07 PM | 15 Mar

Analizar el miedo al futuro

GERMAN CANO

En un libro de conversaciones de 2003 entre Peter Sloterdijk y Alain Finkielkraut (Los latidos del mundo), aún marcado por los ecos del espejismo del “fin de la historia”, estos dos peculiares conservadores ilustraban su desorientación acudiendo a las imágenes de “lo ligero” y “lo pesado”. En el pasado la Izquierda representaba la voluntad de aligerar la vida y las cargas sobre la dignidad humana, mientras que la Derecha buscaba reaccionar ante esta movilización tempestuosa subrayando el peso trágico del mundo y las dulces inercias de la continuidad histórica (el velo respetuoso del entramado social frente al desgarro jacobino, que diría el contrarrevolucionario Edmund Burke).

Hoy las cosas han cambiado. Tras el siglo XX, no son los conservadores los que más defienden un concepto de realidad duro, resistente al cambio, incluso trágico. Por otro lado, no son los “progresistas” los que principalmente esgrimen la bandera de un progreso automático. El hecho de que parte de la Izquierda haya tenido que asumir el diagnóstico de un horizonte posrevolucionario tras su fracasado asalto a los cielos repudiando toda aspiración prometeica, por otra parte ha generado una cierta indefinición sobre el futuro. Con la siguiente paradoja: cuanto más se moviliza y globaliza el mercado, más insensata aparece la pretensión de intervenirlo y frenarlo. Quiero decir, someterlo a normas de justicia y redistribución, algo que desde el ala neoliberal se percibe casi como vestigio totalitario. ¿No sentimos una pérdida de realidad cuando el Covid-19 detiene la maquinaria económica?

La izquierda no puede despreciar ese malestar de la deslocalización como si fuera la “cesta de los deplorables” (H. Clinton)
Pero si la relación levedad-gravedad se ha modificado, también se ha complicado la existente entre la histórica aspiración a la síntesis de la izquierda y el mayor peso de la diferencia. La izquierda vive en un umbral en el que la crítica moderna de la crisis capitalista se ha transformado en crisis de la crítica. Hoy es difícil iniciar un debate en el marco de esta herencia sin que el tópico de la crisis de la izquierda nos entretenga como chuchería intelectual en Twitter, reproduciendo reflejos sectarios. Parece complicado, pues no solo la fragmentación de los espacios y la multiplicación de identidades acentúa la importancia de las dinámicas grupales como refugio de la inhospitalidad producida por la corrosión del trabajo y nuestros ecosistemas afectivos; es que vivimos bajo un nuevo dispositivo histórico cuyas transformaciones económicas (formas de dominio del capital financiero y globalización), tecnológicas (una modernización que ha eliminado casi toda naturaleza), psicológicas (dispersión de experiencias) y político-culturales (eclipse de la diferencia entre alta y baja cultura, crisis del sistema representativo y de partidos) han modificado nuestra comprensión de la cuestión de clase respecto al XIX y el XX. Entre otras causas, porque este paisaje fragmentado bloquea cualquier cartografía estructural del sistema; esto es, una mirada a nuestra complejidad con alguna voluntad de totalización e historización.

El asunto es que estamos dentro de la vorágine posmoderna hasta tal punto que tan estéril es su repudio simplista y moralizante como irresponsable su frívola celebración. En este nuevo escenario da la impresión de que, por una parte, la condena al “tramposo” o “caballo de Troya” dentro del canon de la Izquierda o, por otra, un ingrato adanismo se convierten en polos de una pinza que impide toda discusión fructífera. Desde el primer bloque, toda ambigüedad, ya sea la supuesta pusilanimidad naíf de Greta Thunberg, la posición queer o la “izquierda posmoderna”, se caricaturiza como un simple reflejo ideológico del sistema; desde el segundo polo, muchas veces toda aspiración a una articulación más compleja se denuncia, siguiendo patrones del individualismo liberal, como autoritaria. Sin embargo, más que atribuir a la mala fe las feroces discrepancias entre las diferentes culturas de izquierda existentes, ¿no sería más interesante pensar si esta supuesta inconmensurabilidad de lenguajes obedece a un límite objetivo? Y desde esta premisa, ¿no debería la izquierda dejar de enrocarse melancólicamente en los debates acerca de su supuesta identidad perdida —el fetiche Izquierda— o su erosión por el ecologismo o los feminismos y construir desbloqueando el deseo de futuro desde un mínimo común denominador?

El teórico norteamericano Fredric Jameson planteó hace años, apostando por reconstruir un horizonte marxista desde el reconocimiento de la situación posmoderna, una pregunta que hoy resulta más significativa: ¿por qué es más fácil imaginarnos un hipotético fin del mundo que el fin, o al menos un cuestionamiento, del capitalismo actual? ¿Por qué nuestro imaginario político y colectivo orientado al futuro se ha bloqueado, arrastrando cierto ensimismamiento depresivo?

Aunque el Gobierno español parezca ir a contracorriente de una tendencia global, no nos engañemos: la sociedad civil asiste a la crisis ideológica de la izquierda y sus debates cada vez más distante y, como mucho, interpelada para elegir entre males menores o a la defensiva contra posibles involuciones. Es por ello decisivo que en su programa, frente a este impulso reactivo, se nutra de las experiencias transformadoras más efectivas de las últimas décadas, las feministas y ecologistas, cuyas demandas, en caso contrario, pueden ser traducidas e incorporadas por una agenda conservadora o incluso reaccionaria, como estamos empezando a ver en Europa. Se ha convertido últimamente en un mantra de cierta izquierda la tesis simplista de que la pulsión utópica expresada en los sesenta no fue sino el caballo de Troya del neoliberalismo. Cabe otra lectura: si el neoliberalismo tuvo éxito fue precisamente porque supo hegemonizar, aunque deformándola en términos antiestatales, individualistas y competitivos, esa tensión de cambio subyacente a la crítica del trabajo disciplinado bajo el régimen fordista. En esta disputa, la izquierda obrerista envejeció rápidamente. Si hoy la izquierda no moviliza esos nuevos deseos desde una orientación pluralista y atenta a las desigualdades materiales, pueden caer del lado de la reacción.

No hay hoy una tarea de izquierdas más urgente que analizar y combatir este miedo al futuro cuya otra cara es la despolitización nihilista. Una situación donde los fantasmas de una vieja clase obrera industrial también reaparecen melancólicamente como nostalgia del viejo mundo perdido. En este programa la izquierda no puede despreciar ese malestar de la deslocalización como si fuera solo “la cesta de los deplorables” (Hillary Clinton), pero tampoco idealizarlo, pues está compuesto de actitudes inaceptables como la misoginia y la xenofobia; ha de trabajar en esos terrenos impuros, ambivalentes, contradictorios, donde se mueve como pez en el agua la derecha, sabedora de que la incoherencia programática, lejos de ser un límite, lanza mejor su mensaje en sociedades fragmentadas. El gran reto de un horizonte que pueda desbloquear este deseo de futuro pasa por trabajar política y culturalmente en una difícil tensión: entre el impulso histórico de un proceso de unidad y la obstinada, pero necesaria, realidad de la pluralidad.

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