Críticas

05 PM | 08 Mar

AFRONTAR LA DESGRACIA

 

 

 

La película empieza cuando la cámara entra en una casa y se mueve nerviosa por sus habitaciones y patios. Busca, husmea, con algo animal en el afán; indaga de dónde salen unas voces, quiénes emiten esas voces.
Primero el sonido, luego un reflejo en una ventana, luego ellos: los hermanos gemelos, ese día en que a uno de ellos le da por correr, y al otro por seguirle pegado. Y, de pronto, el que va delante desaparece, a la vuelta de una esquina, en una calleja, como si se hubiera desintegrado.
Desaparecido, esfumado.

No se volverá sobre esa desgracia traumatizante, y cuando unos policías se presenten para comentar sus investigaciones no se les verá. Fuera del cuadro, sólo se oirán sus voces, procedentes de otra habitación.

Los años pasan y en la familia no parecen reaccionar. El dolor se adivina pero tiene contorno impreciso. La sensibilidad oriental late de otra forma, con otro pulso. Permanecen quietos, relativamente impasibles. Es la cámara la que se mueve sin cesar, en todo momento nerviosa.

El hermano superviviente dibuja a su prima, la lleva en bici por el laberinto de calles estrechas entre las casas bajas y los patios ajardinados de la barriada donde viven.
La madre se prepara para el nacimiento de un nuevo hijo. El padre se entrega a la organización de un festival de danza y afirmación vital, una oportunidad para el brillo.

El hermano superviviente vuelve una y otra vez a la esquina de la desaparición, la esquina de las caléndulas. No consigue entender lo ocurrido. Pinta en un lienzo al desaparecido.

Con grandes ideogramas, el padre representa las nociones de ‘Oscuridad’ y ‘Luz’. Cultiva flores en silencio y se esfuerza en aceptar las cosas como son; en continuar embarcado en la vida, que sigue su curso.

Con sensibilidad muy apartada del apasionado desgarro occidental, “Shara” insiste en señalar que cuando llega una desgracia terrible el dolor no se puede evitar, pero el sufrimiento sí.
La íntima dificultad de ese proceso de evitación es lo que relata.

 

 

 

 

 

 

 

Compártelo:
01 PM | 06 Dic

El Pentateuco de Isaac

‘El Pentateuco de Isaac’

Angel Wagenstein

LIBROS DEL ASTEROIDE 

«Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias», así reza el subtítulo de esta novela en la que Wagenstein relata el periplo de un sastre judío de Galitzia (antiguo territorio del Imperio Austrohúngaro, actualmente dividido entre Polonia y Ucrania) durante la primera mitad del siglo XX.

Debido a los avatares políticos acaecidos en la Europa de la época, Blumenfeld, que nace siendo súbdito del Imperio Austrohúngaro, termina siendo austriaco no sin antes haber sido ciudadano de Polonia, la URSS y el Tercer Reich.

Protegido de los caprichos de la historia por su humor, Isaac cuenta su paso por el ejército imperial y distintos campos de concentración con humor e ironía, diluyendo el evidente fondo trágico de su historia y convirtiéndola en un relato divertido y lúcido de las convulsiones que sacudieron Europa durante el siglo XX.

Tras una prestigiosa trayectoria como cineasta, Angel Wagenstein inició su carrera literaria a los setenta años con esta novela; desde entonces ha afianzado su prestigio en buena parte de Europa con numerosos galardones.

