06 PM | 12 Jun

SARDÀ

Lo que se recuerda en estos momentos son muchos rostros, y en el caso de las grandes actrices, multiplicaciones que rozan el vértigo. Se impone atrapar fragmentos porque el tren pasa muy aprisa por demasiadas estaciones. Una noche de verano en su casa de Camallera, cenando con la Sardà, con mi mujer, con Papitu Benet y con Carme Cané. La Sardà se levanta, vuelve con un puñado de folios, y comienza a leer. Esta noche le apetece, nos dice, leer algunos textos, fragmentos de “obras todavía sin título, para cómo suenan”. No suenan con la ferocidad de tantas piezas, memorizadas o pura improvisación. Suenan con una claridad transparente, como si acabaran de brotar, una dulzura inusitada. No recita para lucirse. Tardo un poco en caer en la cuenta de que nos estaba haciendo un regalo.

Volvemos atrás en el tiempo. Y en la multitud de rostros. El que regresa más veces es el de Carol Burnett: risa ácida, ojos empapados. La primera vez que la vi con las dos caras de Burnett fue en 1979, en el Lliure, dirigida por Pasqual, uno de sus grandes guías. El espectáculo que aquella noche me atizó como un doble lingotazo fue Rosa i Maria. Dos monólogos, dos mujeres, dos nombres. Una entrega de humor, y una historia, de golpe, te partía el corazón. No recuerdo lo que improvisaba, ni lo que llevaba escrito. Recuerdo un pasaje centroeuropeo, una balada de Brecht, un poema de Martí i Pol, y diría que un galope de risa libre y vodevilesca con el toque de Terenci Moix. Hablando de parejas, cómo echo de menos lo que ya no veremos: Sardá y Machi, pareja ideal. Funciones en las que Sardá se dio a conocer, a mitad de los sesenta: su debut en Cena de matrimonios de Paso, con la compañía de Carlos Lucena y Dora Santacreu, y su lanzamiento, en el 69, con El Knack, de Ann Jelliscoe, dirigida por Ventura Pons. Su lista de piezas de teatro es inacabable. Y la de cine arranca tarde, en 1980, y ya no para. Sus trabajos en televisión siguen un patrón semejante.
He de elegir, no hay otra opción. En la década de los 2000 borda un éxito tras otro. Me quedo con la joya de humor amargo y lágrimas en el rol de la doctora Vivan Bearing, enferma terminal, valiente como pocas, en Wit (2004) de Margaret Edson. Y el mano a mano con Núria Espert (Bernarda Alba) y la Sardà como Poncia, uno de los grandes momentos de Pasqual. Otro Pasqual de aúpa: Crecenunsoldèu y Dona no reeducable, dos monólogos de Stefano Massini (el primero de Sardá, el segundo de Miriam Iscla), abriendo la temporada del Lliure en 2015. Por ese entonces arrancó la enfermedad, contra la que combatió como una jabata. Recuerdo de golpe, y entiendo ahora, quizás, el golpe de llanto de Pasqual, una tarde en su casa de paseo de Gracia, mientras atardecía, evocando una función lejana pero llena de vida. La obra creo que era Roses roges per a mi, de Sean O’Casey. Que para ti sean esas rosas, Sardá.

MARCOS ORDOÑEZ

Compártelo:

Escribenos un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *