Documentación

05 PM | 30 Mar

NIETZSCHE Y EL CABALLO

Nietzsche y el caballo

 

El cineasta húngaro Béla Tarr firma una de las películas más duras, portentosas, arriesgadas y convenientes de lo que llevamos del siglo XXI.

‘El caballo de Turín’ es una hermosa e impecable lección nietzscheana

Rafael Argullol 7 ABR 2012 (El País)
El 3 de enero de 1889, por la mañana, Friedrich Nietzsche abandona su casa de la calle de Carlo Alberto, en Turín, para dirigirse al centro de la ciudad. En el transcurso de su paseo es testigo de una escena que le hace detenerse: un cochero está maltratando a su caballo que, exhausto, no quiere continuar la marcha. Nietzsche interviene. Rodea el cuello del caballo con sus brazos y rompe a llorar. Sus últimas palabras son: “Madre, soy tonto” (“Mutter ich bin dumm”). Luego viene el derrumbe, una pérdida del habla y de la conciencia que durará diez años, hasta su muerte justo en el cambio de siglo, en 1900. Simultáneamente se inicia uno de los destinos más prodigiosos y contradictorios que haya podido tener el pensamiento de un hombre. En esta década de exilio mental Nietzsche sigue siendo un completo desconocido en los circuitos académicos europeos; sin embargo, lentamente, sus escritos se van filtrando, como agua profunda, en determinados ambientes literarios y artísticos. Strindberg lo presenta como el visionario del inmediato futuro; Munch le pinta un extraordinario retrato a partir de la fotografía del filósofo que le regala un amigo.
BELA TARR
Con el nuevo siglo, muerto ya el protagonista, la fortuna de la obra nietzscheana se apodera de Europa. Lo curioso, y elocuente, es que los admiradores proceden de bandos contrapuestos. Las lecciones de Zaratrusta son seguidas con entusiasmo por anarquistas y expresionistas pero también, y al mismo tiempo, por el futurismo de Marinetti o el decadentismo de D’Annunzio. Enseguida se acercan a Nietzsche sus amigos más peligrosos: los fascistas italianos y, del modo más catastrófico, los nacionalsocialistas alemanes. Los devotos del filósofo tienen en común su voluntad de incendiar el mundo para provocar el nacimiento de una humanidad nueva. Más allá de esto las discrepancias son totales: unos abogan por el triunfo de la libertad absoluta; otros ponen el acento en la hegemonía de la raza y del Estado; y no faltan, desde luego, los que apuntan a una salvación a través del arte. La sombra de Nietzsche se proyecta en todos los frentes. Por la misma razón, a partir de 1945, tras la hecatombe, el filósofo se convierte en un proscrito. Durante años su nombre es sospechoso, pero finalmente su obra resurge y, probablemente, no haya otro pensamiento filosófico tan influyente como el suyo cuando termina el turbulento siglo XX. A juzgar por lo que ocurriría con posterioridad, no hay duda de que Nietzsche acertó cuando se proclamó a sí mismo un destino. Pero ¿qué ocurrió aquella mañana de enero, probablemente gélida, dado el habitual clima de Turín? El abrazo al caballo maltratado, el desplome mental, el retorno al regazo materno. “Madre, soy bobo”: el niño travieso, quien como adulto ha sido el profeta que ha proclamado la inminente hoguera, cierra el círculo tras la fenomenal travesura. Le esperan diez años de silencio radical, pocos si los comparamos con las casi cuatro décadas de locura atravesadas por su admirado Friedrich Hölderlin, al que tantas cosas le unen, incluidos el destierro y la caída. Evidentemente nunca sabremos lo que ocurrió en la cabeza de Nietzsche esta mañana turinesa. Lo más desconcertante del caso es que esa cabeza había logrado trabajar a la máxima presión en los meses anteriores. El año 1888 es uno de los más productivos, si no el que más, en la trayectoria intelectual de Nietzsche. Escribe y publica varios libros, incluida esa obra maestra de la ironía que es Ecce Homo, un texto, cierto, desquiciado y hasta paranoico, pero de una sutileza y un dominio del lenguaje inigualables. ¿Fue el desplome de Turín la consecuencia natural de ese último año, como si la cuerda del arco se hubiera roto tras ser sometida a la máxima tensión? Nunca tendremos una respuesta para esta pregunta. Hay un monólogo a cargo de un extraño visitante destinado a permanecer como una perla ardiente en la historia del cine.
LA LUZ QUE SE EXTINGUE TRAS LA ULTIMA PATATA
En consecuencia, cabe no buscar una respuesta sino realizar una nueva interrogación. Y esto es lo que ha hecho el director húngaro Béla Tarr en El caballo de Turín (2011), una de las películas más duras, portentosas, arriesgadas y convenientes de lo que llevamos del siglo XXI. Béla Tarr, a diferencia de lo que han —hemos— hecho muchos respecto al tremendo episodio turinés, no se ha preguntado por lo que le pasó a Nietzsche sino por lo que le sucedió al caballo. ¿Qué le sucedió al caballo al que el filósofo abrazó, una vez vuelto a casa, dirigido, como siempre, por su cochero?. La respuesta a esta cuestión aparentemente absurda es una hermosa e impecable lección nietzscheana. No sé si Béla Tarr tenía intención de impartir esta lección, e incluso me parece que ha confesado que no la tenía, pero, a mi entender, en esta película, un director de cine llega más lejos que la mayoría de los pensadores y literatos que lo han intentado: más lejos en el hallazgo de mostrar el finisterre de la vida y de la civilización, el territorio terminal en el que todo se desvanece, el hábitat de aquel hombre-ocaso al que Nietzsche juzgó necesario llegar antes de que la humanidad pudiera plantearse la posibilidad de una aurora.
No obstante, la lección nietzscheana es aun más implacable que el propio Nietzsche: en la película de Béla Tarr no hay ninguna insinuación de aurora. El pozo se seca, la brasa se apaga, la llama del candil no prende e incluso el triste e imponente caballo renuncia a comer. Por todos lados hay una atmósfera de extinción, si exceptuamos el viento, la tormenta de viento que se ha apoderado de la vida y de los corazones. El desconcierto parece absoluto pero, en medio de la extrema austeridad de la historia, hay una explicación para lo que sucede. En el centro de la película hay un monólogo potente y apocalíptico a cargo de un extraño visitante que aparece y desaparece sin dejar rastro, un monólogo destinado a permanecer como una perla ardiente en la historia del cine. Quien encadena cinco minutos de palabras terribles habla como Zaratrusta, y lo que dice también es propio de Zaratrusta: la nobleza ha muerto porque los depredadores se han apoderado de todo, incluidos nuestros sueños. Obsesionados por lo acontecido a Nietzsche habíamos olvidado la suerte que le había correspondido al caballo. Pero en el abrazo de Turín ambos protagonistas son importantes si queremos saber lo que nos espera.
Rafael Argullol