1

Nuestro taller de sastrería Mode Parisienne se encontraba en la calle Mayor o, mejor dicho, casi en la única calle de nuestro Kolodetz,* miasteczko** en polaco y shtetl para nosotros. No teníamos escaparate, sino ventanas bajas con recortes de revistas parisinas y vienesas pegados en los cristales. Se podían ver en éstos caballeros elegantísimos con frac y preciosas damas vienesas vestidas de rosa; pero que yo recuerde, jamás se hizo en nuestro taller ningún frac ni tampoco vestido rosa alguno. Mi padre sobre todo arreglaba viejos abrigos desgastados dándoles la vuelta y se alegraba como un niño cuando en las pruebas ante el espejo la prenda, a la que había vuelto del revés por segunda vez, lucía como nueva. Al menos esto afirmaba él con los labios apretados, sosteniendo una cantidad prodigiosa de alfileres. Era un buen sastre y aquí cabe contar su anécdota predilecta de cuando le cosió un uniforme rojo a un dragón de la Guardia de Su Majestad (yo, particularmente, jamás he visto a ningún dragón en nuestro pueblo). El cliente quedó muy contento al verse en el espejo, pero dijo: «Lo único que no entiendo es por qué necesitaste todo un mes para hacer un uniforme normal y corriente, si vuestro Dios judío hizo el mundo en tan sólo seis días». A lo cual le contestó mi padre: «Pues, mire usted, señor oficial, la chapuza que le salió y sin embargo, ¡fíjese en este precioso uniforme!». Si he de darte mi opinión, no creo que esto fuera verdad.

Por aquel entonces tenía yo dieciocho años, ayudaba a mi padre en el taller, en las fiestas y las bodas tocaba cancioncillas judías con mi violín y todos los domingos les leía a los niños de la escuela de la sinagoga, o dicho a nuestro modo, en la Beit ha-Midrás, capítulos escogidos del Tanach, el Pentateuco. Y como quien dice, la lectura me salía del corazón, leía con mucho sentimiento. Sin embargo, el violín no se me daba tan bien, no era yo ningún Kogan. Practicaba el violín con el bueno de Eliezer Pinkus, mi viejo maestro, que en paz descanse. Era un hombre sorprendentemente delicado y suave en el trato, pero un día ya no pudo más y le dijo a mi padre: «Perdone usted y no se me ofenda, por favor, pero su Itzik no tiene buen oído». «¿Y qué falta le hace?», repuso molesto mi padre. «¡Él no va a oír la música, sino a tocarla!». Tenía razón mi progenitor. Ahora sé tocar más o menos, pero sigo torturando el violín que me regaló mi tío Jaím en mi decimotercer cumpleaños, mi bar-misvá, o sea, la fiesta con motivo de mi ingreso en la mayoría de edad religiosa.

Compártelo:
04 PM | 11 May

Los peces de la amargura-FERNANDO ARAMBURU

 Los peces de la amargura, la última colección de cuentos de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959). Formalmente incluye relatos en primera persona (‘Lo mejor eran los pájaros’, por ejemplo) y cuentos narrados por una voz omnisciente (‘Enemigo del pueblo’, ‘Los peces de la amargura’, etcétera); uno está escrito en forma epistolar (‘Informe desde Creta’) y otro podría considerarse más un sainete beckettiano que un cuento (‘Después de las llamas’). Desde el punto de vista de los contenidos, todos traen a un primer plano el clima de violencia social que se ha vivido en el País Vasco durante las últimas décadas, con el terrorismo de la organización ETA como telón de fondo.

En algunos relatos los personajes sufrieron daños colaterales en acciones terroristas. Es el caso del que da título a la colección, ‘Los peces de la amargura’, y de ‘Después de las llamas’, que la cierra con un guiño de humor. Entre éstos también se encuentra el interludio macabro de ‘La colcha quemada’, que refleja la miseria espiritual de los que se lavan las manos. En otros relatos los daños son directos e irreparables. ‘Enemigo del pueblo’ narra un linchamiento moral, y en ‘El hijo de todos los muertos’ un adolescente averigua cómo mataron a su padre y cae en la cuenta de que su compañera de iniciaciones amorosas es hermana de una de las asesinas. Esta asesina, cumplida la pena, recibe un sentido homenaje -con acordeón y trajes regionales- organizado por la cosa abertzale. ‘Maritxu’ y ‘Golpes en la puerta’ muestran respectivamente el vía crucis que pasa la madre de un etarra y el relato que hace un terrorista de cómo llegó a serlo.

No son retratos alentadores. Pero reflejan la regresión que se ha producido, en buena parte del territorio, al modelo represivo del primer franquismo -o de cualquier populismo nacionalista-: delaciones, amenazas, insultos, depuraciones raciales, exclusión social, consignas homicidas (¡ETA mátalos!), chismorreos convertidos en acusaciones y acusaciones convertidas en sentencias. En resumen, historias terribles que despiertan el hechizo que sienten los hombres ante la representación compulsiva del horror.

