10 PM | 11 Feb

POZOS DE AMBICION

Cambio drástico de temática y localización espacio-temporal para el niño terrible de la industria, el portentoso, caprichoso y genéticamente genial Paul Thomas Anderson, quien vuelve a tocar el cielo con su quinta obra, una mirada excesiva, trágica, de adscripción épica, a un ser humano y a un entorno que lo define.

Hay sangre, mucha sangre, en THERE WILL BE BLOOD. Pero la sangre que destila la película es negra. El color del líquido que origina disputas e hiperbola las pasiones, que dibuja manchas de odio y orgullo en la árida meseta americana, que ubica a empresarios y propietarios en el vasto rincón más siniestro del planeta. Hay mucho de cine clásico en esta obra maestra. Pero toda esta herencia temática, ideológica y narrativa late bajo un sello postmoderno, el esqueleto narrativo y estilístico de Anderson bebe de fuentes sólidas a las que se les da un acabado autorial nuevo, vibrante, de latente potencia visual en cada fotograma. Vemos retazos de cine mil veces visto en televisión, pero en esta THERE WILL BE BLOOD se abraza el signo de lo coetáneo; son deseos y arrebatos humanos de siempre vestidos con la fuerza de nuestro tiempo.

Pese a un final que diluye la furiosa solidez de la puesta en escena en aras de un cierto exceso e histrionismo, THERE WILL BE BLOOD se sitúa en la vanguardia del cine de autor por sus arriesgadas decisiones narrativas –un ejemplo, su desarmante primer cuarto de hora-; por un empaque formal que trasluce la tensión de la historia con una planificación perfecta, perfilando con sus ángulos la oscuridad de esos seres humanos enfermos de mezquindad; y por la inteligente y matizada postura que el director adopta frente a los personajes -nunca maniquea ni enjuiciadora-, quienes se mueven con el solo peso de su bajeza innata -los débiles de fé ciega y de codicia sin límites nunca son objeto de burla, más bien de cierta piedad-.

Tuve la íntima sensación al ver la película de que no hay otro actor vivo capaz de encarnar, con toda la grandeza requerida, al complejo magnate Plainview. La bestial presencia de Daniel Day-Lewis enriquece las aristas de un personaje incómodo, dota de rabiosa humanidad a un monstruo falto de escrúpulos y enaltece las miserias del arribismo en persona. Cada cambio de gesto en esos primeros planos tan gratos es fruto de una meditada introspección del actor, pero cumple su función: sumergirnos de lleno en los abismos más sucios de una personalidad demoledora. Sólo con su físico y su entregada –puntualmente barroca- creación se concibe este desasosegante relato del auge y la caída de un magnate petrolero. Él es, en una interpretación calculada y pletórica, fría y grandilocuente, virtuosa y sin concesiones, la integral encarnación del mal, él y no otro actor es quien puede implicarnos en este firme y torrencial recorrido por los senderos de la avaricia y los peligros de la fé. Algo en sus ojos anuncia la violenta explosión bajo la calma. Y los premios le están lloviendo al actor. Con razón. TRAKIS filmaffinity

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