derrida y la academia
PATRICIO PEÑALVER
PATRICIO PEÑALVER
Pregunta inquietante y seductora. ¿Quién no se la planteó alguna vez? ¿Quién no sospechó que la convivencia era sólo una vecindad de cuerpos, un pegoteo incómodo, o tal vez acostumbrado, de dos unidades inconexas, obligadas a habitar un espacio común? Habitamos ese espacio y descubrimos, tarde o temprano, que de común ya no tenemos nada. Pero ya vivimos juntos, contesta enseguida Touraine y traza, en el texto que lleva por nombre la inquietante pregunta, una radiografía de esta convivencia. O dicho de otro modo, las posibilidades de que ese espacio sea realmente común y que, de alguna forma, organice los fragmentos dispersos, las heterogeneidades que ahora parecen irreconciliables. Ya vivimos juntos, habría que ver cómo lo hacemos en una época particularmente difícil para negociar diferencias. Los efectos visibles no son muy alentadores, un maestro muerto por protestar, escraches violentos, estaciones incendiadas por hartazgo, trabajadores y estudiantes descontentos y gente desconcertada en una ciudad cada vez más ajena. Fragmentada como sus habitantes. Leer a Touraine, preguntarnos si realmente podremos vivir juntos es una pregunta que nos hacemos desde el colectivo.
El circuito cultural que conforman el Museo Arqueológico, la Biblioteca Nacional, el Museo del Prado, el Thyssen y el Centro de Arte Reina Sofía, entre otros, articula una de las zonas más prósperas de Madrid. Con el prestigioso pulmón verde del Parque del Buen Retiro cerca, el poder y la alta cultura sellan allí una entrañable comunión urbanística. Es la Madrid de la modernidad, con los amplísimos bulevares que permiten apreciar la fastuosidad edilicia del neoclasicismo y que rematan en Atocha, el corazón ferroviario de la ciudad. La perspectiva ese domingo, sin embargo, no era muy alentadora. Una larguísima cola, de varias cuadras, esperaba frente al Museo del Prado. La mayoría jóvenes que parecían salidos de algún atelier o facultad de artes. Grandes carteles anunciaban una muestra temporaria de Tintoretto, le echamos la culpa del contratiempo, entonces, al pintor italiano. «¿Tanta gente por Tintoretto?», le pregunto a un uniformado del Museo. El hombre me mira desconcertado. «¡Era un maestro!», exclama con un gesto de reprobación. Le aclaro que concuerdo con él, que me encantan el Renacimiento y el Manierismo, que es una lástima que no lo hubieran traido también a Caravaggio y que no se quedaran ambos para siempre en el Prado, que todo era un problema de tiempo, de espera, pero me interrumpe en seco: «Las colas no son solo por Tintoretto, el domingo la entrada al Museo es gratuita», agrega con cierto desgano.
Volvemos el martes, no hay colas, solo turistas. Hay, indudablemente, una ciudad que, a pesar del esplendor, se está volviendo difícil también para sí misma.
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Es frecuente oír o leer en los medios de comunicación el alto número de parejas que se deshacen. Muchas de ellas por problemas que competen al eje de la fidelidad-infidelidad. ¿Es un fenómeno propio de nuestra época?. Tal vez la fidelidad en la pareja sea para algunos un ideal difícil de alcanzar. Desde el psicoanálisis podríamos decir que el prototipo de vínculo de ideal de fidelidad sería solo la dupla madre-hijo. Y aún así y paradójicamente es necesario que esa mujer que cuidara y amara a su hijo le sea de algún modo infiel y permita a su hijo entrar en la triangulación edípica, donde el hijo deberá descubrir que más allá de él mismo, en la mente de su madre, está su propio padre. Eso marca el momento evolutivo en todo ser humano del sentimiento de exclusión. Por tanto padecer de infidelidad es en cierto modo condición humana. Freud recibía en su consultorio de Viena mujeres que no solo eran fieles, sino también reprimidas y que aceptaban esa servidumbre socialmente instaurada en la Viena de principios del siglo XX. De algún modo la mujer “perdía” su libido. Freud, por el contrario, veía en el hombre una disociación de su vida erótica. Podía realizar transgresiones y desenfrenos sexuales con mujeres ligeras, mientras que con la esposa-madre primaba el respeto y la valoración, con una sexualidad cuya finalidad era la procreación. Por tanto, la infidelidad sería un estado casi natural del hombre con un dominio de su deseo. El mito de la fidelidad femenina sería el de Penélope: esposa de Ulises, rey de Itaca y madre de Telémaco, resistió noblemente a las instancias amorosas de sus pretendientes, manteniéndose fiel a su marido, que había ido a la guerra de Troya. Prometió casarse con uno de ellos cuando terminara de tejer una tela, pero por la noche deshacía la labor hecha durante el día para no acabarla nunca. Es de destacar la espera, paciencia, silencio, soledad y contención de Penélope. Además del sufrimiento. Era ayudada por la diosa Palas