08 PM | 04 Feb

¡QUE VIVAN VERDI Y WAGNER!

                                                                                                                                                                   ANGELES CASO

Nunca he creído aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero a menudo ciertas cosas me hacen dudar de mi convicción. Me pasa eso, por ejemplo, cada vez que pienso que los dos entierros más multitudinarios que se recuerdan de personajes del siglo XIX son los de un escritor y un compositor: Victor Hugo y Giuseppe Verdi, dos gigantes del arte y de la vida. A Hugo, más de un millón de personas lo acompañaron por las calles de París camino del Panteón en mayo de 1885. A Verdi, fue casi medio millón el que lo despidió en Milán en enero de 1901.


No veo yo que las cosas vayan ahora por ahí, la verdad. Si no me equivoco, las dos últimas grandes despedidas de nuestro tiempo fueron la de la princesa Diana y la de Michael Jackson, que ni de lejos pueden compararse a mis dos extraordinarios decimonónicos. Es como si, a pesar de la extensión de la educación y de la mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de la población, que habrían debido contribuir a hacernos más sensibles al pensamiento y a la belleza, nuestras sociedades fuesen por el contrario banalizándose.


Detengo aquí esta reflexión pesimista y que tal vez me llevaría demasiado lejos, y dedico un ratito a recordar que en este 2013 se cumplen los doscientos años del nacimiento de Verdi y de Wagner (cuyo entierro en Bayreuth en 1883, por cierto, tampoco estuvo nada mal). Dos genios que fueron rivales en vida y que lo han seguido siendo en la posteridad: en el mundo de los aficionados a la ópera, la gente es wagneriana o verdiana, y rara vez cabe la posibilidad de admirarlos a los dos al tiempo. Los partidarios de Wagner suelen despreciar a Verdi por populachero y facilón. Los de Verdi suelen quedarse dormidos en los larguísimos y sofisticados dramas de Wagner.


Yo tengo la suerte de gozar de un gusto amplio y más bien ecléctico, en el que los dos compositores caben a la vez. Wagner consigue a veces trasladarme al cielo, pero Verdi me mantiene en cambio aferrada a la vida. A Wagner lo admiro, a Verdi lo quiero. De haberlos conocido, estoy segura de que a Wagner le habría estrechado la mano con cierto recelo. A Don Giuseppe, en cambio, le habría pegado un buen abrazo. De Wagner amo la música, es cierto, pero desprecio sus ideas mezquinamente nacionalistas, su prehitleriano culto al héroe, sus dobleces, su antisemitismo. A Verdi lo adoro por la mucha felicidad que sus obras me han regalado, pero también lo respeto por su forma de vivir, por su carácter autodidacta, por su compromiso político y social, por su lucha a favor del derecho de propiedad intelectual y de los derechos de autor, por su integridad de viejo campesino.


Permítanme que me ría un poco de mí misma: empecé el párrafo anterior haciendo una presuntuosa afirmación de ecuanimidad, pero lo he terminado dejándome llevar por la pasión. Por si no había quedado del todo claro, lo confieso abiertamente: Verdi es mi favorito. Lo es, además, por encima de cualquier otro compositor de ópera, para qué voy a negarlo. Y siempre que quiero rendirle homenaje, recuerdo que la mejor de sus óperas, la más innovadora y jovial, es la última, ese extraordinario Falstaff que escribió ¡a los ochenta años! Y entonces pienso que yo, de mayor, quiero ser como él. En fin, vivan Verdi y Wagner, o Wagner y Verdi. Y feliz 2013 a los aficionados

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