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07 PM | 04 Mar

LOUIS MALLE

A Louis Malle, como a Bergman o Von Trier, uno lo aborrece porque es uno de esos directores que muestran al ser humano tan desnudo e indefenso ante su destino que nos incomoda y nos entran ganas de apartar la mirada y dirigirla hacia otras películas más amables y complacientes. No obstante, Malle es tan necesario como el pan, y solo después de habernos enfrentado con él y haber asumido su mundo seremos capaces de afrontar el nuestro con lucidez.

            Uno de los temas recurrentes de Malle es el de la muerte, como vemos en dos de sus cintas más demoledoras, El fuego fatuo (Le feu follet, 1963), y Herida (Damage, 1992). En ambas hay un personaje (Alain en El fuego fatuo y Hanna en Herida) incapaz de reconciliarse con su pasado y de cambiar su fututo. Alain acaba de superar su adicción al alcohol en una clínica, aunque sabe que nunca podrá librarse de la angustia, y que, una vez fuera del sanatorio, volverá a beber (Lydia, una de sus amantes, le dice: Ya sé que te dejo con tu peor enemigo, tú mismo”).

            Hay dos secuencias en El fuego fatuo sin diálogo, en las que Alain observa su habitación, las fotografías, los espejos, los objetos cotidianos, y reflexiona sobre su absurda vida. Las miradas del protagonista, sus reflexiones (“Miseria, tristeza”) desembocan en un último ritual, coger la pistola y, en la última escena, suicidarse.

            El espectador (y también los personajes que en la película observan a los protagonistas “desde afuera”) sabe que los caracteres están atrapados en una burbuja que al estallar los llevará a la muerte. En efecto, se adivina que Alain cumplirá su promesa cuando dice: “Mañana me mataré”. De la misma forma, también tenemos la certeza de que el primer encuentro, la intensa mirada entre Binoche y Jeremy Irons en Herida, desencadenará una pasión destructiva y sin embargo inevitable.

            Hay en ambas películas una visión pesimista no solo de la vida, sino del amor, incapaz de solucionar la soledad y la angustia vital. Alain intenta encontrar un sentido a su vida a través de sus relaciones con las mujeres, incluso se ha engañado al suponer que el matrimonio con Dorothy le traería la salvación. Cuando al final comprende que tampoco las mujeres mitigan sus heridas, expresa una terrible verdad: “ya no puedo querer. No puedo desear”. Y lo peor, añade, es que “cuando toco las cosas no siento nada”.

            En Herida, los protagonistas son incapaces de sustraerse de la atracción sexual desde el momento en que se miran. El brillante ejecutivo sucumbe ante una misteriosa e inquietante mujer (“¿Quién eres?” le pregunta mientras dan rienda suelta a su pasión) de la que no se sabe casi nada y con la que tiene encuentros sexuales mediante ritos cercanos a la muerte (sexo y muerte se confunden). Pero el destino es imposible de cambiar: Hanna ha condenado a muerte a su hermano en el pasado tras una relación incestuosa, y el círculo se cierra ahora y se repite con Martin, que también muere de forma trágica y absurda, como absurda es la vida y el destino. Martin se cae por las escaleras mientras su padre lo llora, desnudo y desvalido.

            Nadie es culpable de lo sucedido, ni en El fuego fatuo ni en Herida. En todo caso, habría que culpar a la condición humana, que le hace repetir los mismos errores y no es capaz de tener paciencia porque, como dice Alain, “He esperado toda mi vida que algún día pasara algo. No son angustias. Es una angustia perpetua”.

            La única solución es el suicidio o, como hace el protagonista de Herida, la muerte en vida; al final se retira a un pueblo deshabitado, tan vacío como él, se aleja de un mundo que lo ha transformado en un vegetal y a que nunca podrá enfrentarse. Es significativo el contraste entre los dos fundidos encadenados de la película, uno al principio y otro en el desenlace. Así, la cinta se abre con una breve secuencia del brillante triunfador social, que encadena con la cara enigmática y atractiva de Hanna. Al final se invierte el orden: del rostro inerte de la joven (que sigue vistiendo de negro, ahora comprendemos el porqué), un fundido nos lleva a otro rostro aún más inerte, el de un hombre abatido que afirma mientras mira la enorme fotografía en la que aparece con Hanna y su hijo: “Cedemos ante el amor porque nos proporciona un sentido de lo desconocido. Lo demás no importa. El final no importa”.

            En una secuencia de la película alguien sugiere que ojalá nunca se hubieran conocido. Eso, según Louis Malle, es imposible, porque el destino es un lazo férreo y a la vez sutil que el hombre no controla y que le arrastra de manera implacable hacia el abismo.

 

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10 PM | 01 Mar

FASSBINDER EL RADICAL

Ya dormiré cuando esté muerto”, contestaba Rainer Werner Fassbinder cuando sus amigos le pedían que frenara su frenético ritmo de vida, dejara de trabajar, se tomara un descanso y pusiera fin al desmedido consumo de drogas y de alcohol que acompañaban su día a día. Desgraciadamente sus palabras se hicieron realidad muy pronto. Murió a los 37 años de edad pero dejó tras de sí más de una veintena de películas, series y largometrajes para la televisión, y diversos documentales que renovaron completamente el panorama cinematográfico alemán en los años 70. Títulos imprescindibles como Todos nos llamamos Alí, El matrimonio de María Braun o Las amargas lágrimas de Petra Von Kant.

