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Billy Wilders. Nadie es perfecto… salvo él

Billy Wilders. Nadie es perfecto… salvo él
Alfonso Peláez (Colectivo Rousseau)
10 de septiembre de 2019

Para esta temporada el cine del Colectivo Rousseau tiene novedades importantes.Unas, motivadas por la necesidad. Otras, por un ánimo de imprescindible renovación. Las de la necesidad ya casi no son novedades: las conocéis casi todos: Nueva sede, nueva tarifa. Las
voluntarias consisten fundamentalmente en que trabajaremos en base a ciclos. Breves. De directores indiscutiblemente consagrados. Y en los que se presentarán los títulos menos conocidos, y por tanto menos vistos, de la filmografía de cada autor que desfile por esta sala.
Es el caso del próximo: Billy Wilder. Nuestro querido y admirado Billy Wilder, de quien veremos Cinco tumbas al Cairo (1943); La vida privada de Sherlock Holmes (1970); En bandeja de plata (1966); y Uno, dos, tres(1961). ¿Por qué queremos a Billy Wilder? Wilder, en realidad, no fue más que un elegante señor
vienés, que incorporó el desaliño americano con la moderación suficiente para no dejar de ser un elegante señor vienés hasta su muerte.
Pero ni siquiera había nacido en Viena, sino en Sucha, en la extrema provincia de Galitzia, entonces, 1906, perteneciente al Imperio Austrohúngaro. Llegó a NY en 1933 con 11 dólares en el bolsillo, pero gracias a su talento extraordinario y a su capacidad de adaptación, es decir, a su inteligencia, cincuentaiséis años más tarde la galería Christie’s de la misma ciudad consiguió 32 millones y pico de dólares por su magnífica colección de arte, que incluía cuadros de Picasso, Botero o Paul Klee. Muchísimo más dinero del que le habían aportando los 31 títulos, entre guiones y dirección, que engendró a lo largo de casi medio siglo entregado al oficio de hacer cine en Hollywood.
De todos modos, Hollywood fue agradecido con su genio, y se lo recompensó con seis Oscar. Por su parte, él nunca supo qué hacer con las seis estatuillas. Utilizarlas de tope para las
puertas le parecía degradante para la Academia y ponerlas sobre la chimenea del salón lo consideraba presuntuoso. De lo que sí presumía con frecuencia era de haber aparecido dos veces en el crucigrama del NY Times. Ya se sabe, la eterna rivalidad de los de Los Angeles con los neoyorkinos. Nada parece halagar tanto a un angelino como triunfar entre los rascacielos de Manhattan. Ese detalle revela tal vez hasta qué punto fue poseído por el espíritu
americano. Pero como les decía, nunca dejó de ser un elegante señor vienés.
Como cineasta fue versátil, osado, sagaz y brillante. Entendió el cine como lo que fue en su mejor época: el antídoto perfecto para paliar las dolencias producidas por la realidad sin perder la conciencia. Sus diálogos punzantes, siempre críticos, a veces cínicos, sacan a la
superficie las aristas más abominables de la naturaleza humana sin herir en exceso la sensibilidad del espectador.
Dio unas cuantas lecciones de cine siendo, por ejemplo, más Hitchcock que Hitchcock, en Testigo de Cargo; más negro que nadie en Perdición; ablandando al rocoso Bogart en Sabrina;
exacerbando la ambición de un pringao en El Apartamento; levantándole las faldas a la Monroe en La tentación vive arriba; o vistiendo de mujer, de principio a fin de la peli, a Walter
Mathau y a Jack Lemmond en Con faldas y a lo loco.
Y fue tan visionario como para comprender con treinta años de antelación que el Muro de Berlín no caería por la acción del espionaje ni de las bombas, sino por la de una compañía
multinacional radicada en Atlanta: Coca-Cola. Lo contó en Uno, dos, tres. Fracasó a la primera, al estrenarse en 1961. Pero arrasó en el reestreno en el 86, cuando ya casi todo el mundo lo estaba viendo venir. Yo disfruté esa peli en la tele. Con mi abuelo. En una fecha hoy indeterminada, tal vez con trece, catorce años. Mi abuelo y yo nos reíamos mucho con
frecuencia (a mi abuelo solo le faltó haber sido judío y emigrar a Hollywood para ser Billy
Wilder). Decía, que con frecuencia, mi abuelo y yo nos reíamos mucho, pero esa noche fue especial. Yo tardaría años en saber quién era Wilder, sin embargo aquella sesión supuso un empujón muy grande para llegar a comprender que en el mundo existía un antídoto casi perfecto para paliar las dolencias producidas por la realidad sin perder la conciencia: el buen cine.
La que vamos a ver a continuación, Cinco tumbas al Cairo, es la segunda adaptación de una
obra de teatro Hotel Imperial, del húngaro Lajos Biró. La obra original está ambientada en la Primera Guerra Mundial, con los feroces combates entre rusos y austriacos por el control de
una ciudad estratégica de Galitzia (hoy Polonia) como fondo. Wilder y Charles Brackett, en este caso, trasladan la acción a la Segunda Guerra Mundial. A la campaña de Rommel con su Afrika
Korp. Atentos a la actuación de von Stroheim en el papel del Mariscal Rommel.
Nada más. Disfruten del arrollador talento narrativo de Billy Wilder.
AP/Colectivo Rousseau
10/09/19

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