09 PM | 03 Mar

LA CAZA

Este es cine sobrio en la forma (el Dogma 95 sigue teniendo su influencia) pero de fondo terriblemente complejo, denso, polémico, incómodo, enervante. Como en “Celebración”, Vinterberg sigue teniendo un don especial para meter el dedo en una llaga infectada y supurante y retorcerlo con saña hasta que por dentro tienes ganas de gritar de pura rabia, casi como si te estuviera pasando a ti, o peor, podría pasarte a ti. Podrías ser un infeliz perseguido por una bola de nieve gigantesca que empezó con un copo de nieve imaginario, o ser uno de los que han añadido un montón más a la bola que amenaza con aplastar al infeliz. En el primer caso, te sentirás completamente superado, acosado, señalado, destrozado. En el segundo, podrías ser uno más del montón que grita “¡culpable!” junto con la masa y podrías estar convirtiéndote en verdugo de un inocente. Todos podríamos ser Lucas, todos podríamos ser los demás. ¿Cuántas veces no hemos gritado y gritaremos “culpable”?
Vinterberg te cabrea de lo lindo porque te pone delante tu propia jeta, representada por una sociedad bastante hipócrita que comete mil fechorías y perrerías bajo tapadillo en sus propias casas pero que se vuelve muy decente y moralista en público. Muchos niños son maltratados o invadidos en algún momento por sus padres, hermanos u otros miembros de su entorno familiar (basta con que los padres se lleven mal y se pasen el día discutiendo, que el padre acostumbre a llegar borracho a casa, que la madre cierre los ojos y mire para otro lado, o que el estúpido y malcriado hermano mayor adolescente les enseñe cosas que no son para niños de cinco años), pero después ellos se tienen por unos padres intachables, cuando lo que tenían que haber hecho era todo lo posible por darles un entorno estable y protegido a sus niños, para que éstos no buscaran fuera la estabilidad y la felicidad que no encuentran en casa, para que no alimentaran unos traumas que se enquistan, ni proyectaran en otras personas externas sus ilusiones y sus miedos y las cosas que no comprenden. Tal vez si cada uno lavara sus propios trapos en lugar de buscar manchas en los de los demás, si se preocuparan más por la educación que están dando a sus hijos o por ver en qué negligencias incurren, la pequeña e inocente Klara no habría empezado la bola de nieve porque no habría visto cosas que no debía ver ni habría oído cosas que no debía oír, ni se habría formado una confusa película en su cabeza que tenía que estallar por algún lado. Y en quién iba a proyectar todo eso, si no era en su querido maestro, la figura por la que ella siente ese “enamoramiento” infantil e idealizado que muchos pequeños sienten (lo sé porque yo también me “enamoré” a los cinco años de alguien que era mayor que yo, y uno se siente como flotar en completa felicidad y como aún no se tienen esas barreras que nos detienen a los adultos, eres capaz de seguir literalmente a tu ídolo hasta el fin del mundo sólo escuchando su voz, pero claro, ese ídolo tiene que ponerte los pies en la tierra porque conoce las barreras que separan a las personas).
Y de esa manera, de una infantil desilusión momentánea surgirá la calumnia que no es más que un pequeño desahogo, una secreta venganza porque el ídolo no ha actuado como la niña quería, pero en oídos adultos esa pataleta tomará unas proporciones desorbitadas, surgirá el monstruo de la duda, de la acusación, y la reacción enfurruñada de una niña (aún demasiado pequeña para medir todas las consecuencias de un enfado que se le habrá pasado a los cinco minutos) puede destrozar a otro ser humano.
Y hay mucho más. La paranoia colectiva. La psicosis comunitaria, inventando cosas que el espectador sabe que no existen pero este espectador no puede gritarles que todo eso es falso, en la vida real no hay un espectador omnisciente que sepa sin la menor duda lo que ha ocurrido realmente y que conozca la hondura total de las heridas de las víctimas.
O incluso, como he llegado a sospechar, porque Vinterberg te hace pensar en todo lo malo que pueda pasar, puede que haya en la misma comunidad un verdadero culpable que se está encubriendo y pasando impunemente tras el cabeza de turco al que está lapidando todo el mundo. Tal vez la cosa no llegue a tal extremo, pero nunca se sabe. Vinterberg te hace dudar hasta de tu sombra.
Un hombre bueno que ve truncada toda su vida en un instante. 
Un pueblo entero soliviantado por un rumor.
Personas “decentes” convertidas en monstruos.
Y aún así, podría haber sido muchísimo peor. Porque la acusación de pederastia en cualquier parte es suficiente para hacer caer a alguien a lo más bajo para siempre, sea fundada o no. Porque la verdad es que no creo yo que exista nadie o casi nadie que, ante una sospecha de tal calibre que nunca se irá, rompa una lanza en favor del sospechoso. Podría pasar, pero es poco probable. Los espectadores mudos que conocemos la verdad lo vemos como algo que provoca sentimientos muy encontrados, poniéndonos en el lugar tanto de la gente como del acusado. Sea el sospechoso culpable o inocente (y la gente nunca lo podrá saber, no puede afirmar ni negar con absoluta certeza, cada uno creerá lo que considere necesario creer)… ¿No estará suelto en la sociedad un engendro infrahumano que puede cometer más atrocidades? ¿No se estará condenando a un inocente? ¿No es absolutamente comprensible que la gente tenga ganas de matar al que sea capaz de poner una mano encima a sus niños o a los niños de sus vecinos?
Vinterberg te hace reflexionar sobre miles de cosas, y ninguna te hará sentir mejor.
¿Dónde termina la verdad? ¿Dónde empieza la mentira? ¿Dónde comienza la amistad, el cariño, la confianza? ¿Dónde se destruyen?
El problema está en que la verdad es lo que cada uno quiere ver. Y la mentira, lo que cada uno quiere esconder.
Y un mensaje escalofriante: “Te estaremos vigilando”.
VIVOLEYENDO
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