10 PM | 30 Ene

Ni aun vencida

Por LUIS MIGUEL DOMINGUEZ

Paulina, el segundo largometraje del argentino Santiago Mitre, es una película difícil de olvidar. Es la demostración de que, aunque no sea lo común, también se puede trascender a partir de un trabajo de encargo. También una confirmación de que la palabra remake no ha de ser nociva per se. No olvidemos que Paulina es un remake de La patota (Ultraje), un clásico del cine argentino dirigido por Daniel Tinayre en 1961. Mitre ya demostró con El estudiante, su ópera prima, que es un cineasta muy a tener en cuenta, un narrador prodigioso; pero aquí, en Paulina, consigue llegar a un nivel superior. El argentino se apoya en una Dolores Fonzi que hace suya Paulina (personaje y película), dejando una interpretación merecedora de todos y cada uno de los premios a la mejor actriz protagonista.
Lejos de ser una película política al uso, de esas que a veces se olvidan del arte al que pertenecen en pos de reforzar su mensaje, Paulina supone el ejemplo perfecto de equilibrio entre contenido y continente. El trabajo de dirección de Santiago Mitre es uno de los más inteligentes en los últimos tiempos, y el mensaje/discurso/debate que crea, uno de los más ricos y potentes del cine moderno. Además, en cuanto a la maestría y elegancia narrativa de la película, que juega a la perfección con los puntos de vista para dar una visión más objetiva del acontecimiento que vertebra el film, no he visto nada similar en los últimos años a excepción de Loreak.
Es recomendable ver Paulina sin conocer su argumento, pero a la vez es una película cuya importancia reside en miradas, silencios y conversaciones que tienen un peso fundamental. Puedes conocer todos y cada uno de los acontecimientos que tienen lugar, pero no la habrás visto hasta que el contundente plano final concluya. Por tanto, más que mencionar su sinopsis o argumento, lo que voy a hacer es decir de qué trata Paulina y no lo que pasa en ella.
Paulina deja de lado una brillante carrera en la abogacía para aplicar sus ideales, para ponerle el cuerpo a un programa social que lleva tiempo desarrollando. Su decisión implica abandonar Buenos Aires para ejercer de maestra rural en las villas de Misiones, en Paraguay. Su padre, un prestigioso juez, no parece muy contento con su decisión; pero Paulina tiene muy claro lo que quiere hacer y cómo lo quiere hacer, y que su padre y novio estén en desacuerdo no hará que su opinión varíe.
El trabajo de Santiago Mitre se valora más tras visionar la película de Daniel Tinayre. No sólo demuestra su habilidad e inteligencia tras las cámaras, sino que además lleva a cabo un trabajo sobresaliente en la reescritura del guion: actualiza el relato a nuestros tiempos, eliminando el componente religioso y los innecesarios subrayados de la obra original. Las innovaciones respecto de su material de partida son manifiestas: lo que allí era blanco o negro aquí es ambiguo, y ciertos elementos son reutilizados para dar complejidad al puzzle y obligar al espectador -en mayor proporción si se ha visto La patota- a prestar atención e intentar adelantarse a los acontecimientos. En este sentido, las elipsis juegan un papel clave en la narración.
La mayor virtud de Paulina reside en las emociones que genera en el espectador, las cuales van desde la fascinación hasta la incomprensión y la incomodidad. El comportamiento de la protagonista es desconcertante, tanto en los actos que haciendo un esfuerzo podemos comprender, como en aquellos que escapan de toda lógica. Pero el debate que debería originarse tras el visionado ha derivado, quizás, en uno mucho más inerte y sin respuesta. Deberíamos esforzarnos más por entender la incapacidad que tiene la condición humana para tolerar aquellas decisiones con las que no está de acuerdo, o aquellas que ni siquiera acierta a comprender, que en comprender a Paulina. Al fin y al cabo, entre muchas otras cosas, Paulina trata de eso. La respuesta de todas las incógnitas que pueden ser explicadas de alguna manera están resultas en las largas conversaciones que mantienen Paulina y su padre. Para el resto, me temo que no hay.
Pocos personajes femeninos tan cargados de aristas y matices como Paulina Vidal. El rostro de Fonzi carga con la totalidad del componente dramático, aunque en determinados momentos le cede esa responsabilidad a Oscar Martínez, que supone el contrapunto perfecto para Fonzi. El plano secuencia de alrededor de diez minutos que tiene lugar al principio del metraje nos presenta a Paulina, cuyo compartamiento y convicciones no mutarán aunque para ello deba caminar en la soledad absoluta. Paulina persigue la libertad de decisión -¿qué mejor manera que llevándola a cabo?- y la verdad, aunque para ello tenga que aplicar su propia idea de justicia; la que, en sus propias palabras, cuando hay pobres de por medio busca culpables, no la verdad. Y no hay verdad más grande que esa.
Al jugar con los diferentes puntos de vista, Mitre abre la posibilidad de que empaticemos con personajes con los que moralmente no deberíamos hacerlo. El comportamiento más irracional de todos es el de Paulina, y el resultado de esto podría ser contraproducente; sin embargo, esto no hace más que formar parte de la riqueza del debate que propone la película, que por momentos nos obliga a cuestionar nuestra propia existencia. ¿Dónde están los límites de la moral?
Paulina es una película certera, incómoda y, mal que me pese decir esto, necesaria; de actualidad, pero al mismo tiempo atemporal. Crece con cada visionado y me hace salir con la piel de gallina en cada uno de ellos. Una de las películas del año, si no la mejor. El estudiante y Paulina generan una sensación similar en el espectador, con unos personajes protagonistas totalmente opuestos pero que se complementan a la perfección: no entendíamos el comportamiento del Roque Espinosa de la primera por su falta de ideología, como tampoco entendemos el de Paulina en la segunda por su convicción ideológica. Paulina es la lección moral que quisieron darnos Kristina Grozeva y Petar Valchanov en La lección y no supieron. Brillante.

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