Atenea manteniéndola esperanzada de la vuelta de su amor. Penélope se siente amada. Eso es fundamental en el eje de su fidelidad. Aun en ausencia de Ulises ella percibe su amor. Por tanto su espera es tranquila y segura. En el terreno erótico ella es capaz en su lealtad de una abstinencia total y una adherencia libidinal al amado. Pero también presenta una faceta excesiva. ¿Cómo no sucumbe al empuje de la pulsión?. ¿Es un poder femenino exagerado?. ¿Ha entrado ella en el campo del amor verdadero?. ¿Existirían las Penélopes del siglo XXI?. Freud siempre planteó la esencia de la condición de la sexualidad humana en la bisexualidad. Habría en cada hombre o en cada mujer dos polos: el masculino y el femenino, amalgamados y con preponderancia, dependiendo del género de un polo u otro. Como diría Winnicott: “elementos masculinos y femeninos separados que se encuentran en hombres y mujeres”. Pero no olvidemos que ese sentimiento de apego de un ser por otro, profundo, a veces incluso violento y cargado también de ambivalencia y que llamamos amor, está también muy marcado por el narcisismo. El amor es la única fuerza que puede conducir el mundo oponiéndose a tánatos. Pero el amor es distinto al deseo. ¿Existiría una fidelidad al amor implicando una infidelidad a nuestro propio deseo?. Freud es claro en esto. Para él, el objeto de la pulsión es lo más cambiable y contingente. Al menos la infidelidad debería estar presente en el terreno de la fantasía. Freud indica también la necesidad de muchas mujeres mas que de amar de ser amadas y también que a veces el amor aparente por otro disimula un amor mucho más real a la propia persona. ¿Cómo dejar de ver que muy a menudo el sujeto ama al otro en tanto le devuelve de sí mismo una imagen favorable?. Volviendo a Penélope, tal vez ella representa el campo del amor verdadero. Eminentemente femenina, dulce, esperanzada, fiel y triste sin su hombre. Frente a ese amor sosegado y tranquilo de Penélope hay también amores enlazados a la locura. El sujeto puede enloquecer de amor. Aquí el amor está fuertemente impulsado por lo pulsional e incendia el mundo de la fantasía de fuegos de artificio. En cualquier caso todo sentimiento amoroso evoluciona y madura con el paso de los años. No se ama de la misma manera a los 20 que a los 60 años. Pero es un envejecimiento conjunto de la pareja. El arte es acompañar al otro en sus variaciones y enriquecerse en la mutua compañía. El entendimiento sexual es fundamental en este proceso. Si éste falta, la unión se resquebraja; y esto es fundamental para cada uno de los integrantes, pero sobre todo para la mujer. Una mujer insatisfecha sexualmente lo es también afectivamente y marcará una profunda herida narcisista en ella. Tal vez el hombre reaccione con mas rabia a la insatisfacción sexual, incluso con agresividad y la mujer con mas tristeza y tendencia a la depresión. ¿Es posible una sana fidelidad no asfixiante en la relación de pareja con espacio para la evolución personal de cada uno de los integrantes?. Mi respuesta es sí. Para ello es necesario perpetuar los encuentros deseantes. Y es necesario, paradójicamente, una suerte de prohibiciones en la relación que mantengan el misterio y el deseo. En ello la mujer puede ser una artista, al modo de una danza de los siete velos mantenida en el tiempo donde siempre puede quedar algo por descubrir. Pienso que no debe quedar todo saturado de golpe. Es una suerte de transgresiones y prohibiciones interminables, donde cada miembro de la pareja debe poder ser excluido mutuamente en beneficio de la felicidad del amado. Y algo muy importante: la admiración recíproca: ¡Mi amada o amado debe ser el mejor! : la mejor de las madres, la más generosa; cada uno puede pensar ahí según su situación. Y los pequeños detalles: el beso en la noche a la amada antes de acostarse que sale del corazón, la película de los miércoles en compañía el uno del otro, las rosas que llegan inesperadamente al trabajo, y el estar a gusto juntos, disfrutando de la mutua compañía. En ese entorno sí puede mantenerse la fidelidad. Se puede ser Penélope, desde el lado mujer que todos los seres humanos tienen. Y no sentir vergüenza cuando a veces nos sentimos niños que miramos a la compañera como madre pero también viendo en ella a una amante, y ella ser en parte y a veces una niña con su compañero siendo también él para ella un amante. Para mí el amor es un misterio. La mujer amada, en mi caso me proporciona una maravillosa sensación de vida esperando yo poder producir en ella la misma sensación. Pero también el amado o la amada ponen límites, refrenan y hacen sufrir. Excitan el deseo y también lo frustran. Amor y sufrimiento van unidos. Ese es el misterio de la vida, del mismo modo que Penélope sufría en su espera. Madrid Marzo de 2007 Alfonso A. Gómez Prieto |
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