01 PM | 06 Dic

El Pentateuco de Isaac

‘El Pentateuco de Isaac’

Angel Wagenstein

LIBROS DEL ASTEROIDE 

«Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias», así reza el subtítulo de esta novela en la que Wagenstein relata el periplo de un sastre judío de Galitzia (antiguo territorio del Imperio Austrohúngaro, actualmente dividido entre Polonia y Ucrania) durante la primera mitad del siglo XX.

Debido a los avatares políticos acaecidos en la Europa de la época, Blumenfeld, que nace siendo súbdito del Imperio Austrohúngaro, termina siendo austriaco no sin antes haber sido ciudadano de Polonia, la URSS y el Tercer Reich.

Protegido de los caprichos de la historia por su humor, Isaac cuenta su paso por el ejército imperial y distintos campos de concentración con humor e ironía, diluyendo el evidente fondo trágico de su historia y convirtiéndola en un relato divertido y lúcido de las convulsiones que sacudieron Europa durante el siglo XX.

Tras una prestigiosa trayectoria como cineasta, Angel Wagenstein inició su carrera literaria a los setenta años con esta novela; desde entonces ha afianzado su prestigio en buena parte de Europa con numerosos galardones.

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Nuestro taller de sastrería Mode Parisienne se encontraba en la calle Mayor o, mejor dicho, casi en la única calle de nuestro Kolodetz,* miasteczko** en polaco y shtetl para nosotros. No teníamos escaparate, sino ventanas bajas con recortes de revistas parisinas y vienesas pegados en los cristales. Se podían ver en éstos caballeros elegantísimos con frac y preciosas damas vienesas vestidas de rosa; pero que yo recuerde, jamás se hizo en nuestro taller ningún frac ni tampoco vestido rosa alguno. Mi padre sobre todo arreglaba viejos abrigos desgastados dándoles la vuelta y se alegraba como un niño cuando en las pruebas ante el espejo la prenda, a la que había vuelto del revés por segunda vez, lucía como nueva. Al menos esto afirmaba él con los labios apretados, sosteniendo una cantidad prodigiosa de alfileres. Era un buen sastre y aquí cabe contar su anécdota predilecta de cuando le cosió un uniforme rojo a un dragón de la Guardia de Su Majestad (yo, particularmente, jamás he visto a ningún dragón en nuestro pueblo). El cliente quedó muy contento al verse en el espejo, pero dijo: «Lo único que no entiendo es por qué necesitaste todo un mes para hacer un uniforme normal y corriente, si vuestro Dios judío hizo el mundo en tan sólo seis días». A lo cual le contestó mi padre: «Pues, mire usted, señor oficial, la chapuza que le salió y sin embargo, ¡fíjese en este precioso uniforme!». Si he de darte mi opinión, no creo que esto fuera verdad.

Por aquel entonces tenía yo dieciocho años, ayudaba a mi padre en el taller, en las fiestas y las bodas tocaba cancioncillas judías con mi violín y todos los domingos les leía a los niños de la escuela de la sinagoga, o dicho a nuestro modo, en la Beit ha-Midrás, capítulos escogidos del Tanach, el Pentateuco. Y como quien dice, la lectura me salía del corazón, leía con mucho sentimiento. Sin embargo, el violín no se me daba tan bien, no era yo ningún Kogan. Practicaba el violín con el bueno de Eliezer Pinkus, mi viejo maestro, que en paz descanse. Era un hombre sorprendentemente delicado y suave en el trato, pero un día ya no pudo más y le dijo a mi padre: «Perdone usted y no se me ofenda, por favor, pero su Itzik no tiene buen oído». «¿Y qué falta le hace?», repuso molesto mi padre. «¡Él no va a oír la música, sino a tocarla!». Tenía razón mi progenitor. Ahora sé tocar más o menos, pero sigo torturando el violín que me regaló mi tío Jaím en mi decimotercer cumpleaños, mi bar-misvá, o sea, la fiesta con motivo de mi ingreso en la mayoría de edad religiosa.

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