El valor histórico de estos diez

relatos reside en que documentan la sociedad de castas identitarias modelada en el País Vasco por el nacionalismo. Para quienes se interesen -hoy y dentro de cien años- por la vida cotidiana en Euskadi a finales del siglo XX y principios del XXI, no tendrá precio. Su valor literario, hay que insistir, descansa en la representación sobrecogedora de los conflictos que ha traído consigo la imposición de este modelo social. Los peces de la amargura, con la humildad deliberada de su costumbrismo lingüístico, transmite magistralmente la resignación y la culpa inducida en los parias; y también la desgracia de los educados en el odio asesino y en el mesianismo de «salvar a Euskal Herria». A Fernando Aramburu le debemos esta crónica templada y llena de futuro, tan humilde como soberbia y tan esencial como imprescindible

Compártelo:
03 PM | 11 May

Los Girasoles ciegos-ALBERTO MENDEZ


El libro contiene cuatro relatos centrados en la Guerra civil española y en los años inmediatamente posteriores:

«Primera derrota: 1939 o Si el corazón pensara dejaría de latir»: la historia de un militar durante la Guerra civil española, del bando franquista en la batalla de Madrid, que se rinde a los republicanos en cuanto supo que éstos iban a rendir sus armas a su bando.

«Segunda derrota: 1940 o Manuscrito encontrado en el olvido»: el diario de un hombre que huye de las tropas franquistas. Que, en su viaje hacia Francia, se ve atrapado en una cabaña en las montañas entre Asturias y León, alejada de todo, donde ve morir a su mujer en el parto, quedándose al cuidado de su bebé, sin ayuda ni medios, .

«Tercera derrota: 1941 o El idioma de los muertos: relato sobre una cárcel franquista, de la vida en ella, de la derrota y de los hilos alargados de la guerra, de la muerte, de los fusilamientos, del final, de la nada…

«Cuarta derrota: 1942 o Los girasoles ciegos»: historia de «un topo» -un republicano oculto en un escondite de su casa-, y de su familia, en la ciudad de Madrid en los años posteriores al fin de la guerra civil; contada a través de los ojos de su hijo y de un sacerdote que circula por los alrededores de la vida de su familia.

«Los girasoles ciegos» habla de derrotas en la derrota, habla de personas concretas, de desastres individuales debajo del gran caos de la pérdida de la guerra. De pequeños retales que no aparecen dentro de la gran tela quemada, pero que son parte de ella.

Se rompieron las cuerdas de los violines cuando la orquesta desapareció, nadie dio parte de ello, nadie reclamó por su suerte, nadie pareció notar que nada había, pero las cuerdas de los violines se rompieron, nadie las volverá a oír sonar. Ellos, los protagonistas, eran cuerdas que sonaban como el pulso del corazón; sus vidas, sus familias, sus hijos, fueron la orquesta que sonaba con ellos, la música ya no sólo era la defensa de sus ideas republicanas, sino de la razón justa, de la que ellos sentían como la recta, la que debía ser. La huida, la cárcel, no son más que el rumbo hacia la nada, el camino hacia el llanto del moribundo, al quejido del niño que va a morir, la nieve que lo tapa todo, las rejas que no volverán a cerrarse, el paredón que no volverás a mirar, el trigo donde no volverás a esconderte… y, al final, el abismo que ves derrumbarse delante y te arrastra. Te lleva sin miramientos, sin posibilidad de salvación.

Pero Méndez, no sólo habla de republicanos en el límite, en el momento justo en el que están a punto de romperse, sino que también habla de un capitán del bando nacional, que ve que las cosas no son así, no debían serlo, y descubre que su bando debe ser el otro, pero no por razones políticas, su punto de vista moral le dice que aquel debe ser su lado, puesto que ve que su bando no quiere ganar la guerra sino matar al enemigo. Pero en su caso la derrota es doble derrota, ya que no es de ningún bando; es traidor para unos y enemigo para los otros. Es él en realidad el reflejo real de un pueblo que lucha contra sí mismo.

