IDA
Ida y Wanda son aparentemente como el ángel y el diablo, una pareja extraña con pasado común y presente dispar. Cada una debe encontrar su lugar en el mundo y la paz para seguir viviendo. Necesitan pasar página y vivir otra vida: Ida debe conocer la memoria que le fue robada, y Wanda descubrir si todavía hay futuro para ella en este mundo de represalias. De esta manera, el espectador asiste a una road movie existencial donde lo espiritual y lo mundano cohabitan, donde la identidad debe aflorar para construir una vida sobre terreno firme. La entrega por los votos o el suicidio por la desesperación, el perdón de los agravios o la venganza tras la injusticia, la esperanza de unos jóvenes en formar una familia o la retirada al convento… Son disyuntivas que la película de Pawlikowski plantea y que responden a profundas reflexiones en torno al hombre y a la sociedad actual… porque la historia puede entenderse también en clave socio-política.
Hay otra pregunta que se hace Ida de forma reiterativa, ya al final de la película, en su conversación con el joven saxofonista: “¿y después? ¿y después?”. Conocido su pasado, necesita atisbar lo que puede ser su futuro para decidir en conciencia lo que hacer con su vida. Ahora es consciente de que pasado y futuro conforman la existencia humana de igual manera, y que ambas realidades tienen su lugar en la búsqueda de la felicidad. Por eso, Ida se pone los zapatos de Wanda y trata de verse en esa otra vida… antes de vivir la suya. Ha resuelto asumir en primera persona su libertad, estrenar sentimientos y sensaciones nuevas, decidir qué quiere hacer… y hacerlo. En esta tesitura existencial de dos almas que se buscan, nada hubiera sido posible sin la contenida interpretación de Agata Trzebuchowska como Ida o de Agata Kulesza como Wanda, dos papeles que discurren por caminos distantes pero que sienten el mismo peso del destino y de la libertad.
Si la hondura antropológica de la propuesta de Pawlikowski es incuestionable, no lo es menos su depurada y sobria puesta en escena, su atractiva y sugerente estética visual. Nada sobra y nada resulta superfluo en un trabajo lleno de poesía y arte: la fotografía brilla en un blanco y negro cargado de significado y que no se pierde en su esteticismo, la elegante planificación sabe sacar partido al formato 1:1,33 para unos primeros planos artísticamente compuestos y también acierta a conjugar los planos fijos de interiores con las panorámicas de paisajes, la contención expresiva va pareja a la precisión narrativa, y los silencios resultan tan ilustrativos como esa música de jazz o de Bach.
En resumidas cuentas, pocas veces asistimos a un ejercicio de estilo tan completo y que, a la vez, responde al espíritu de una época y al de unos personajes. Y es que el director polaco hace un retrato certero del alma humana, con sus anhelos y sus dudas, con sus deseos y sus remordimientos… y lo consigue hablando con la imagen y el sonido, transmitiendo al espectador sentimientos e ideas sin necesidad de subrayados ni de apoyaturas de artificio. Su cine es otro cine, como la vida de Ida es otra… antes y después de salir del convento.