10 PM | 21 Ene

La leyenda de la ciudad sin nombre, día 26, 18 horas

La leyenda de la ciudad sin nombre. (Paint your wagon. Joshua Logan, 1969)
Western/Comedia musical. Estados Unidos. 158 min. color. VOS.

Apuesto lo que quieran a que nadie de ustedes ha oído hablar de Joshua Logan
con anterioridad. De hecho, al teclear ese nombre en Google, la pantalla titubea unos
instantes y luego nos dice que es un escritor ganador de un premio Pulitzer teatral. ¡Ya
ven! Cuando por lo que realmente se ganó el derecho a aparecer ahí es por haber
dirigido una divertidísima película, la de esta tarde: La leyenda de la ciudad sin nombre.
Un western que transforma un musical de Broadway en una historieta descacharrante
y desprejuiciada para el celuloide.
Hay personas convencidas de que el día en que la raza humana dejó de
moverse al ritmo que le marcaban las estaciones con sus frutos comestibles y las
migraciones de los animales dignos de ser cazados, ese día, comenzó la decadencia de
la especie. Ben Rumson, uno de los personajes protagonistas interpretado por Lee
Marvin, se manifiesta como uno de los más fervientes partidarios de tal teoría. A todo
aquel que comete alguna torpeza impropia de un hombre cabal lo tacha de ¡granjero!
como expresión de absoluto desprecio. Ben, con su tono, quiere dejar claro que nada
bueno cabe esperar de aquellos pertenecientes a la estirpe del que plantó la primera
semilla, y, para hacer tiempo hasta que llegara la recolección, se puso a criar gallinas,
ovejas y cerdo: ¡Granjeros!

La historieta de Logan, que en realidad es la de Alan Jay Lerner, se ambienta en
la California recién arrebatada a los mexicanos. En un lugar deshabitado y salvaje,
junto al río Sacramento, acaban de encontrar oro. Es la fiebre del oro. Es la llamada a
todos los aventureros del mundo (lo subraya la letra de la primera canción en varios
idiomas). Es el alegre desmadre de los que carecen de tasa, porque nada más hay que
cavar una fosa para dar con el precioso metal y hacerse rico. Así empieza.
La producción está muy bien respaldada por el presupuesto. Hay exteriores de
postal; hay cientos de extras; hay un buen plantel de secundarios cualificados, y hay un
trío protagonista de postín. Clint Eastwood que se está consolidando con las películas
que interpreta en España; Jean Seberg a quien Godard ya ha santificado, y un Lee
Marvin encumbrado tras Los profesionales o Doce del patíbulo. Todo eso está ahí. Pero
en el cine, se necesita la chispa para que el todo sea más que la simple suma de las
partes. Logan lo consiguió. Tal vez, en este caso la chispa detonante sea el tono, haber
acertado con el punto exacto de despreocupación para colar, en aquel tiempo, las
irreverencias más subversivas contra la moral dominante.
La leyenda conculca de manera contumaz y sistemática al menos tres Códigos.
A saber: El Civil, el Mercantil y el Penal. Poligamia, estafa reiterada y secuestro, entre
otros delitos explícitos. Es posible, incluso, que el Código Militar también, puesto que
Ben Rumson, uniformado, lidera la patrulla que secuestrará un carricoche repleto de
prostitutas francesas. Lo grande es que tamaño atentado contra la ley y el orden
vigentes en el momento del estreno se endosó como si tal cosa, gracias al amable
envoltorio de ironía, música y desenfado que nos regala el film.

En todo caso, tras de la divertida traca final, donde un dios enormemente
astado arrasa la ciudad y desposee a sus habitantes como castigo por tanto pecado
cometido, la decencia termina imperando. Los matrimonios vuelven a estar
compuestos por dos personas de distinto sexo y las fértiles tierras del valle, en lugar de
oro, darán frutos cultivados por granjeros.
Nada va a quedar allí de la muy elemental ética de los Ben Rumson de este
mundo, la que le anuncia al socio cuando se conocen: “Jamás he engañado a un socio”.
Esa moral simple y saludable que algunos alcanzamos a ver practicar a nuestros
abuelos: pagar las deudas, enterrar a nuestros muertos y jamás engañar a un socio,
esos principios quedarán barridos del lugar al final de la historia cuando se vaya el
último carro de la caravana de los eternos desnortados.
Alguien ha dejado escrito que conviene no confundirse: el western no trata de
contarnos lo que fue la conquista del Oeste, solo trata de trasmitirnos ―más o menos
conscientemente― la visión que los americanos tenían de la conquista, filtrada por los
valores, o los prejuicios, del momento en el que se estaba produciendo el western.
Este del que hablamos se produjo cuando los hippies se doraban al sol en las luminosas
playas de California. Con eso les digo todo.

Alfonso Peláez.
Colectivo Rousseau

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