03 PM | 03 Feb

EL ÚLTIMO CRISASTEMO

Hay un poderoso incentivo que puede obrar maravillas: la fe en alguien. Cuando una persona cree fervientemente en otra, en sus cualidades, en sus capacidades, y le ofrece un hombro en el que apoyarse, una palabra sincera que sepa estimular y criticar constructivamente sin caer en la adulación fácil, y el íntimo gozo de contemplar admiración donde uno no se veía digno de ella… Todo eso puede edificar una base sólida en la que aumenta la autoestima personal, la autoconfianza, el trazado de metas optimistas y viables, y la satisfacción de sentirse más realizado.
Y en el fondo todo se debe, cómo no, al sentimiento más bonito que hay: el amor.
Sé por experiencia que unas cuantas personas se crecen y sacan lo mejor que tienen cuando necesitan ver los ojos de esa/s persona/s tan respetada/s rebosantes de orgullo. Incluso aunque no se les haya pedido nada, aunque no se les haya exigido, o tal vez por ese motivo. El hijo o la hija que respeta profundamente a su madre se pirrará por enseñarle ese diez en el examen de Lengua, aunque ella se habría puesto igualmente contenta con un ocho. Estará deseando llegar a casa para observar la alegría en su mirada, esa devoción que ninguna frase puede expresar con tanta riqueza como las pupilas.
Ese afán de superación personal, espoleado por la fe, movería montañas.
En cambio, si nos hemos criado bajo el yugo arrogante de unos mayores que no han creído en nosotros, que han fallado donde deberían habernos animado y aconsejado correctamente, y que han estado demasiado embebidos en sus propias glorias para fijarse en lo que no esté más allá de sus narices, casi con plena seguridad nos volveremos adultos muy inseguros, apocados y débiles a la hora de perseguir retos.
Pues eso mismo le ha ocurrido a Kukinosuke. Hijo adoptivo de un afamado actor de teatro kabuki, el venerado nombre de éste lo ha elevado a una posición de casi semidiós, a la que el hijo no puede seguirle. Es un gran lastre ser hijo de alguien tan famoso, porque para Kukinosuke supone una presión frustrante. Sintiéndose una nulidad allá donde su progenitor triunfa, no se esfuerza en desarrollar sus dotes de interpretación. Y el padre no hace más que criticarlo duramente, en lugar de resaltar sus virtudes y empujarlo suavemente a cultivarlas. El público, buscando agradar a la gran figura del drama, adula superficialmente al vástago, lo cual no le hace ningún bien.
Kukinosuke malgasta su talento dormido y se sostiene únicamente en el prestigio paterno, convencido de que no sirve para nada. Hasta que Toku, una empleada doméstica, le comenta francamente lo que ella ha observado: que alberga dotes prometedoras, pero debe esforzarse mucho y tomárselo muy en serio para llegar a ser una importante figura del teatro. El joven, al oír por primera vez una crítica honrada y bienintencionada, y no un falso halago o un ataque, nota cómo su corazón comienza a inclinarse por esa muchacha sencilla que es precisamente lo que él andaba buscando sin saber que lo buscaba
Ambos se enamoran, pero en el Japón del siglo diecinueve las divisiones de clases eran tan estrictas que un artista de familia prestigiosa y respetada no tenía permitido casarse con una criada. 
La chica, pese a todos los inconvenientes, estará dispuesta a lo que sea para conducir a su amado a las mieles de la realización personal y profesional.
Es cierto que, para aprender a valorar las cosas, hay que sufrirlas, hay que probar el sabor de los desencantos y de las trabas, hay que morder el polvo para resurgir tras ese rito iniciático de dolor y regresar purificado, más maduro o simplemente más humilde.
Y también es cierto que la forma más absoluta del amor es la que entrega hasta el último soplo, hasta el último jirón de carne y de espíritu, para que otro ser pueda ser libre y ascender los peldaños de la felicidad.
VIVOLEYENDO

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