06 PM | 04 Mar

PERDIDA DEL INTERLOCUTOR

No habrá nadie que ose asegurar que la amistad verdadera acabe con la muerte. Con el amigo desaparecido se seguirá contando mientras haya memoria, que es esa vida que fluye entre el tiempo de la emoción y el de la acción. Seguirán entonces los diálogos silenciosos con el amigo ultramundano, muy parecidos a las conversaciones que solía tener Quevedo con sus difuntos, al tiempo que escuchaba con sus ojos a los muertos, como decía el verso.

Al amigo se le pedirá consejo, o se le hablará con entusiasmo de un hallazgo discográfico, de un concierto estimable, de una actuación detestable, de una joya libresca o, simplemente, de la vida. Ya no importará la crisis —no a él, al menos—, ni el azote del desgobierno provocado por las estirpes extractivas que esquilman los recursos humanos y materiales de cualquier país en épocas de injuria: deshonran con sus actos el legado y la memoria de los griegos, y también la de nuestros padres y antepasados.

Si se piensa así, la pérdida del interlocutor amigo no es tal, aunque sí se desvanece parte de su presencia, los gestos que llenaban antaño los momentos compartidos. Habrá un eco de voz familiar que fluirá entrecortada, y es falacia pensar que no cueste esfuerzo pararse a escucharla. Por eso hay que ser persistente, obstinado incluso, para no desfallecer ante la energía requerida. Cuando llega la voz, llega a su vez algo todavía más grande, el ejemplo marcado con una existencia en la que la dignidad encontró refugio. Si el amigo se salto una comida, o renunció a las comodidades de una cama a fin de satisfacer una ilusión —ahorrar para comprar más discos, para saber más, para crecer en alma y disfrute—, eso digo, deberá ser recordado. Porque todavía quedan sacrificios con sentido. Los citados fueron unos cuantos entre otros muchos. Confesiones reveladas entre copas nobles, o durante un paseo vespertino a camino entre dos conciertos, al amparo de las músicas que han ido poblando con los años nuestras andanzas de fanáticos ilusionados, a la caza del instante perfecto. Y se dieron unos cuantos, no quepa duda.

Por todo ello, ahora no me resisto a recordarle al amigo las palabras admonitorias de Thomas Jefferson dirigidas a su amigo George Wythe en una carta con fecha del 13 de agosto de 1786: «Creo que la ley más importante con diferencia de todo nuestro código es la de la difusión del conocimiento entre el pueblo. No se puede idear otro fundamento seguro para conservar la libertad y la felicidad. […] Aboga, mi estimado compañero, por una cruzada contra la ignorancia; establece y mejora la ley de educar a la gente común. Informa a nuestros compatriotas […] de que el impuesto que se pague con el propósito [de educar] no es más que la milésima parte de lo que se tendrá que pagar a los reyes, sacerdotes y nobles que ascenderán al poder si dejamos al pueblo en ignorancia». Jefferson, racista empedernido, también previno en sus discursos contra la lacra de las oligarquías financieras.

Por eso, al amigo con el que sigo conversando, le hablo de una inscripción que se halla en una de las múltiples chimeneas que decoran mi ciudad, hoy símbolos de un pasado tan próspero como gris: «Las cualidades de un buen banquero son el seny, la prudencia, la ética y el rigor». Son palabras de Joan Oliu i Pich, quien fuera Director General del Banc de Sabadell entre 1976-1990. No por sus palabras, y sí por sus actos (habría que analizarlos con lupa, desde luego), al banquero se le concedió la Medalla de la ciudad al mérito económico y social. Los dos amigos reirían porque no queda otra, pero también dirían que hoy ya nadie podría creer en esas palabras. Siguen ahí, sin embargo, en una construcción cilíndrica de 28 metros que mira al cielo. El fotógrafo Robert Adams se preguntaba ¿en qué podemos creer y dónde? Podemos creer que la muerte no tendrá señorío, para acabar con otro poeta; y el dónde: aquí mismo. Luego te llamo, amigo. Y ya puestos, saluda a Mingus de mi parte.

Enrique Turpin

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