11 AM | 29 Sep

Julieta de los espíritus

No tuvo buen éxito de crítica cuando en 1967 se estrenó en EspañaJulieta de los espíritus: la mayor parte de los críticos independientes (en aquella época se definía así a quienes no alternaban la crítica con la censura ni realizaban trabajos remunerados para distribuidoras) pensaron que esta película de Federico Fellini era una mala copia de su obra anterior 8 y medio, donde ya había descubierto ese fascinante mundo de imágenes que constituye desde entonces el toque del autor. En la revista Nuestro Cine se decía, por ejemplo, que “la estructura narrativa del filme es un recurgulieta de los espíritusso que no corresponde a una profundización en el personaje principal y por ello se transforma en una investigación estética de dudoso alcance”. Ricardo Muñóz Suay, por su parte, consideraba que Julieta de los espíritus “se diluye en un esfuerzo psicoanalítíco de excesivo significado moralizante”.Es probable que así fuera, pero el paso del tiempo ha devuelto a Julieta de los espíritus una independencia que la fortalece. Al margen de cualquier comparación con 8 y medio, Fellini desarrolla en esta película su barroquismo formal en una lluvia incesánte de enloquecedoras fantasias que no permiten el menor descanso; es conveniente que quienes se dispongan a contemplarla hoy en la pequeña pantalla eviten toda distracción, en cada parpadeo se pierde una imagen irrepetible.

La historia es simple. Julieta, mujer menuda, tímida e insatisfecha, descubre que el marido la engaña. En su obligada soledad deja libres sus fantasmas, sus recuerdos de infancia, sus atormentadas represiones, tratando de encontrar por sí misma un camino a su futuro. La invita a ello su encuentro con un extraño ganadero español (José Luis de Vilallonga), que prepara ritualmente una sangría, “la bebida del olvido”; pero la provoca con más insistencia su alucinante vecina (Sandra Milo, mal doblada al castellano), que organiza las fiestas más sensuales y mágicas del cine de Fellini. En ellas, la pobre Julieta deja que sus atónitos ojos se paseen por un mundo que ignoraba; en su miedo, la acompañan insistentes y lejanos mitos de infancia, sobre todo el del abuelo, un enérgico anciano barbudo que liberaba a la nieta de las absurdas manías de las monjas, empeñadas en transformarla en una santa achicharrada en la parrilla. (En la secuencia de esa representación teatral aparecen, probablemente, los momentos más bellos de este filme).

Juego de espejos

Si la película comienza con un juego de espejos, en espejos deformados vemos el resto. La imaginación de Julieta transforma en seres vivos lo que sólo es parte de su subjetivismo. Las voces que la atormentan, al principio enemigas, más tarde solidarias acompañantes, adquieren cuerpo según Julieta avanza en su libertad. Descubre que esos fantasmas no le pertenecen a ella sólo, sino también a la infidelidad del esposo, a la estúpida educación recibida, a su represíón, en suma. Quizá al final, reencontrada con su propia entidad, alcance la libertad ansiada y pierda el miedo a ser féliz.Se dice que Fellini escribió esta película como homenaje a su esposa, Giulietta Massina, con quien ya había trabajado en La strada y Las noches de Cabiria: “No es sólo un rostro, sino una verdadera alma dentro de la película”, dice el autor de su protagonista. Si realmente el filme se inspira en la vida de la actriz, ésta tuvo que desvelar sus emociones más íntimas, sus secretos más ocultos. Lejana ya de los tics que prodigó en las películas anteriores, Giulietta Massina realiza en esta posible autobiografía uno de los trabajos más importantes de su carrera.

La utilización del color es también protagonista de la obra. Con Gianni di Venanzo como fotógrafo, Fellini crea en Julieta de los espíritus un mundo insólito, producto del ensueño y la mistificación; pero justo es señalar también el trabajo de Piero Gherardi en los decorados y vestuarios, sin los que Fellini no tendría punto de apoyo. Nino Rota, frecuente compositor en las obras de este cineasta, escribe una pegadiza partitura que reafirma el tono circense que florece a lo largo de la narración.

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