 Rainer Werner Fassbinder nació en una familia de clase media de Baviera en 1945. Su padre era médico y su madre traductora. Desde muy pequeño las salas de cine se convirtieron en su refugio y casi en un segundo hogar, ya que allí le enviaba su madre cuando tenía que trabajar. Estudió teatro a mediados de los sesenta y, sobre los escenarios, aprendió a manejar los distintos campos del arte dramático: la escritura, la producción y la dirección de actores.

En sus películas Fassbinder hace un certero retrato de las distintas clases sociales de la Alemania de la posguerra, tanto de la burguesía como del proletariado. Se convierte también en un gran observador del universo femenino gracias al trabajo de intérpretes como Hanna Schygulla o Barbara Sukowa, dos de sus actrices fetiche. Renueva asimismo el concepto tradicional del melodrama con historias llenas de dolor y de pasión pero presentadas de una forma fría y distante, intentando no manipular sentimentalmente al espectador. En sus argumentos abundan personajes que sufren agudas crisis de identidad, algo que, por otra parte, a él mismo le ocurría.

La imagen del director vestido con una vieja cazadora de cuero negro, luciendo sombrero de ala ancha, con sus gafas de sol y su cigarrillo en la mano, superó las fronteras de su Alemania natal, y su cine se hizo muy popular en todo el mundo influyendo en directores como Lars von Trier o Pedro Almodóvar.

El 10 de junio de 1982 Fassbinder fue encontrado muerto en su casa, víctima de una mezcla letal de cocaína y somníferos. Junto a él, un guión sobre la vida de Rosa Luxemburgo en el que estaba trabajando. Una muerte que resume trágicamente lo que fue toda su vida: una pasión desenfrenada por contar historias y llevarlas al cine (del periódico EL PAIS)

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10 PM | 16 Feb

PAGINAS DEL LIBRO DE SATAN

PÁGINAS DEL LIBRO DE SATÁN (1919) de Carl Th. Dreyer

Dreyer es el gran director danés, o por lo menos el más conocido (si exceptuamos a la troupe de Dogma) e inició sus pasos también en la Nordisk con El presidente, un título que debe mucho a las relaciones de las que hablábamos hace unos días con el pintor danés Hammershoi. Otro de sus trabajos para la productora fue el título que nos ocupa, donde se hace patente también el carácter pictórico de la estética dreyeriana, aunque aquí bajo múltiples influencias, como diversas son las historias y motivos que desfilan.

Los cuatro momentos elegidos para seguir el debate entre el Bien y el Mal se sitúan en el ámbito de la traición de Judas a Jesucristo, la represión de la Inquisición española sobre los herejes, la Revolución francesa y el contexto de la Revolución rusa. A través de un mismo personaje, Satán (interpretado siempre por Helge Nissen), que acaba en todas las historias (menos en la última) mirando a la cámara con un gesto de arrepentimiento, se siguen las intrigas de los representantes del Biel y el Mal. Es un buen pretexto para Dreyer para indagar en la aparición de la maldad en las mentes particulares, además de en temas como la brujería o el martirio. También constituye un ejercicio que le permite variedades estilísticas similares a las que desde el expresionismo, especialmente en El gabinete de las figuras de cera (1924), de Paul Leni, o Las tres luces (1921), de Fritz Lang, se llevarán al máximo, primando la «expresión».

