12 AM | 27 Ago

NADAR EN LAS AGUAS DE LA MEMORIA

El siguiente texto ofrece comentarios sobre la cinta Roma, dirigida por Alfonso Cuarón (2018), con descripción detallada de algunas de sus escenas.PorJuanPabloCasrrillo

Un apunte simbólico

En la mitología griega, Mnemósine era la figura tutelar de la memoria. Se trataba de una titánide, hija de Gea y de Urano, una divinidad anterior a los hombres y a los dioses del Olimpo. Con el tiempo, se convirtió también en una de las dos fuentes que se encontraban en el Hades. Leto, la fuente del olvido, era aquella de donde bebían los muertos antes de entrar al inframundo para borrar todos sus recuerdos. Mnemósine en cambio era la fuente de la memoria, y se dice que sólo los iniciados en los misterios acudían a beber de sus aguas. (Quizá Aby Warburg tenía esto en mente cuando acuñó la expresión “ola mnémica” para referirse a “esas eventuales sacudidas de la memoria que golpean a una civilización en la relación con su pasado”).

En los textos védicos también se habla de las “aguas mentales”. Como las olas en una playa, los pensamientos bañan a cada instante las orillas de nuestra conciencia. Van y vienen, uno detrás de otro, ininterrumpidamente. Se suceden a veces con tranquilidad y a veces con violencia.

 

La primera secuencia de Roma manifiesta ya que todo lo que veremos a continuación es el resultado de nadar en las aguas la memoria. A cuadro miramos un piso hecho de losetas; el marco de la imagen es inicialmente el sonido, en el cual se combinan los ruidos de la calle y poco después los pasos de una persona que camina muy cerca. Al instante siguiente se oye un ruido de agua que choca y corre contra el piso. Después otro. Y otro más. En pocos segundos el agua ya está ahí, en la pantalla. Se queda fija, creando con su reflejo un espejo momentáneo donde se mira otra cara de la realidad: el cielo, un barandal, un avión que cruza. Pero una nueva ola llega y borra esa imagen, la cual sin embargo pronto se restituye, en la quietud del agua que se estanca. Hasta que otra vez otra de estas olas lo conmueve todo.

De esta imagen inaugural quizá pueda decirse que posee resonancia con las secuencias casi al final de la cinta, que ocurren en las costas de Veracruz. En especial, vale la pena detenerse en el momento en que Cleo (Yalitza Aparicio) sale del mar llevando consigo a los niños a punto de morir ahogados. Aunque no sabía nadar, Cleo camina entre las olas y los rescata. Ya en tierra firme, con los niños a salvo, se deja vencer por el esfuerzo y comienza a llorar, podríamos suponer que incontroladamente. No llora sin embargo por el peligro que acaba de afrontar o por el riesgo de muerte en el que estuvieron los niños. O no sólo por eso. Como ella misma saliendo de mar, de su interior salen unas palabras: “No la quería. Yo no quería que naciera”. Se refiere, por supuesto, a la hija que concibió con Fermín y que nació muerta (ese oxímoron doloroso de la medicina).

Desde el momento del parto hasta este en la playa, Cleo se muestra en la cinta profundamente afectada, triste y sobre todo silenciosa. “¿Qué? ¿Te volviste muda?”, le pregunta con inocencia el más pequeño de los niños que cuida, en una escena anterior. Pero ese silencio se rompe así: con palabras que ella sabía, que quería y necesitaba pronunciar, pero que por distintas razones parecían no poder emerger.

A la memoria se entra apaciblemente, pero sus aguas son profundas, e inconstantes sus corrientes.

 

Un apunte sobre la memoria personal

La memoria es una noción compleja que se mueve al mismo tiempo en distintos planos. La mayoría de nosotros la entiende como una “pertenencia” individual, hecha de aquellos recuerdos que viven en nuestra mente. Sin embargo, por la manera en que se construye, la memoria siempre está en conexión con algo más, lo cual la vuelve al mismo tiempo “ajena”. Nuestra memoria es también la memoria de otros. Por eso es posible concebir la noción de memoria colectiva, la memoria de una época o la memoria de una ciudad.

