07 PM | 04 Mar

LOUIS MALLE

A Louis Malle, como a Bergman o Von Trier, uno lo aborrece porque es uno de esos directores que muestran al ser humano tan desnudo e indefenso ante su destino que nos incomoda y nos entran ganas de apartar la mirada y dirigirla hacia otras películas más amables y complacientes. No obstante, Malle es tan necesario como el pan, y solo después de habernos enfrentado con él y haber asumido su mundo seremos capaces de afrontar el nuestro con lucidez.

            Uno de los temas recurrentes de Malle es el de la muerte, como vemos en dos de sus cintas más demoledoras, El fuego fatuo (Le feu follet, 1963), y Herida (Damage, 1992). En ambas hay un personaje (Alain en El fuego fatuo y Hanna en Herida) incapaz de reconciliarse con su pasado y de cambiar su fututo. Alain acaba de superar su adicción al alcohol en una clínica, aunque sabe que nunca podrá librarse de la angustia, y que, una vez fuera del sanatorio, volverá a beber (Lydia, una de sus amantes, le dice: Ya sé que te dejo con tu peor enemigo, tú mismo”).

            Hay dos secuencias en El fuego fatuo sin diálogo, en las que Alain observa su habitación, las fotografías, los espejos, los objetos cotidianos, y reflexiona sobre su absurda vida. Las miradas del protagonista, sus reflexiones (“Miseria, tristeza”) desembocan en un último ritual, coger la pistola y, en la última escena, suicidarse.

            El espectador (y también los personajes que en la película observan a los protagonistas “desde afuera”) sabe que los caracteres están atrapados en una burbuja que al estallar los llevará a la muerte. En efecto, se adivina que Alain cumplirá su promesa cuando dice: “Mañana me mataré”. De la misma forma, también tenemos la certeza de que el primer encuentro, la intensa mirada entre Binoche y Jeremy Irons en Herida, desencadenará una pasión destructiva y sin embargo inevitable.

            Hay en ambas películas una visión pesimista no solo de la vida, sino del amor, incapaz de solucionar la soledad y la angustia vital. Alain intenta encontrar un sentido a su vida a través de sus relaciones con las mujeres, incluso se ha engañado al suponer que el matrimonio con Dorothy le traería la salvación. Cuando al final comprende que tampoco las mujeres mitigan sus heridas, expresa una terrible verdad: “ya no puedo querer. No puedo desear”. Y lo peor, añade, es que “cuando toco las cosas no siento nada”.

            En Herida, los protagonistas son incapaces de sustraerse de la atracción sexual desde el momento en que se miran. El brillante ejecutivo sucumbe ante una misteriosa e inquietante mujer (“¿Quién eres?” le pregunta mientras dan rienda suelta a su pasión) de la que no se sabe casi nada y con la que tiene encuentros sexuales mediante ritos cercanos a la muerte (sexo y muerte se confunden). Pero el destino es imposible de cambiar: Hanna ha condenado a muerte a su hermano en el pasado tras una relación incestuosa, y el círculo se cierra ahora y se repite con Martin, que también muere de forma trágica y absurda, como absurda es la vida y el destino. Martin se cae por las escaleras mientras su padre lo llora, desnudo y desvalido.

            Nadie es culpable de lo sucedido, ni en El fuego fatuo ni en Herida. En todo caso, habría que culpar a la condición humana, que le hace repetir los mismos errores y no es capaz de tener paciencia porque, como dice Alain, “He esperado toda mi vida que algún día pasara algo. No son angustias. Es una angustia perpetua”.

            La única solución es el suicidio o, como hace el protagonista de Herida, la muerte en vida; al final se retira a un pueblo deshabitado, tan vacío como él, se aleja de un mundo que lo ha transformado en un vegetal y a que nunca podrá enfrentarse. Es significativo el contraste entre los dos fundidos encadenados de la película, uno al principio y otro en el desenlace. Así, la cinta se abre con una breve secuencia del brillante triunfador social, que encadena con la cara enigmática y atractiva de Hanna. Al final se invierte el orden: del rostro inerte de la joven (que sigue vistiendo de negro, ahora comprendemos el porqué), un fundido nos lleva a otro rostro aún más inerte, el de un hombre abatido que afirma mientras mira la enorme fotografía en la que aparece con Hanna y su hijo: “Cedemos ante el amor porque nos proporciona un sentido de lo desconocido. Lo demás no importa. El final no importa”.

            En una secuencia de la película alguien sugiere que ojalá nunca se hubieran conocido. Eso, según Louis Malle, es imposible, porque el destino es un lazo férreo y a la vez sutil que el hombre no controla y que le arrastra de manera implacable hacia el abismo.

 

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