La primera historia, la de Jesucristo, muestra una Santa Cena muy de manual de historia del arte, con todos bien dispuestos en una mesa estrecha y alargada, mirando al frente y con Jesús presidiendo la cena. Sin embargo, no aparece la Crucifixión ni momentos anteriores de la vida de Cristo. No, la historia se sitúa en un margen de la Historia, cerca de Judas y de quien le instiga en su traición: Satán. Buena parte de la acción, especialmente la del beso de Judas, transcurre en un bosque apartado. La cámara se sitúa muy cerca de los rostros atormentados de los mártires y de sus conciencias. Planos como el de una muchacha tocando el arpa o el ya comentado de la Santa Cena son de una gran belleza.

La segunda historia, la de la Inquisición española, está presidida por el rostro enigmático de Satán reencarnado en el máximo inquisidor, al acecho de herejes, en este caso un caballero español que cree ver en la Virgen el rostro de su amada Isabel. Su rostro y su peinado recuerdan, unos años antes, a la clásica representación de Drácula en el cine, especialmente el modelo lugosiano. Celdas en penumbra, barrotes, una mujer presentando una cruz ante el que cree una representación del diablo, un mártir flagelándose de espaldas y desnudo de cintura para arriba, todo ello contribuye a configurar diversas estampas, como momentos pictóricos que se suceden. Es un buen ejercicio tener presentes estas imágenes y luego ver Dies Irae de la etapa sonora del mismo director.

Ya en estas historias aparece una clara vocación del montaje a través de lo que se enfoca o lo que no, de lo que sí o no se ilumina. Esta tendencia se acentúa en la tercera historia, la dedicada a los últimos días de María Antonieta y la eclosión de la Revolución Francesa. Se da en los juegos de una aristócrata con su loro y en la aparición/desaparición alterna bajo las sombras de dos amantes que están situados frente a frente. Es una forma de contar que estaba esos mismos años triunfando en Alemania. Se combina la amarga espera de María Antonieta en una celda, las intrigas de algunos para que la Reina y los aristócratas pierdan literalmente la cabeza, con incluso una escena de humor, la de unos niños jugando a la Revolución. Es una maravilla el plano en que Satán, encarnado en un jacobino, se queda mirando al joven al que quiere manipular mientras éste sube a ver a escondidas a su amada. Cuando la cámara se sitúa arriba, con el joven, la puerta a medio cerrar permite ver la cara obsesionada de Satán vigilando a su víctima. Un momento que demuestra una gran habilidad en el manejo de la profundidad de campo.

La cuarta historia, situada en la Revolución Rusa, presenta como «malos» a los bolcheviques, a los rojos, en su persecución de blancos. Pero el gran tema, que lleva a un gran final, es el camino hacia el martirio de una mujer, atrapadas entre varias insatisfactorias opciones de salida de su situación. El gran momento llega con el suicidio de la mujer, con su rostro en primer plano.

El gran impacto de las imágenes, de referencia pictórica, se ve perjudicado a nuestro entender por la excesiva aparición de rótulos, con un estilo casi de tratado sobre el tema, y por lo poco dinámico del ritmo.

El planteamiento de tratar sobre un concepto (en este caso, el debate entre el Bien y el Mal) y ver su presencia en diversos momentos de la historia del hombre no era nuevo y más bien constituía una moda. Era reciente el estreno de Intolerancia (1916) de D.W. Griffith, cuya influencia Dreyer se aprestó en negar o, en todo caso, delegó su originalidad al guionista (Edgar Hoyer), pues este título es el único de su filmografía en que no figura como autor del guión, aunque seguramente intervendría. Quizás habría que señalar la influencia italiana y, en especial, Satana (1912) de Luigi Maggi, que también influyó en una película hoy perdida de Murnau: Satanás (1920). Aparte de la obvia relación con La brujería a través de los siglos, de Christensen (de la que hablaremos en los próximos días), este modelo fue utilizado también en el cine norteamericano por autores como De Mille, aunque de forma más reducida, estableciendo vasos comunicantes ideológicos entre presente y pasado.

Es curioso pero si se miran algunas de las historias que triunfan hoy en día, el modelo a la hora de entrelazar historias es el de varias historias que coinciden en el tiempo, pero en espacios diferentes, lo más alejados que se pueda. Cada tiempo tiene su forma de contar y sus motivos para ello.

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