En Roma, esa trama compleja está tejida con habilidad y belleza. La memoria personal, por ejemplo, tiene un momento particularmente hermoso en la secuencia en la que el padre de la familia llega a casa, presentándose por vez primera en la película. Pudiéndolo presentar de una manera clásica o trivial, Cuarón eligió en cambio hacerlo a través de una edición de fragmentos que a su vez están hechos de fragmentos: los faros encendidos deslumbrando la mirada, el coche imponente, la sucesión de operaciones y el cálculo milimétrico para estacionar el auto, los cambios de velocidad, los dedos sosteniendo el cigarrillo, la música orquestal en la radio (la Symphonie fantastique de Berlioz), etcétera.

Esta suma de recursos visuales es creativa y sobre todo precisa. Da cuenta, por un lado, de la expectativa de los niños ante el papá que llega, envuelto en una nube de seriedad y autoridad. De hecho, cuando esta secuencia termina, es un tanto anticlimático ver descender del auto a un hombre común y corriente, más bien normal y sin ningún atractivo que lo destaque.

Sin embargo, esa es la efectividad del recurso. Cuarón atinó a encontrar una forma de reflejar la manera en que un niño imagina a su padre y cómo dicha imagen se asienta en la memoria. Fragmentada por todo aquello que está implícito en algo tan importante como este hecho cotidiano: “papá llegó”.

La memoria personal es así, como un sueño hecho piezas, confuso cuando intentamos posar una mirada panorámica que nos revele su sentido. Sin embargo, coherente, según la sensación profunda que tenemos respecto a ese rompecabezas que se nos presenta.

 

Un apunte técnico

Hay una elección técnica que se ha vuelto parte de la estética de Alfonso Cuarón. Según ha declarado él mismo en diversos momentos, al dirigir una película se ha interesado siempre por mantener el interés narrativo tanto en el primer como en el segundo plano. Lo habitual (por fácil) es que en una película lo que ocurre, ocurra en el primer plano, y que al fondo se relegue el contexto, lo circunstancial, lo anecdótico, lo francamente prescindible. No así para Cuarón, quien se empeña en dar contenido también a ese segundo plano.

En el caso de Roma, este elemento conduce a resultados notables en el objetivo de recrear la memoria. Si, como decíamos, ésta puede imaginarse como hecha de tramas o de hebras, de ondas que se suceden una a otra sin parar, la superposición de planos relevantes en un mismo cuadro acerca a la cinta a esa construcción compleja de los recuerdos de una persona y aun de una época.

De los varios ejemplos que podrían tomarse de la cinta, es posible referir la escena en la que los niños comen un helado luego de saber que su padre dejará la casa familiar y se separará de su madre. En la escena, ellos están en un primer plano, tristes, confundidos, mientras que en segundo plano se celebra una boda de la cual, eventualmente, es imposible desentenderse.

Pero así es la memoria. Sólo un esfuerzo suplementario, artificial, nos entrega imágenes separadas de su contexto, pero lo cierto es que un recuerdo nunca existe aislado. Esa es la riqueza de la memoria.

 

Al respecto del final

En el final de la cinta, Cleo está “de vuelta”: de vuelta en la casa familiar y en su rutina cotidiana pero también devuelta a sí misma, al flujo de la vida. En la secuencia final, la cámara sigue a Cleo en su ascenso a los lavaderos, en la azotea del edificio. La vemos subir la escalera llevando consigo un bulto de ropa sucia. La vemos salir de la escena y la cámara se queda así, como una mirada suspendida sobre el cielo, contemplándolo sin prisa ni propósito, como si no hubiera otra cosa qué hacer en el mundo (más que soñar, acaso).

 

Un apunte sobre todo aquello que se exige que Roma sea (pero no es)

La cualidad más evidente de Roma es en cierto sentido la menos obvia: es una película hecha de memoria.

Tan habituados como estamos a ver, no se nos ocurre que también podríamos aprender a mirar.

 

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