a un francés conservador) nunca hubiera podido imaginar que los delegados franceses emularían a sus colegas españoles en el papel de palanganeros, que, una vez realizado el trabajo, son felicitados e invitados a relajarse con un cóctel.

 

Pero el cáliz de los dirigentes de Syriza está aún lejos de ser colmado, pues hay otros aspectos de esta reducción de un político del temple de Tsipras que, como decía, nos conciernen como europeos. “No se puede cocinar con guantes blancos” dice un policía de Balzac para justificar los “excesos” con los detenidos… el sacrificio de pruritos morales formaría parte del oficio. Lo terrible es que los responsables políticos que alcanzan el poder pueden llegar a la misma conclusión, animados ante la idea de cambiar un orden social que, simplemente, constituye una máquina de deshumanización: las negociaciones entre Grecia y sus jueces prosiguen al tiempo que, en una isla repleta de turistas, los aspirantes a entrar en Europa se resisten a su concentración en un estadio y, ante la impotencia de la policía local, se piden a Atenas refuerzos antidisturbios. Con certeza, la política migratoria comunitaria repugna profundamente a los dirigentes de Syriza, pero de negarse a seguirla (por ejemplo, dando libre paso a estas personas cuyo objetivo no es permanecer en Grecia), las represalias serían tremendas e inmediatas. Y ello se extiende a otros aspectos, de tal manera que los amenazados de Grexit, de no llegar a ser efectivamente expulsados, han de asumir como propia una política exterior y de defensa no sólo a veces contraria a sus intereses sino, asimismo, al ideario político defendido. Ciertamente, no estamos en la Europa de esa guerra en la que “al llegar la primavera, ya sólo florecen tumbas”, pero ni siquiera es de recibo el tópico de que la Unión Europea ha sido la vía de superación de las guerras. Aparte de las puntuales que se han dado en el propio continente, ¿podemos considerar como exterior a Europa la guerra desencadenada por Sarkozy en Libia? Se intentó justificar la intervención con toda clase de pretextos morales no verificables, que no lograron tapar algún hecho incontestable: Libia daba a Francia la ocasión de mostrar la potencia destructora de los aviones Rafale (en dura competencia entonces con los llamados Euro-fighter), los cuales, adquiridos por una cifra descomunal, hoy exhibe con orgullo el restaurado régimen militar egipcio. La guerra simplemente se ha desplazado a la periferia, guerra explícita a escasa distancia de Italia, mas también guerra implícita en esas escenas tremendas en las fronteras griegas o húngaras, y violencia implícita tras esa imagen de inmigrantes reducidos a una existencia marginal, sin relación con la población del país, condenados a vivir de la venta de baratijas a los pies de la torre Eiffel o en el puente del llamado Maremagnum de Barcelona, canalizada su inteligencia a la cotidiana tarea de urdir tretas para escapar a los cercos policíacos: “no es la mercancía, es la vida”, declaraba un senegalés tras el incidente que costó la vida a uno de sus compatriotas que huía de los Mossos en Salou.

 

De todo esto se sigue la absoluta pertinencia de la interrogación de Bernard Cassen que, por mi parte, ahora radicalizo: la cuestión no es ya la de si merece la pena, con mayor o menor escepticismo ir a votar, sino la de si es moralmente lícito seguir haciéndolo. En concreto, los que hemos votado a proyectos como el de Alexis Tsipras o Ada Colau nos vemos forzados a preguntarnos si la coherencia con la apuesta regeneradora que ambos encarnaban no pasa más bien por apartarse de las urnas. Y, desde luego, esta duda no viene en absoluto motivada por algún tipo de decepción sobre la actitud subjetiva del mandatario griego (o, entre nosotros, de Ada Colau). Al contrario, tengo el sentimiento de que Tsipras, puesto en la alternativa de elegir entre la sumisión o el sacrificio de su pueblo, en la alternativa de hincar la rodilla o mostrarse gallardo… con los cuerpos de sus compatriotas en línea de fuego, eligió noblemente lo primero. Se trata de la terrible impresión de que en las escenas del 13 de julio en Bruselas, el Tsipras “herido, derrotado, humillado”, el Tsipras obligado a “renunciar a su programa de liberación por el cual acababa de ser ratificado ante su pueblo mediante referéndum”, constituía efectivamente ese “Ecce homo” evocado por Ignacio Ramonet, abrumado por el peso de la sentencia y cuya caída en genuflexión era espejo veraz de todos los que, con su “no” en el referéndum, habían apostado por la fuerza del voto, es decir, habían confiado en el poder transformador de la palabra.

