12 AM | 26 Mar

Un condenado a muerte se ha escapado

Un condenado a muerte se ha escapado

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Un condenado a muerte se ha escapado
Director:

Robert Bresson

Título Original: Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut / Año: 1956 / País: Francia / Productora: Gaumont /  Duración: 99 min. / Formato: BN – 1.37:1
Guión: Robert Bresson (Autobiografía: André Devigny) / Fotografía: Léonce-Henri Burel / Música: W.A. Mozart
Reparto: François Leterrier, Roland Monod, Charles Le Clainche, Maurice Beerblock, Jacques Ertaud
Fecha estreno:  11/11/1956 – 14/05/1957 (Cannes Film Festival)

La imagen que da inicio a la película es tan tímida que tenemos ganas de cerrar los ojos por temor a que se deshaga frente a nosotros. Es el plano general de una cárcel y sobre él, unas letras aún más tímidas nos señalan que lo que vamos a ver es una historia de la vida real (fotograma 1). Robert Bresson escribió y firmó esas palabras con su puño y letra, con una caligrafía temblorosa, casi infantil. Luego de los créditos, donde se nos recuerda cuanta gente murió allí a manos de los alemanes, veremos un par de manos, como las que utilizó Bresson para escribir, pero que ahora sirven para expresar algo distinto. Son las manos, paradójicamente libres, de un prisionero francés de los nazis que va rumbo a la cárcel del fuerte de Montluc, en Lyon. Es 1943.

La mano izquierda del hombre intenta asir la manija de la puerta del automóvil que lo lleva y, en un momento que cree oportuno, abre la puerta y huye. La cámara no lo persigue, misteriosamente se queda en el auto acompañando a otro de los reos. Se oyen disparos, ruido de pasos, algarabía y de pronto nuestro prisionero vuelve al auto, empujado por sus captores. La cámara no se ha movido de su puesto, como si supiera que él iba a regresar. Lo que ocurrió afuera lo intuimos, pero no lo vimos, no había necesidad de hacerlo. Aquí, en la primera secuencia de Un condenado a muerte se ha escapado se resume todo el credo estilístico que Bresson depositó en su película. Estaremos confinados, no en un automóvil, sino en una prisión, mirando siempre a Fontaine (François Leterrier) en su mundo claustrofóbico, mientras intenta escapar con la ayuda de sus manos, su voluntad y unos mínimos elementos. Afuera de la celda todo es ruido, pasos, llaves, puertas que se abren y se cierran, golpes, ráfagas de balas, trenes que pasan. Pero no veremos nada de eso. Seremos un compañero del teniente Fontaine en la cárcel, percibiremos lo que él percibe, veremos lo que él ve, sufriremos por no saber que hay más allá de esas cuatro paredes, temeremos a un ruido en el pasillo, a unos pasos que se acercan, a unos gritos a la distancia. Fontaine, como un ciego, trata de dar sentido a todo lo que oye y lo interpreta a su modo, de una forma que le permite seguir viviendo.

Nos convertiremos sin quererlo en sus cómplices. El relato en primera persona de la película, con la permanente voz en off del protagonista, parece dirigido a nosotros. Hay un íntimo convencimiento en su mirada: este hombre se va escapar y así nos lo cuenta (es más, si escuchamos bien, el narrador está contándonos los eventos como si estos ya hubieran pasado, como si Fontaine los estuviera recordando luego de escapar). El destino parece conspirar para ayudarlo a lograr su propósito y Fontaine no deja pasar por alto ninguna de las circunstancias favorables que aparecen a su paso. Sorprendido porque no lo mataron tras el intento de fuga, aliviado porque sobrevivió a las torturas sin mayores lesiones y esperanzado por haber conseguido un contacto que le permite comunicarse con el mundo exterior, se convence que está destinado a ser libre.

A partir de ese momento todas sus acciones se destinan a planear y llevar a cabo su escape. Su rutina diaria parece dispuesta para dejarlo lograr su cometido. Sus manos, un lápiz y una cuchara son los principales instrumentos que utiliza. La cámara (bajo la sabia conducción del maestro Léonce-Henri Burel) se detiene respetuosa en esas manos, en su trabajo manual guiado por una perseverancia y una determinación que parecen obedecer a un plan celestial maestro (fotograma 2). Puede lograrlo, lo sabe. El viento sopla donde quiere (como nos lo recuerda el subtítulo bíblico que Bresson dio al filme) y no hay nada que lo detenga. La película no nos da opción distinta a mirar a Fontaine y a ver cómo se va acercando a su meta. Bresson no se distrae con escenas innecesarias o con fisuras o desviaciones argumentales, así como no lo hace el prisionero. Su relación mínima con los compañeros de cárcel le sirve para sus fines. Incluso el fallido intento de fuga de uno de ellos le ayuda a mejorar su plan y evitar que le pase lo mismo.

Hay un ascetismo y un minimalismo en la puesta en escena que despojan a la imagen de cualquier adorno gratuito. La limpieza visual está acorde con una de las frases del director, “Construye tu película sobre lo blanco, sobre el silencio y la inmovilidad” (1). Aquí el blanco de las paredes se conjuga con el silencio y la obligada inmovilidad del preso. Sólo la música de la misa en do menor de Mozart (única banda sonora del filme) interrumpe los ruidos de la cárcel, cuyo origen en su mayoría no vemos, así como no vemos casi nunca el rostro de los captores. Todo se presta para una reflexión profunda sobre la fe, la voluntad y la salvación, representada aquí en esa anhelada y buscada libertad. Al estar atrapado físicamente y al no ser capaz de tener un contacto efectivo con los otros reos, el prisionero busca refugio y fuerza en su propio espíritu, ese sí, imposible de poner entre rejas.

“Sólo ten fe”, le dice a Orsini (Jacques Ertaud), otro de los presos. Fontaine tiene fe. Nunca lo vemos orar, no hay un signo externo que nos indique los alcances de su credo (es más, cuando creemos que está rezando en silencio contra una pared, en realidad se está comunicando en clave morse con la celda vecina – fotograma 3) sin embargo su conducta y todos sus actos son una profesión de fe, de confianza en una fuerza que no ve, pero que parece poner todo lo que necesita a su alcance. El prisionero mira con frecuencia hacia arriba, hacia la ventana, como dirigiéndose a ese cielo en el que quiere creer (fotograma 4); es más, la luz cenital de la celda parece acompañar todos sus actos, como iluminado y bendecido por ese Dios que confabula para que todo resulte. Hay sacerdotes entre los demás presos, pero también hay algunos de los reos que no quieren confiar, que se cansaron de ruegos no respondidos. Del valor de unos y otros saca fuerzas Fontaine para evitar desfallecer: “Pensar en ustedes me da valor”, le dice a Blanchet (Maurice Beerblock), su vecino de celda. Puede que el cuerpo y la mente de Fontaine estén golpeados, pero su espíritu está intacto. Bresson, un cristiano jansenista, nos muestra el tamaño de ese espíritu, el calibre de esa voluntad y la distancia que debe recorrer hacia la salvación: “En la película traté de hacer que la audiencia sintiera estas corrientes extraordinarias que existían en las prisiones alemanas durante la resistencia, la presencia de algo o alguien invisible; una mano que lo dirigía todo” (2). Se trata de temas todos muy afines a su filmografía, inquietudes recurrentes de un autor que privilegiaba el sentimiento y los requerimientos del alma sobre la acción dramática.

En la única cita bíblica explícita en el filme (Juan 3:7-9) se habla de renacer: “Tú debes renacer otra vez”, le dice el pastor Deleyris (Roland Monod), igualmente preso, a Fontaine. Nuestro hombre en esa prisión está muerto y toda su lucha es por alcanzar la gracia, por renacer siendo libre. Pero a diferencia de otros momentos de su filmografía, como Los ángeles del pecado (1943), Les dames du Bois de Boulogne (1945), Diario de un cura rural (1951) o El proceso de Juana de Arco (1962), en los que se luchaba por alcanzar la libertad espiritual luego de un largo suplicio físico y mental, aquí se alcanza la gracia sin morir, por el contrario, Fontaine lucha por seguir vivo, por escapar de la trampa de la muerte. Su fe no le hace creer que Dios le va a salvar, sino que debe ayudarse a sí mismo: “Lee y reza: Dios te liberará”, le dice el pastor. “Él lo hará si nosotros mismos nos ayudamos”, le responde Fontaine. De ahí que Bresson quería ponerle como subtítulo al filme “Aide-toi” (ayúdate), que es parte de la expresión “Aide-toi, le ciel t´aidera” (“ayúdate que Dios te ayudará”). Esto la convierte en una película optimista en las posibilidades del hombre, la más humana entre una obra que tuvo siempre al hombre como su preocupación principal.

Juan Carlos González A.
© cinema esencial (septiembre 2017)

 

 

 

 

 

 

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