07 PM | 08 Dic

METROPOLIS

Con la entrada en el último siglo del recientemente extinguido milenio anterior, la imaginación popular se disparó. Muchos creían que el Apocalipsis se aproximaba; otros estaban convencidos (y no iban muy desencaminados) de que la humanidad acabaría atrapada en su avance hacia una sociedad cada vez más industrializada y despersonalizada, en la que la invasión tecnológica terminaría por destruir el planeta; quienes imaginaban la conquista del espacio buscando nuevos planetas donde vivir; y quienes temían que el mundo acabara sometido a un poder totalitario y absoluto.
En el campo de la literatura, siguiendo la línea comenzada por autores pioneros como Julio Verne y H. G. Wells, proliferaban obras que hablaban de un futuro poco prometedor. Cada una representando su propia concepción del mundo, pero todas soberbiamente ideadas, y con el exponente común del pesimismo. Así, entre las que considero entre las más relevantes de las primeras décadas, tendríamos “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley; “We”, de Yevgeni Zamyatin; y la que para mí es la obra futurista cumbre de todo el siglo XX: la escalofriante “1984” de George Orwell. Cada una aportando su visión particular, bien inclinándose hacia el dominio absoluto de la tecnología, o bien hacia vertientes en las que las políticas totalitarias se hacen con el mando hasta extremos monstruosos.
En el arte del celuloide, la literatura de ciencia-ficción y futurista inspiró muchas películas. Pero también hubo cineastas capaces de idear su propia concepción de lo que nos aguardaba en los inciertos tiempos venideros, y algunos de ellos nos legaron el regalo de obras de arte que han quedado como obras de culto.
Como ejemplo, tenemos “Metrópolis” de Fritz Lang. Está encuadrado en el período del llamado “expresionismo alemán” que estaba en boga en la década de los veinte, y, como suele ocurrir a muchas maravillas que acaban de ver la luz, en un principio no fue valorada en lo que se merecía. Como se suele decir, nadie es profeta en su tierra y “Metrópolis” pasó por las carteleras sin pena ni gloria.
Hoy he tenido la oportunidad de ver una versión restaurada y reconstruida a partir del maltratado original. Y he de expresar lo mucho que me maravilla que, hace ochenta y un años, alguien fuese capaz de crear una genialidad como ésta.
Lang imaginó una polis del futuro en la que la división de clases es llevada hasta las últimas consecuencias. Y dicha división se halla marcada por la abismal diferencia entre una clase y otra tanto en la calidad de vida como en la separación física. Tanto es así, que la solvente clase pensante, dirigente e intelectual habita en la opulenta zona más elevada de la polis, mientras la clase obrera mísera y oprimida se ve relegada a la ratonera de la zona inferior. Una clase y otra no entablan el menor contacto entre sí, a no ser con el cometido de que los obreros reciban las órdenes de sus superiores. Y, aún así, siempre hay intermediarios para dicha función.
Lang mima la cámara y deja volar su inspiración en unos decorados y fondos sacados de la imaginería más creativa que se pueda concebir. La polis muestra el acusado contraste entre el estrato superior y el inferior. Las imágenes de la parte superior se pasean por un maremágnum de rascacielos, autopistas y carriles elevados para el abundante tráfico rodado, y tráfico aéreo con el acelerado pulso de una ciudad próspera e industrializada. Asímismo, atisbamos el estilo de vida de la clase dirigente: el esparcimiento y el ocio de quienes tienen mucho dinero fácil, y la eterna vigilancia de quienes controlan el trabajo de los obreros, como perros pastores vigilando a las ovejas. Jardines de diseño surrealista donde los señoritos se divierten, y locales nocturnos en los que los instintos se desatan. Por el contrario, el estilo de vida de la clase obrera es radicalmente opuesto: rebaños de trabajadores pobremente uniformados que se dirigen como autómatas a sus empleos mecánicos, monótonos, estresantes, peligrosos y muy mal remunerados.
Hasta que un día Freder, el hijo del dirigente de Metrópolis, se topa con una bella mujer que procede de la clase inferior. Y, a partir de ahí, todo cambia para Freder y para el destino de la ciudad. Siendo testigo de las grandes injusticias cometidas con los obreros, que a fin de cuentas son tan humanos como él, Freder se deja llevar por su compasión y su amor por María, y abandonará su vida cómoda para solidarizarse con sus hermanos de la zona inferior.
Soberbio drama de ciencia ficción con una fuerte carga social, ética y religiosa, cuya hermosa idea central gira en torno a la consecución de la igualdad mediante el amor, la paz y la colaboración mutua para construir un porvenir en el que no haya tantas diferencias. Interesante la confrontación entre la perfidia de la “doble” de María, que se dedica a sembrar la violencia y a provocar los más bajos instintos de las muchedumbres (propiciando que se dé rienda suelta a los pecados capitales enumerados por los dogmas cristianos), y la bondad de la auténtica María, que propaga el mensaje de amor y unidad.
Ver esta película es contemplar un futuro imaginado pero también es una mirada a los principios del siglo anterior. Los rostros que estaban de moda, con unos rasgos y facciones característicos acentuados por el maquillaje y el peinado; el vestuario; y, también, el estilo particular en la forma de actuar que tenían los intérpretes. El sello propio del cine mudo, con actuaciones basadas en la exageración en los gestos del rostro y los movimientos y aspavientos del cuerpo, exaltando mediante la mímica los sentimientos y expresando con claridad el sentido de sus acciones. Y, para finalizar, no se puede olvidar la presencia esencial de la música basada en temas ininterrumpidos al piano y al violín, como elemento altamente expresivo y creador de atmósferas a tono con las escenas.
Un clásico que, pese a la pátina del tiempo, no se desluce y sigue brillando con luz propia.
VIVOLEYENDO

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