 

Y en todo esto el tedioso, por mil veces reiterado, recurso consistente en lanzar el anatema sobre Alemania. Me separo en este punto de algunos de los analistas que aquí evoco. Hay peligro de que (para perezoso consumo de los europeos meridionales pero también de los ciudadanos franceses) Alemania sea erigida en sujeto colectivo de una voluntad consciente de opresión de los países del Sur. Tras la caída del Muro de Berlín, Pierre Aubenque, el gran intérprete francés de Aristóteles y ex decano de la Facultad de Filosofía de Hamburgo –y no precisamente un “rojo”–, se quejaba de que una de las consecuencias del repudio de todo análisis marxista era que el fenómeno del nacionalsocialismo ya no era contemplado como expresión de una inevitable deriva del capitalismo en crisis, deriva que se traducía en las diferentes modalidades de autoritarismo fascista (pétainisme, franquismo, etcétera), sino como la manifestación de un intrínseco rasgo de carácter de los alemanes. En ausencia de razones explicativas, comunes a otros fenómenos, el nazismo se erigía así en mal sin causa, es decir, en mal absoluto. Con las obvias cautelas cabe decir que algo análogo está ocurriendo de nuevo.

 

Y mucho cuidado en este asunto, pues si el sentimiento despectivo hacia el Sur ha retornado en el imaginario europeo, respecto a Alemania se empieza a utilizar la palabra odio. No se le escapa la trascendencia de este hecho a Serge Halimi, que evoca las palabras de Wolfang Streek en este mismo periódico: “En los países mediterráneos y en cierta medida en Francia se odia a Alemania más que nunca desde 1945”. Hace ya un tiempo, yo mismo me sorprendía de una declaración del economista alemán Hans Werner Sinn, según el cual, “nunca como ahora hubo tanto odio en el seno de Europa”.

 

¿Nunca tanto odio? Sin duda, esto es exagerado, pero es cierto que se incrementan las causas sociales de la frustración y, por tanto, de una potencial animadversión que roza el odio; complementada con el estereotipo simétrico que, con relación a los griegos, saliva en Alemania tanto irresponsable: un norte de Europa sobrio y trabajador contra un sur despilfarrador y holgazán… monótona cantinela que se escucha entre los ciudadanos del Véneto, los de Valonia y un largo etcétera. Todo el mundo puede encontrar a su sureño, el cual, en caso de ser inmigrante tiende a ser considerado intrínsecamente indigente, enfermo y contaminante; pero también para casi todo el mundo hay a la vista un nórdico de quien se enfatiza la pretendida altivez intrínseca y hasta el totalitarismo innato, pues la canalización de la propia frustración hacia el otro es la vía adamantina para impedir que se restaure el objetivo de apuntar a la auténtica matriz del mal.

 

Ha habido momentos de mayor desprecio y también de mayor odio pero, en todo caso, la dosis de ambos re-sentimientos es ya demasiado alta en el seno de esa entidad, hoy por hoy quebrada, que es la llamada Unión Europea. Pues ¿cómo puede darse unión cuando proliferan en todas partes discursos que ponen el énfasis en el problema que supondría para el ideal comunitario la idiosincrasia de los otros pueblos a los que precisamente habría que vincularse?

“Con el corazón roto y sometido a una presión inaudita, Alexis Tsipras tuvo que capitular”. Conozco a varias personas que, tras haber celebrado en nuestro país la victoria del “no” en el referéndum griego, sintieron como propia esta humillación a la que se refiere Bernard Cassen. Mas entonces, ante la lúcida descripción de la realidad política que el conjunto de los escritos evocados constituye ¿qué actitud adoptar?

 

No tengo obviamente respuesta positiva, sólo una puesta en guardia sobre la caída en el resentimiento. Vuelvo al film de Kubrik: tras el rechazo a la cínica propuesta de promoción, el oficial Dax acude a una taberna dónde los soldados ebrios se mofan de una muchacha alemana, conminándola a “hablar en una lengua civilizada”; pero el prejuicio racista y lingüístico muta en emoción profunda cuando la muchacha entona una canción alemana evocadora de una quiebra amorosa provocada por la guerra.

 

Cuando un miembro del tribunal nazi, que sentenciaría su fusilamiento el 17 de enero de 1944 en la ciudad de Arras, le pregunta por los motivos subjetivos que le habían movido a la resistencia, el filósofo francés Jean Cavaillès arguye que, marcado por Kant y por Beethoven, con su postura militante sólo había intentado que su vida estuviera a la altura de la enseñanza de sus maestros alemanes. Pero Cavaillès dio también un segundo argumento, ejemplo de corajuda disposición (recordada por el físico Étienne Klein en estas mismas páginas el pasado año) (1): siendo hijo de soldado, había tenido la suerte de saber que sólo en la continuidad de la lucha puede encontrarse antídoto para la humillación de la derrota.

 

 

(1) Étienne Klein, “Un pensamiento explosivo”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2014.

 

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