06 PM | 22 Mar

El odio a la poesía

En Paterson, de Jim Jarmusch, el joven conductor de autobuses del mismo nombre –admirador del magno poema de William Carlos Williams del mismo nombre y residente en la ciudad del mismo nombre– escribe poemas a hurtadillas; por ejemplo, poco antes de empezar su jornada laboral, sentado al volante. Resulta enternecedora esa secuencia en la que, en los minutos previos al primer trayecto, el encargado llama a la puerta del coche del protagonista para indicarle que ya puede arrancar, y entonces intercambian unas palabras: mientras el hombre parece regodearse en el relato de sus pequeñas desgracias familiares, Paterson no dice nada. Solo asiente.

Recuerdo, en mi primera juventud –y casi me largo del cine a media proyección, por la indignación que me produjo–, la famosa El club de los poetas muertos. Me ­pareció que esa, a mi juicio, funesta historia –tramposa, cuando menos– bastar­deaba todo misterio lírico con el pringoso lodo de las palabras mayúsculas: Libertad, Amor, Revolución… El secretísimo poeta Paterson se me antoja la antítesis perfecta del histriónico profesor encarnado por el malogrado Robin Williams, acicate de conciencias juveniles e incipientes ta­lentos… Paterson, además, no tiene ninguna intención de publicar sus versos, pese a la machacona insistencia de su mujer. Es más, cuando el execrable bulldog con el que convive la pareja hace trizas el ­cuaderno en el que está escrita toda la poesía del protagonista, estoy convencido de que este, en su fuero interno, siente ­rabia por haber perdido su obra (convertida en sabrosa merienda para el vengativo chucho, al que, en realidad, Paterson ­detesta), pero, a la vez, una gran liberación por no tener que darla jamás a la luz pú­blica. En esos poemas masticados e inservibles está, en forma de aborto más que en ciernes, el poeta ideal que nunca se sabrá que lo fue.

Alpha Decay acaba de publicar El odio a la poesía, de Ben Lerner. La tesis es que sentimos odio hacia la escritura lírica por la imposibilidad que nos embarga al pergeñar un poema, o incluso al leer uno de autor reconocido. Es la insalvable distancia entre la Poesía –el canto– y sus realizaciones imperfectas: “El poema es siempre el registro de un fracaso”. Por eso, según Lerner, odiamos la poesía, pero insistimos en ella. Paterson, con sus versos convertidos en papel masticado, odia la poesía y la ama más que nunca.

Jordi Llavina, el autor del prólogo de los poemas de Vinyoli que leímos el pasado martes de febrero.

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