Cerrar los ojos- Alfonso Peláez
Erice se nos ha hecho mayor
Alfonso Peláez
Cerrar los ojos, la última película de Víctor Erice, es la reflexión profunda y nostálgica del autor sobre el oficio de narrar historias en imágenes, a razón de 24 fotogramas por segundo, con destino al visionado colectivo en una pantalla grande. Dicho en plata: sobre el venerable acto de producir cine.
La he visto en una sala prácticamente vacía. Lógico. La conceptualización de Erice sobre el asunto ―como la mía, y como la de otros muchos aficionados de raigambre antigua― hace bastante tiempo que pasó a mejor vida. Las pantallas hoy están para superpoderes, muñecas de rosa que toman vida a favor del mainstream y zarandajas por el estilo, en digital y ahormadas a un espectador infantilizado.
Volviendo a Erice, diré que es conversación recurrente en el Colectivo la mítica bronca entre Querejeta y el director, cuyo resultado fue la película El Sur, de 1983, tal como la conocemos. De hora y media. De hora y media, porque el productor cerró el grifo y el director nunca pudo rodar la segunda parte. Félix, que nunca comprendió profundamente los mecanismos del materialismo dialéctico, es decir, que es un idealista irredento, añora lo que pudo haber sido (y no fue, como en el bolero) si Erice hubiera podido seguir rodando en el sur profundo. Yo, en cambio, creo que El Sur es una película perfecta (para mí, la mejor de todo Erice) tal cual es, que no necesita ni un minuto más para narrar con hondura y poesía una historia conmovedora de desolación personal. Pues bien, Cerrar los ojos viene a darme la razón. Dura casi tres horas y, a ratos, se echa de menos la tijera implacable de un eventual Querejeta. La historia, interesante, también conmovedora, degrada, a tramos, lo que es un eje narrativo sólido (la indagación sobre la supuesta desaparición de un actor) en un simple pretexto para navegar por un anecdotario casi costumbrista del personaje central: un director fracasado que malvive a salto de mata.
Lo que pasa también, es que hay tal cúmulo de referencias al oficio, a las películas de culto, al saber popular, a veces también a la sabiduría; hay tales personajes secundarios (Max, el montador; Levy, el judío; el pescador); es tal la maestría y la sensibilidad de Erice que uno no puede menos de lamentar que el tinglado, el cine que amamos, esté herido de muerte.
Porque amigos, hasta aquí hemos llegado: la sala de proyección que creó el abuelo cerró hace cuatro años. Max está refugiado entre latas de película que ya nadie podrá ver porque no hay proyectores en ninguna parte. Miguel, el director, en lugar de rodar, planta tomates. El galán de antaño se volvió loco y hoy ni sabe quién es…
Esta película, en mi opinión, es un testamento fílmico aterrador. Pero hay que verla.