Pero «Los girasoles ciegos» también incluyen a los vencedores: al que se ensaña, al dominante que cree disponer sobre la vida y la muerte, al dueño de la represión, a la madre de la venganza, al sacerdote de la iglesia de la muerte. Los vencidos deben serlo dos veces para orgullo del patrón de la guerra. La muerte acompaña a los palios y las botas, la vida parece olvidar a los vencidos.

Los cuatro relatos están unidos íntimamente en la trama y en el tema entre ellos. Y si la derrota amarga tuviera un lado aun más apesadumbrado, éste sería el que cuenta Méndez. Nada es posible en la caída, ya ni el destino puede salvarte, es imposible hacer nada contra él.

Compártelo:
11 AM | 08 Abr

Sin teatro en el Carlos III

Día Mundial del Teatro. El dramaturgo y director brasileño Augusto Boal ha elaborado el manifiesto de este año:

Todas las sociedades humanas son espectaculares en su vida cotidiana y producen espectáculos en momentos especiales. Son espectaculares como forma de organización social y producen espectáculos como este que ustedes han venido a ver.

Aunque inconscientemente, las relaciones humanas se estructuran de forma teatral: el uso del espacio, el lenguaje del cuerpo, la elección de las palabras y la modulación de las voces, la confrontación de ideas y pasiones, todo lo que hacemos en el escenario lo hacemos siempre en nuestras vidas: ¡nosotros somos teatro!

No sólo las bodas y los funerales son espectáculos, también los rituales cotidianos que, por su familiaridad, no nos llegan a la consciencia. No sólo pompas, sino también el café de la mañana y los buenos días, los tímidos enamoramientos, los grandes conflictos pasionales, una sesión del Senado o una reunión diplomática; todo es teatro.

Una de las principales funciones de nuestro arte es hacer conscientes esos espectáculos de la vida diaria donde los actores son los propios espectadores y el escenario es la platea y la platea, escenario. Somos todos artistas: haciendo teatro, aprendemos a ver aquello que resalta a los ojos, pero que somos incapaces de ver al estar tan habituados a mirarlo. Lo que nos es familiar se convierte en invisible: hacer teatro, al contrario, ilumina el escenario de nuestra vida cotidiana.

En septiembre del año pasado fuimos sorprendidos por una revelación teatral: nosotros pensábamos que vivíamos en un mundo seguro, a pesar de las guerras, genocidios, hecatombes y torturas que estaban acaeciendo, sí, pero lejos de nosotros, en países distantes y salvajes. Nosotros que vivíamos seguros con nuestro dinero guardado en un banco respetable o en las manos de un honesto corredor de Bolsa, fuimos informados de que ese dinero no existía, era virtual, fea ficción de algunos economistas que no eran ficción, ni eran seguros, ni respetables. No pasaba de ser mal teatro con triste enredo, donde pocos ganaban mucho y muchos perdían todo. Políticos de los países ricos se encerraban en reuniones secretas y de ahí salían con soluciones mágicas. Nosotros, las víctimas de sus decisiones, continuábamos de espectadores sentados en la última fila de las gradas.

Veinte años atrás, yo dirigí ‘Fedra’ de Racine, en Río de Janeiro. El escenario era pobre: en el suelo, pieles de vaca, alrededor, bambúes. Antes de comenzar el espectáculo, les decía a mis actores: “Ahora acaba la ficción que hacemos en el día a día. Cuando crucemos esos bambúes, allá en el escenario, ninguno de vosotros tiene el derecho de mentir. El Teatro es la Verdad Escondida.”

Viendo el mundo, además de las apariencias, vemos a opresores y oprimidos en todas las sociedades, etnias, géneros, clases y castas, vemos el mundo injusto y cruel. Tenemos la obligación de inventar otro mundo porque sabemos que otro mundo es posible. Pero nos incumbe a nosotros el construirlo con nuestras manos entrando en escena, en el escenario y en la vida.

Asistan al espectáculo que va a comenzar; después, en sus casas con sus amigos, hagan sus obras ustedes mismos y vean lo que jamás pudieron ver: aquello que salta a nuestros ojos. El teatro no puede ser solamente un evento, ¡es forma de vida!

Actores somos todos nosotros, el ciudadano no es aquel que vive en sociedad: ¡es aquel que la transforma!
Compártelo: