…………………………….. HABIA UN HOMBRE EN LA ISLA DE HAWAII AL QUE LLAMARE … El diablo de la botella»
por Robert Louis Stevenson
HABÍA un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto; pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela; además era un marinero de primera clase que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!», iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete; los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo, maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse, se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.
–Es muy hermosa esta casa mía –dijo el hombre, suspirando amargamente–. ¿No le gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó su gran admiración.
–Esta casa –dijo Keawe– es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga usted más que suspirar?
–No hay ninguna razón –dijo el hombre–, para que no tenga una casa en todo semejante a ésta, y aún más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún dinero, ¿no es cierto?
–Tengo cincuenta dólares –dijo Keawe–, pero una casa como ésta costará más de cincuenta dólares.
El hombre hizo un cálculo.
–Siento que no tenga más –dijo–, porque eso podría causarle problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.
–¿La casa? –preguntó Keawe.
–No, la casa no –replicó el hombre–; la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un cuello muy largo; el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo que se movía confusamente, algo así como una sombra y un fuego.
–Ésta es la botella –dijo el hombre; y, cuando Keawe se echó a reír, añadió–: ¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le sucedía.
–Es una cosa bien extraña –dijo Keawe–, porque tanto por su aspecto como al tacto se diría que es de cristal.
–Es de cristal –replicó el hombre, suspirando más hondamente que nunca–, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la sombra que vemos moverse es la suya, al menos lo creo yo. Cuando un hombre compra esta botella, el diablo se pone a su servicio; todo lo que esa persona desee, amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como San Francisco, será suyo con sólo pedirlo. Napoleón tuvo esta botella, y gracias a su virtud llegó a ser el rey del mundo; pero la vendió al final y fracasó. El capitán Cook también la tuvo, y por ella descubrió tantas islas; pero también él la vendió, y por eso lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella desaparecen el poder y la protección; y a no ser que un hombre esté contento con lo que tiene, acaba por sucederle algo.
–Y sin embargo, ¿habla usted de venderla? –dijo Keawe.
–Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo –respondió el hombre–. Hay una cosa que el diablo de la botella no puede hacer… y es prolongar la vida; y, no sería justo ocultárselo a usted, la botella tiene un inconveniente; porque si un hombre muere antes de venderla, arderá para siempre en el infierno.
–Sí que es un inconveniente, no cabe duda –exclamó Keawe–. Y no quisiera verme mezclado en ese asunto. No me importa demasiado tener una casa, gracias a Dios; pero hay una cosa que sí me importa muchísimo, y es condenarme.
–No vaya usted tan de prisa, amigo mío –contestó el hombre–. Todo lo que tiene que hacer es usar el poder de la botella con moderación, venderla después a alguna persona como estoy haciendo yo ahora y terminar su vida cómodamente.
–Pues yo observo dos cosas –dijo Keawe–. Una es que se pasa usted todo el tiempo suspirando como una doncella enamorada; y la otra que vende usted la botella demasiado barata.
–Ya le he explicado por qué suspiro –dijo el hombre–. Temo que mi salud esté empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno es una desgracia para cualquiera. En cuanto a venderla tan barara, tengo que explicarle una peculiaridad que tiene esta botella. Hace mucho tiempo, cuando Satanás la trajo a la tierra, era extraordinariamente cara, y fue el Preste Juan el primero que la compró por muchos millones de dólares; pero sólo puede venderse si se pierde dinero en la transacción. Si se vende por lo mismo que se ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario como si se tratara de una paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya ido disminuyendo con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte francamente barata. Yo se la compré a uno de los ricos propietarios que viven en esta colina y sólo pagué noventa dólares. Podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares y noventa centavos, pero ni un céntimo más; de lo contrario la botella volvería a mí. Ahora bien, esto trae consigo dos problemas. Primero, que cuando se ofrece una botella tan singular por ochenta dólares y pico, la gente supone que uno está bromeando. Y segundo… , pero como eso no corre prisa que lo sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo que tiene que venderla por moneda acuñada.
–¿Cómo sé que todo eso es verdad? –preguntó Keawe.
–Hay algo que puede usted comprobar inmediatamente –replicó el otro–. Deme sus cincuenta dólares, coja la botella y pida que los cincuenta dólares vuelvan a su bolsillo. Si no sucede así, le doy mi palabra de honor de que consideraré inválido el trato y le devolveré el dinero.
–¿No me ésta engañando? –dijo Keawe.
El hombre confirmó sus palabras con un solemne juramento.
–Bueno; me arriesgaré a eso –dijo Keawe–, porque no me puede pasar nada malo.
Acto seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pasó la botella.
–Diablo de la botella –dijo Keawe–, quiero recobrar mis cincuenta dólares.
Y, efectivamente, apenas había terminado la frase, cuando su bolsillo pesaba ya lo mismo que antes.
–No hay duda de que es una botella maravillosa –dijo Keawe.
–Y ahora muy buenos días, mi querido amigo, ¡y que el diablo le acompañe! –dijo el hombre.
–Un momento –dijo Keawe–, yo ya me he divertido bastante. Tenga su botella.
–La ha comprado usted por menos de lo que yo pagué –replicó el hombre, frotándose las manos–. La botella es completamente suya; y, por mi parte, lo único que deseo es perderlo de vista cuanto antes.
Con lo que llamó a su criado chino e hizo que acompañara a Keawe hasta la puerta.
Cuando Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el brazo, empezó a pensar. «Si es verdad todo lo que me han dicho de esta botella, puede que haya hecho un pésimo negocio», se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese hombre me haya engañado». Lo primero que hizo fue contar el dinero; la suma era exacta: cuarenta y nueve dólares en moneda americana y una pieza de Chile. «Parece que eso es verdad», se dijo Keawe. «Veamos otro punto.»
Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como las cubiertas de un barco, y aunque era mediodía, tampoco se veía ningún pasajero. Keawe puso la botella en una alcantarilla y se alejó. Dos veces miró para atrás, y allí estaba la botella de color lechoso y panza redonda, en el sitio donde la había dejado. Miró por tercera vez y después dobló la esquina; pero apenas lo había hecho cuando algo le golpeó el codo, y ¡no era otra cosa que el largo cuello de la botella! En cuanto a la redonda panza, estaba bien encajada en el bolsillo de su chaqueta de piloto.
–Parece que también esto es verdad –dijo Keawe.
La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda y retirarse a un sitio oculto en medio del campo. Una vez allí intentó sacar el corcho, pero cada vez que lo intentaba la espiral salía otra vez y el corcho seguía tan entero como al empezar.
–Este corcho es distinto de todos los demás –dijo Keawe, e inmediabamente empezó a temblar y a sudar, porque la botella le daba miedo.
Camino del puerto, vio una tienda donde un hombre vendía conchas y mazas de islas salvajes, viejas imágenes de dioses paganos, monedas antiguas, pinturas de China y Japón y todas esas cosas que los marineros llevan en sus baúles. En seguida se le ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella al dueño por cien dólares. El otro se rió de él al principio, y le ofreció cinco; pero, en realidad, la botella era muy curiosa: ninguna boca humana había soplado nunca un vidrio como aquél, ni cabía imaginar unos colores más bonitos que los que brillaban bajo su blanco lechoso, ni una sombra más extraña que la que daba vueltas en su centro; de manera que, después de regatear durante un rato a la manera de los de su profesión, el dueño de la tienda le compró la botella a Keawe por sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del escaparate.
–Ahora –dijo Keawe– he vendido por sesenta dólares lo que compré por cincuenta o, para ser más exactos, por un poco menos, porque uno de mis dólares venía de Chile. En seguida averiguaré la verdad sobre otro punto.
Así que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí estaba la botella, que había llegado antes que él.
En aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba Lopaka.
–¿Qué te sucede –le preguntó Lopaka– que miras el baúl tan fijamente?
Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer que guardaría el secreto y se lo contó todo.
–Es un asunto muy extraño –dijo Lopaka–; y me temo que vas a tener dificultades con esa botella. Pero una cosa está muy clara: puesto que tienes asegurados los problemas, será mejor que obtengas también los beneficios. Decide qué es lo que deseas; da la orden y si resulta tal como quieres, yo mismo te compraré la botella; porque a mí me gustaría tener un velero y dedicarme a comerciar entre las islas.
–No es eso lo que me interesa –dijo Keawe–. Quiero una hermosa casa y un jardín en la costa de Kona, donde nací; y quiero que brille el sol sobre la puerta, y que haya flores en el jardín, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes, y adornos y tapetes de telas muy finas sobre las mesas; exactamente igual que la casa donde estuve hoy; sólo que un piso más alta y con balcones alrededor, como en el palacio del rey; y que pueda vivir allí sin preocupaciones de ninguna clase y divertirme con mis amigos y parientes.
–Bien –dijo Lopaka–, volvamos con la botella a Hawaii; y si todo resulta verdad como tú supones, te compraré la botella, como ya he dicho, y pediré una goleta.
Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho tiempo el barco regresó a Honolulú, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la botella. Apenas habían desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo que inmediatamente empezó a dar el pésame a Keawe.
–No sé por qué me estás dando el pésame –dijo Keawe.
–¿Es posible que no te hayas enterado –dijo el amigo– de que tu tío, aquel hombre tan bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho tan bien parecido, se ha ahogado en el mar?
Keawe lo sintió mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse, se olvidó de la botella. Pero Lopaka estuvo reflexionando y cuando su amigo se calmó un poco, le habló así:
–¿No es cierto que tu tío tenía tierras en Hawaii, en el distrito de Kaü?
–No –dijo Keawe–; en Kaü, no: están en la zona de las montañas, un poco al sur de Hookena.
–Esas tierras, ¿pasarán a ser tuyas? –preguntó Lopaka.
–Así es –dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de sus familiares.
–No –dijo Lopaka–; no te lamentes ahora. Se me ocurre una cosa. ¿Y si todo esto fuera obra de la botella? Porque ya tienes preparado el sitio para hacer la casa.
–Si es así –exclamó Keawe–, la botella me hace un flaco servicio matando a mis parientes. Pero puede que sea cierto, porque fue en un sitio así donde vi la casa con la imaginación.
–La casa, sin embargo, todavía no está construida –dijo Lopaka.
–¡Y probablemente no lo estará nunca! –dijo Keawe–, porque si bien mi tío tenía algo de café, ava y plátanos, no será más que lo justo para que yo viva cómodamente; y el resto de esa tierra es de lava negra.
–Vayamos al abogado –dijo Lopaka–. Porque yo sigo pensando lo mismo.
Al hablar con el abogado, se enteraron de que el tío de Keawe se había hecho enormemente rico en los últimos tiempos y que le dejaba dinero en abundancia.
–¡Ya tienes el dinero para la casa! –exclamó Lopaka.
–Si está usted pensando en construir una casa –dijo el abogado–, aquí está la tarjeta de un arquitecto nuevo del que me cuentan grandes cosas.
–¡Cada vez mejor! –exclamó Lopaka–. Está todo muy claro. Sigamos obedeciendo órdenes.
De manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía diferentes proyectos de casas sobre la mesa.
–Usted desea algo fuera de lo corriente –dijo el arquitecto–. ¿Qué le parece esto?
Y le pasó a Keawe uno de los dibujos.
Cuando Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque representaba exactamente lo que él había visto con la imaginación.
«Ésta es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo poco que me gusta cómo viene a parar a mis manos, ésta es la casa, y más vale que acepte lo bueno junto con lo malo.»
De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y cómo deseaba amueblar la casa, y los cuadros que había que poner en las paredes y las figuritas para las mesas; y luego le preguntó sin rodeos cuánto le llevaría por hacerlo todo.
El arquitecto le hizo muchas preguntas, cogió una pluma e hizo un cálculo; y al terminar pidió exactamente la suma que Keawe había heredado.
Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro y asintieron con la cabeza.
«Está bien claro, –pensó Keawe–, que voy a tener esta casa, tanto si quiero como si no. Viene del diablo y temo que nada bueno salga de ello; y si de algo estoy seguro es de que no voy a formular más deseos mientras siga teniendo esta botella. Pero de la casa ya no me puedo librar y más valdrá que acepte lo bueno junto con lo malo.»
De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y firmaron un documento. Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino de Australia; porque habían decidido entre ellos que no intervendrían en absoluto, dejarían que el arquitecto y el diablo de la botella construyeran y decoraran aquella casa como mejor les pareciese.
El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la respiración, porque había jurado que no formularía más deseos ni recibiría más favores del diablo. Se había cumplido ya el plazo cuando regresaron. El arquitecto les dijo que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el Hall camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se había hecho exactamente de acuerdo con la idea que Keawe tenía en la cabeza.
La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima, el bosque seguía subiendo hasta las nubes que traían la lluvia; por debajo, la lava negra descendía en riscos donde estaban enterrados los reyes de antaño. Un jardín florecía alrededor de la casa con flores de todos los colores; había un huerto de papayas a un lado y otro de árboles del pan en el lado opuesto; por delante, mirando al mar, habían plantado el mástil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias habitaciones y balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan claro como el agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de todas clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres luchando, de las mujeres más hermosas y de los sitios más singulares; no hay en ningún lugar del mundo pinturas con colores tan brillantes como las que Keawe encontró colgadas de las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de adorno, eran de extraordinaria calidad; relojes con carillón y cajas de música, hombrecillos que movían la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de todos los rincones del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes habitaciones, tan sólo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan amplios que un pueblo entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sabía qué era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde llegaba la brisa procedente de la tierra y se podían ver los huertos y las flores, o el balcón delantero, donde se podía beber el viento del mar, contemplar la empinada ladera de la montaña y ver al Hall yendo una vez por semana aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o las goletas siguiendo la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.
Después de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el porche. –Bien –preguntó Lopaka–, ¿está todo tal como lo habías planeado?
–No hay palabras para expresarlo –contestó Keawe–. Es mejor de lo que había soñado y estoy que reviento de satisfacción.
–Sólo queda una cosa por considerar –dijo Lopaka–; todo esto puede haber sucedido de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya tenido nada que ver. Si comprara la botella y me quedara sin la goleta, habría puesto la mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo sé: pero creo que no deberías negarme una prueba más.
–He jurado que no aceptaré más favores –dijo Keawe–. Creo que ya estoy sufcientemente comprometido.
–No pensaba en un favor –replicó Lopaka–. Quisiera ver yo mismo al diablo de la botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto tampoco hay nada de qué avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo una vez, quedaré convencido del todo. Así que accede a mi deseo y déjame ver al diablo; el dinero lo tengo aquí mismo y después de esto te compraré la botella.
–Sólo hay una cosa que me da miedo –dijo Keawe–. EI diablo puede ser una cosa horrible de ver; y si le pones el ojo encima quizá no tengas ya ninguna gana de quedarte con la botella.
–Soy una persona de palabra –dijo Lopaka–. Y aquí dejo el dinero, entre los dos.
–Muy bien –replicó Keawe–. Yo también siento curiosidad. De manera que, vamos a ver: déjenos mirarlo, señor Diablo.
Tan pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y volvió a meterse, tan rápidamente como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron petrificados. Se hizo completamente de noche antes de que a cualquiera de los dos se le ocurriera algo que decir o hallaran la voz para decirlo: luego Lopaka empujó el dinero hacia Keawe y recogió la botella.
–Soy hombre de palabra –dijo–, y bien puedes creerlo, porque de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bien, conseguiré mi goleta y unos dólares para el bolsillo; luego me desharé de este demonio tan pronto como pueda. Porque, si tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado muy abatido.
–Lopaka –dijo Keawe–, procura no pensar demasiado mal de mí; sé que es de noche, que los caminos están mal y que el desfiladero junto a las tumbas no es un buen sitio para cruzarlo tan tarde, pero confieso que desde que he visto el rostro de ese diablo, no podré comer ni dormir ni rezar hasta que te lo hayas llevado. Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella y cualquier cuadro o adorno de la casa que te guste; después quiero que marches inmediatamente y vayas a dormir a Hookena con Nahinu.
–Keawe –dijo Lopaka–, muchos hombres se enfadarían por una cosa así; sobre todo después de hacerte un favor tan grande como es mantener la palabra y comprar la botella; y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al camino junto a las tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces más peligrosas para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia y una botella como ésta bajo el brazo. Pero como yo también estoy muy asustado, no me siento capaz de acusarte. Me iré ahora mismo; y le pido a Dios que seas feliz en tu casa y yo afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos al cielo al final a pesar del demonio y de su botella.
De manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su parte, salió al balcón delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras y vio la luz de la linterna cuando Lopaka pasaba junto al risco donde están las tumbas de otras épocas; durante todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las manos y rezaba por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado él mismo de aquel peligro.
Pero al día siguiente hizo un tiempo muy hermoso, y la casa nueva era tan agradable que Keawe se olvidó de sus terrores. Fueron pasando los días y Keawe vivía allí en perpetua alegría. Le gustaba sentarse en el porche de atrás; allí comía, reposaba y leía las historias que contaban los periódicos de Honolulú; pero cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para enseñarle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se extendió por todas partes; la llamaban Ka–Hale Nui –la Casa Grande– en todo Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, porque Keawe tenía a su servicio a un chino que se pasaba todo el día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, y los dorados, y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una mañana soleada. En cuanto a Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el corazón con la casa que no podía pasear por las habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando aparecía algún barco en el mar, izaba su estandarte en el mástil.
Así iba pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a Kailua para visitar a uno de sus amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero él se marchó lo antes que pudo a la mañana siguiente y cabalgó muy de prisa, porque estaba impaciente por ver de nuevo su hermosa casa; y, además, la noche de aquel día era la noche en que los muertos de antaño salen por los alrededores de Kona; y el haber tenido ya tratos con el demonio hacía que Keawe tuviera muy pocos deseos de tropezarse con los muertos. Un poco más allá de Honaunau, al mirar a lo lejos, advirtió la presencia de una mujer que se bañaba a la orilla del mar. Parecía una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no pensó mucho en ello. Luego vio ondear su camisa blanca mientras se la ponía, y después su holoku rojo; cuando Keawe llegó a su altura, la joven había terminado de arreglarse y, alejándose del mar, se había colocado junto al camino con su holoku rojo; el baño la había tonificado y los ojos le brillaban, llenos de amabilidad. Nada más verla Keawe tiró de las riendas a su caballo.
–Creía conocer a todo el mundo en esta zona –dijo él–. ¿Cómo es que a ti no te conozco?
–Soy Kokua, hija de Kiano –respondió la muchacha–, y acabo de regresar de Oahu. ¿Quién es usted?
–Te lo diré dentro de un poco –dijo Keawe, desmontando del caballo–, pero no ahora mismo. Porque tengo una idea y si te dijera quién soy, como es posible que hayas oído hablar de mí, quizá al preguntarte no me dieras una respuesta sincera. Pero antes de nada dime una cosa: ¿estás casada?
Al oír esto, Kokua se echó a reír.
–Parece que es usted quien hace todas las preguntas –dijo ella–. Y usted, ¿está casado?
–No, Kokua, desde luego que no –replicó Keawe–, y nunca he pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aquí junto al camino y, al ver tus ojos que son como estrellas, mi corazón se ha ido tras de ti tan veloz como un pájaro. De manera que, si ahora no quieres saber nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar la noche en casa de tu padre y mañana hablaré con él.
Kokua no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó a reír.
–Kokua –dijo Keawe–, si no dices nada, consideraré que tu silencio es una respuesta favorable; asi que pongámonos en camino hacia la casa de tu padre.
Ella fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando miraba para atrás y luego volvía a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba en la boca las cintas del sombrero.
Cuando llegaron a la puerta, Kiano salió a la veranda y dio la bienvenida a Keawe llamándolo por su nombre. Al oírlo la muchacha se le quedó mirando, porque la fama de la gran casa había llegado a sus oídos; y no hace falta decir que era una gran tentación. Pasaron todos juntos la velada muy alegremente; y la muchacha se mostró muy descarada en presencia de sus padres y estuvo burlándose de Keawe porque tenía un ingenio muy vivo. Al día siguiente Keawe habló con Kiano y después tuvo ocasión de quedarse a solas con la muchacha.
–Kokua –dijo él–, ayer estuviste burlándote de mí durante toda la velada; y todavía estás a tiempo de despedirme. No quise decirte quién era porque tengo una casa muy hermosa y temía que pensaras demasiado en la casa y poco en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a verme, dilo cuanto antes.
–No –dijo Kokua; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le preguntó nada más.
Así fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron de prisa; pero aunque una flecha vaya muy veloz y la bala de un rifle todavía más rápida, las dos pueden dar en el blanco. Las cosas habían ido de prisa, pero también habían ido lejos y el recuerdo de Keawe llenaba la imaginación de la muchacha; Kokua escuchaba su voz al romperse las olas contra la lava de la playa, y por aquel joven que sólo había visto dos veces hubiera dejado padre y madre y sus islas nativas. En cuanto a Keawe, su caballo voló por el camino de la montaña bajo el risco donde estaban las tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de Keawe cantando, lleno de alegría, despertaban al eco en las cavernas de los muertos. Cuando llegó a la Casa Resplandeciente todavía seguía cantando. Se sentó y comió en el amplio balcón y el chino se admiró de que su amo continuara cantando entre bocado y bocado. El sol se ocultó tras el mar y llegó la noche; Keawe estuvo paseándose por los balcones a la luz de las lámparas en lo alto de la montaña y sus cantos sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que cruzaban por el mar.
«Aquí estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a sí mismo. «La vida no puede irme mejor; me hallo en lo alto de la montaña; a mi alrededor, todo lo demás desciende. Por primera vez iluminaré todas las habitaciones, usaré mi bañera con agua caliente y fría y dormiré solo en el lecho de la cámara nupcial.»
De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender las calderas; y mientras trabajaba en el sótano oía a su amo cantando alegremente en las habitaciones iluminadas. Cuando el agua empezó a estar caliente el criado chino se lo advirtió a Keawe con un grito; Keawe entró en el cuarto de baño; y el criado chino le oyó cantar mientras la bañera de mármol se llenaba de agua; y le oyó cantar también mientras se desnudaba; hasta que, de repente, el canto cesó. El criado chino estuvo escuchando largo rato; luego alzó la voz para preguntarle a Keawe si todo iba bien, y Keawe le respondió: «Sí», y le mandó que se fuera a la cama; pero ya no se oyó cantar más en la Casa Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a su amo pasear sin descanso por los balcones.
Lo que había ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba para bañarse, descubrió en su cuerpo una mancha semejante a la sombra del liquen sobre una roca, y fue entonces cuando dejó de cantar. Porque había visto otras manchas parecidas y supo que estaba atacado del Mal Chino: la lepra.
Es bien triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y también sería muy triste para cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan cómoda y separarse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai, entre enormes farallones y rompientes. Pero ¿qué es eso comparado con la situación de Keawe, que había encontrado su amor un día antes y lo había conquistado aquella misma mañana, y que veía ahora quebrarse todas sus esperanzas en un momento, como se quiebra un trozo de cristal?
Estuvo un rato sentado en el borde de la bañera; luego se levantó de un salto dejando escapar un grito y corrió afuera; y empezó a andar por el balcón, de un lado a otro, como alguien que está desesperado.
«No me importaría dejar Hawaii, el hogar de mis antepasados», se decía Keawe. «Sin gran pesar abandonaría mi casa, la de las muchas ventanas, situada en lo alto, aquí en las montañas. No me faltaría valor para ir a Molokai, a Kalaupapa junto a los farallones, para vivir con los leprosos y dormir allí lejos de mis antepasados. Pero ¿qué agravio he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma, para que haya tenido que encontrar a Kokua cuando salía del mar a la caída de la tarde? ¡Kokua, la que me ha robado el alma! ¡Kokua, la luz de mi vida! Quizá nunca llegue a casarme con ella, quizá nunca más vuelva ni a acariciarla con mano amorosa; ésa es la razón, Kokua, ¡por ti me lamento!»
Tienen ustedes que fijarse en la clase de hombre que era Keawe, ya que podría haber vivido durante años en la Casa Resplandeciente sin que nadie llegara a sospechar que estaba enfermo; pero a eso no le daba importancia si tenía que perder a Kokua. Hubiera podido incluso casarse con Kokua y muchos lo hubieran hecho, porque tienen alma de cerdo; pero Keawe amaba a la doncella con amor varonil, y no estaba dispuesto a causarle ningún daño ni a exponerla a ningún peligro.
Algo después de la media noche se acordó de la botella. Salió al porche y recordó el día en que el diablo se había mostrado ante sus ojos; y aquel pensamiento hizo que se le helara la sangre en las venas.
«Esa botella es una cosa horrible», pensó Keawe, «el diablo también es una cosa horrible, y aún más horrible es la posibilidad de arder para siempre en las llamas del infierno. Pero ¿qué otra posibilidad tengo de llegar a curarme o de casarme con Kokua? ¡Cómo! ¿Fui capaz de desafiar al demonio para conseguir una casa y no voy a enfrentarme con él para recobrar a Kokua?»
Entonces recordó que al día siguiente el Hall iniciaba su viaje de regreso a Honolulú. «Primero tengo que ir allí», pensó, «y ver a Lopaka. Porque lo mejor que me puede suceder ahora es que encuentre la botella que tantas ganas tenía de perder de vista».
No pudo dormir ni un solo momento; también la comida se le atragantaba; pero mandó una carta a Kiano, y cuando se acercaba la hora de la llegada del vapor, se puso en camino y cruzó por delante del risco donde estaban las tumbas. Llovía; su caballo avanzaba con dificultad; Keawe contempló las negras bocas de las cuevas y envidió a los muertos que dormían en su interior, libres ya de dificultades; y recordó cómo había pasado por allí al galope el día anterior y se sintió lleno de asombro. Finalmente llegó a Hookena y, como de costumbre, todo el mundo se había reunido para esperar la llegada del vapor. En el cobertizo delante del almacén estaban todos sentados, bromeando y contándose las novedades; pero Keawe no sentía el menor deseo de hablar y permaneció en medio de ellos contemplando la lluvia que caía sobre las casas, y las olas que estallaban entre las rocas, mientras los suspiros se acumulaban en su garganta.
–Keawe, el de la Casa Resplandeciente, está muy abatido –se decían unos a otros. Así era, en efecto, y no tenía nada de extraordinario.
Luego llegó el Hall y la gasolinera lo llevó a bordo. La parte posterior del barco estaba llena de haoles (blancos) que habían ido a visitar el volcán como tienen por costumbre; en el centro se amontonaban los kanakas, y en la parte delantera viajaban toros de Hilo y caballos de Kaü, pero Keawe se sentó lejos de todos, hundido en su dolor, con la esperanza de ver desde el barco la casa de Kiano. Finalmente la divisó, junto a la orilla, sobre las rocas negras, a la sombra de las palmeras; cerca de la puerta se veía un holoku rojo no mayor que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una mosca. «¡Ah, reina de mi corazón», exclamó Keawe para sí, «arriesgaré mi alma para recobrarte!»
Poco después, al caer la noche, se encendieron las luces de las cabinas y los haoles se reunieron para jugar a las cartas y beber whisky como tienen por costumbre; pero Keawe estuvo paseando por cubierta toda la noche. Y todo el día siguiente, mientras navegaban a sotavento de Maui y de Molokai, Keawe seguía dando vueltas de un lado para otro como un animal salvaje dentro de una jaula.
Al caer la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulú. Keawe bajó en seguida a tierra y empezó a preguntar por Lopaka. Al parecer se había convertido en propietario de una goleta –no había otra mejor en las islas–, y se había marchado muy lejos en busca de aventuras, quizá hasta Pola–Pola, de manera que no cabía esperar ayuda por ese lado. Keawe se acordó de un amigo de Lopaka, un abogado que vivía en la ciudad (no debo decir su nombre), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho rico de repente y que tenía una casa nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto dio que pensar a Keawe, e inmediatamente alquiló un coche y se dirigió a casa del abogado.
La casa era muy nueva y los árboles del jardín apenas mayores que bastones; el abogado, cuando salió a recibirle, parecía un hombre satisfecho de la vida.
–¿Qué puedo hacer por usted? –dijo el abogado.
–Usted es amigo de Lopaka –replicó Keawe–, y Lopaka me compró un objeto que quizá usted pueda ayudarme a localizar.
El rostro del abogado se ensombreció.
–No voy a fingir que ignoro de qué me habla, señor Keawe –dijo–, aunque se trata de un asunto muy desagradable que no conviene remover. No puedo darle ninguna seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto barrio quizá consiga averiguar algo.
A continuación le dio el nombre de una persona que también en este caso será mejor no repetir. Esto sucedió durante varios días, y Keawe fue conociendo a diferentes personas y encontrando en todas partes ropas y coches recién estrenados, y casas nuevas muy hermosas y hombres muy satisfechos, aunque, claro está, cuando les explicaba el motivo de su visita, sus rostros se ensombrecían.
«No hay duda de que estoy en el buen camino», pensaba Keawe. «Esos trajes nuevos y esos coches son otros tantos regalos del demonio de la botella, y esos rostros satisfechos son los rostros de personas que han conseguido lo que deseaban y han podido librarse después de ese maldito recipiente. Cuando vea mejillas sin color y oiga suspiros sabré que estoy cerca de la botella.»
Sucedió que, finalmente, le recomendaron que fuera a ver a un haole en Beritania Street. Cuando llegó a la puerta, alrededor de la hora de la cena, Keawe se encontró con los típicos indicios: nueva casa, jardín recién plantado y luz eléctrica tras las ventanas; y cuando apareció el dueño, un escalofrío de esperanza y de miedo recorrió el cuerpo de Keawe, porque tenía delante de él a un hombre joven tan pálido como un cadáver, con marcadísimas ojeras, prematuramente calvo y con la expresión de un hombre en capilla.
«Tiene que estar aquí, no hay duda», pensó Keawe, y a aquel hombre no le ocultó en absoluto cuál era su verdadero propósito.
–He venido a comprar la botella –dijo.
–Al oír aquellas palabras el joven haole de Beritania Street tuvo que apoyarse contra la pared.
–¡La botella! –susurró–. ¡Comprar la botella!
Dio la impresión de que estaba a punto de desmayarse y, cogiendo a Keawe por el brazo, lo llevó a una habitación y escanció dos vasos de vino.
–A su salud –dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con haoles en su época de marinero–. Sí –añadió–, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el precio que tiene ahora?
Al oír esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe como si fuera un fantasma.
–El precio –dijo–. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es el precio?
–Por eso se lo pregunto –replicó Keawe–. Pero ¿qué es lo que tanto le preocupa? ¿Qué sucede con el precio?
–La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró, señor Keawe –dijo el joven tartamudeando.
–Bien, bien; así tendré que pagar menos por ella –dijo Keawe–. ¿Cuánto le costó a usted?
El joven estaba tan blanco como el papel.
–Dos centavos –dijo.
–¿Cómo? –exclamó Keawe–, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede venderla por uno. Y el que la compre… –Keawe no pudo terminar la frase; el que comprara la botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo se quedarían con él hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían de llevarlo a las llamas del infierno.
El joven de Beritania Street se puso de rodillas.
–¡Cómprela, por el amor de Dios! –exclamó–. Puede quedarse también con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Había malversado fondos en el almacén donde trabajaba; si no lo hacía estaba perdido, hubiera acabado en la cárcel.
–Pobre criarura –dijo Keawe–; fue usted capaz de arriesgar su alma en una aventura tan desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, ¿y cree que yo voy a dudar cuando es el amor lo que tengo delante de mí? Tráigame la botella y el cambio que sin duda tiene ya preparado. Es preciso que me dé la vuelta de estos cinco centavos.
Keawe no se había equivocado; el joven tenía las cuatro monedas en un cajón; la botella cambió de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su cuello le susurró que deseaba quedar limpio de la enfermedad. Y, efectivamente, cuando se desnudó delante de un espejo en la habitación del hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de un niño. Pero lo más extraño fue que inmediatamente se operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokua; no pensaba más que en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y no le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las llamas del infierno. En cualquier caso, las veía ya brillar delante de él con los ojos de la imaginación; su alma se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.
Cuando Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era la noche en que tocaba una orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse solo; y allí, entre caras alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las melodías y vio a Berger llevando el compás; pero todo el tiempo oía crepitar las llamas y veía un fuego muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno. De repente la orquesta tocó Hiki–ao–ao, una canción que él había cantado con Kokua, y aquellos acordes le devolvieron el valor.
«Ya está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo bueno junto con lo malo».
Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y, tan pronto como fue posible, se casó con Kokua y la llevó a la Casa Resplandeciente en la ladera de la montaña.
Cuando los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se tranquilizaba; pero tan pronto como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su horrible situación, y oía crepitar las llamas y veía el fuego abrasador en el pozo sin fondo. Era cierto que la muchacha se había entregado a él por completo; su corazón latía más de prisa al verlo, y su mano buscaba siempre la de Keawe; y estaba hecha de tal manera de la cabeza a los pies que nadie podía verla sin alegrarse. Kokua era afable por naturaleza. De sus labios salían siempre palabras cariñosas. Le gustaba mucho cantar, y cuando recorría la Casa Resplandeciente gorjeando como los pájaros era ella el objeto más hermoso que había en los tres pisos. Keawe la contemplaba y la oía embelesado y luego iba a esconderse en un rincón y lloraba y gemía pensando en el precio que había pagado por ella; después tenía que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a sentarse con ella en uno de los balcones, acompañándola en sus canciones y correspondiendo a sus sonrisas con el alma llena de angustia.
Pero llegó un día en que Kokua empezó a arrastrar los pies y sus canciones se hicieron menos frecuentes; y ya no era sólo Keawe el que lloraba a solas, sino que los dos se retiraban a dos balcones situados en lados opuestos, con toda la anchura de la Casa Resplandeciente entre ellos. Keawe estaban tan hundido en la desesperación que apenas notó el cambio, alegrándose tan sólo de tener más horas de soledad durante las que cavilar sobre su destino y de no verse condenado con tanta frecuencia a ocultar un corazón enfermo bajo una cara sonriente. Pero un día, andando nor la casa sin hacer ruido, escuchó sollozos como de un niño y vio a Kokua moviendo la cabeza y llorando como los que están perdidos.
–Haces bien lamentándote en esta casa, Kokua –dijo Keawe–. Y, sin embargo, daría media vida para que pudieras ser feliz.
–¡Feliz! –exclamó ella–. Keawe, cuando vivías solo en la Casa Resplandeciente, toda la gente de la isla se hacía lenguas de tu felicidad; tu boca estaba siempre llena de risas y de canciones y tu rostro resplandecía como la aurora. Después te casaste con la pobre Kokua; y el buen Dios sabrá qué es lo que le falta, pero desde aquel día no has vuelto a sonreír. ¿Qué es lo que me pasa? Creía ser bonita y sabía que amaba a mi marido. ¿Qué es lo que me pasa que arrojo esta nube sobre él?
–Pobre Kokua –dijo Keawe–. Se sentó a su lado y trató de cogerle la mano; pero ella la apartó. –Pobre Kokua –dijo de nuevo–. ¡Pobre niñita mia! ¡Y yo que creía ahorrarte sufrimientos durante todo este tiempo! Pero lo sabrás todo. Así, al menos, te compadecerás del pobre Keawe; comprenderás lo mucho que te amaba cuando sepas que prefirió el infierno a perderte; y lo mucho que aún te ama, puesto que todavía es capaz de sonreír al contemplarte. Y a continuación, le contó toda su historia desde el principio.
–¿Has hecho eso por mí? –exclamó Kokua–. Entonces, ¡qué me importa nada! –y, abrazándole, se echó a llorar.
–¡Querida mía! –dijo Keawe–; sin embargo, cuando pienso en el fuego del infierno, ¡a mi sí que me importa!
–No digas eso –respondió ella–; ningún hombre puede condenarse por amar a Kokua si no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora te digo, Keawe, que te salvaré con estas manos o pereceré contigo. ¿Has dado tu alma por mi amor y crees que yo no moriría por salvarte?
–¡Querida mía! Aunque murieras cien veces, ¿cuál sería la diferencia? –exclamó él–. Serviría únicamente para que tuviera que esperar a solas el día de mi condenación.
–Tú no sabes nada –dijo ella–. Yo me eduqué en un colegio de Honolulú; no soy una chica corriente. Y desde ahora te digo que salvaré a mi amante. ¿No me has hablado de un centavo? ¿Ignoras que no todos los países tienen dinero americano? En Inglaterra existe una moneda que vale alrededor de medio centavo. ¡Qué lástima! –exclamó en seguida–; eso no lo hace mucho mejor, porque el que comprara la botella se condenaría y ¡no vamos a encontrar a nadie tan valiente como mi Keawe! Pero también está Francia; allí tienen una moneda a la que llaman céntimo y de ésos se necesitan aproximadamente cinco para poder cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada mejor. Vámonos a las islas del Viento; salgamos para Tahití en el primer barco que zarpe. Allí tendremos cuatro céntimos, tres céntimos, dos céntimos y un céntimo: cuatro posibles ventas y nosotros dos para convencer a los compradores. ¡Vamos, Keawe mío! Bésame y no te preocupes más. Kokua te defenderá.
–¡Regalo de Dios! –exclamó Keawe–. ¡No creo que el Señor me castigue por desear algo tan bueno! Sea como tú dices; llévame donde quieras: pongo mi vida y mi salvación en tus manos.
Muy de mañana al día siguiente Kokua estaba ya haciendo sus preparativos. Buscó el baúl de marinero de Keawe; primero puso la botella en una esquina; luego colocó sus mejores ropas y los adornos más bonitos que había en la casa.
–Porque –dijo– si no parecemos gente rica, ¿quién va a creer en la botella?
Durante todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre como un pájaro; sólo cuando miraba en dirección a Keawe los ojos se le llenaban de lágrimas y tenía que ir a besarlo. En cuanto a Keawe, se le había quitado un gran peso de encima; ahora que alguien compartía su secreto y había vislumbrado una esperanza parecía un hombre distinto: caminaba otra vez con paso ligero y respirar ya no era una obligación penosa. El terror, sin embargo, no andaba lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que el viento apaga un cirio, la esperanza moría dentro de él y veía otra vez agitarse las llamas y el fuego abrasador del infierno.
Anunciaron que iban a hacer un viaje de placer por los Estados Unidos: a todo el mundo le pareció una cosa extraña, pero más extraña les hubiera parecido la verdad si hubieran podido adivinarla. De manera que se trasladaron a Honolulú en el Hall y de allí a San Francisco en el Umantilla con muchos haoles; y en San Fraacisco se embarcaron en el bergantín correo, el Tropic Bird, camino de Papeete, la ciudad francesa más importante de las islas del sur. Llegaron allí, después de un agradable viaje, cuando los vientos alisios soplaban suavemente, y vieron los arrecifes en los que van a estrellarse las olas, y Motuiti con sus palmeras, y cómo el bergantín se adentraba en el puerto, y las casas blancas de la ciudad a lo largo de la orilla entre árboles verdes, y, por encima, las montañas y las nubes de Tahití, la isla prudente.
Consideraron que lo más conveniente era alquilar una casa, y eligieron una situada frente a la del cónsul británico; se trataba de hacer gran ostentación de dinero y de que se les viera por todas partes bien provistos de coches y caballos. Todo esto resultaba fácil mientras tuvieran la botella en su poder, porque Kouka era más atrevida que Keawe y siempre que se le ocurría, llamaba al diablo para que le proporcionase veinte o cien dólares. De esta forma pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros procedentes de Hawaii, y sus paseos a caballo y en coche, y los elegantes holokus y los delicados encajes de Kokua fueron tema de muchas conversaciones.
Se acostumbraron a la lengua de Tahití, que es en realidad semejante a la de Hawaii, aunque con cambios en ciertas letras; y en cuanto estuvieron en condiciones de comunicarse, trataron de vender la botella. Hay que tener en cuenta que no era un tema fácil de abordar; no era fácil convencer a la gente de que hablaban en serio cuando les ofrecían por cuatro céntimos una fuente de salud y de inagotables riquezas. Era necesario además explicar los peligros de la botella; y, o bien los posibles compradores no creían nada en absoluto y se echaban a reír, o se percataban sobre todo de los aspectos más sombríos y, adoptando un aire muy solemne, se alejaban de Keawe y Kokua, considerándolos personas en trato con el demonio. De manera que en lugar de hacer progresos, los esposos descubrieron al cabo de poco tiempo que todo el mundo les evitaba; los niños se alejaban de ellos corriendo y chillando, cosa que a Kokua le resultaba insoportable; los católicos hacían la señal de la cruz al pasar a su lado y todos los habitantes de la isla parecían estar de acuerdo en rechazar sus proposiciones.
Con el paso de los días se fueron sintiendo cada vez más deprimidos. Por la noche, cuando se sentaban en su nueva casa después del día agotador, no intercambiaban una sola palabra y si se rompía el silencio era porque Kokua no podía reprimir más sus sollozos. Algunas veces rezaban juntos; otras colocaban la botella en el suelo y se pasaban la velada contemplando los movimientos de la sombra en su interior. En tales ocasiones tenían miedo de irse a descansar. Tardaba mucho en llegarles el sueño y si uno de ellos se adormilaba, al despertarse hallaba al otro llorando silenciosamente en la oscuridad o descubría que estaba solo, porque el otro había huido de la casa y de la proximidad de la botella para pasear bajo los bananos en el jardín o para vagar por la playa a la luz de la luna.
Así fue como Kokua se despertó una noche y encontró que Keawe se había marchado. Tocó la cama y el otro lado del lecho estaba frío. Entonces se asustó, incorporándose. Un poco de luz de luna se filtraba entre las persianas. Había suficiente claridad en la habitación para distinguir la botella sobre el suelo. Afuera soplaba el viento y hacía gemir los grandes árboles de la avenida mientras las hojas secas batían en la veranda. En medio de todo esto Kokua tomó conciencia de otro sonido; difícilmente hubiera podido decir si se trababa de un animal o de un hombre, pero sí que era tan triste como la muerte y que le desgarraba el alma. Kokua se levantó sin hacer ruido, entreabrió la puerta y contempló el jardín iluminado por la luna. Allí, bajo los bananos, yacía Keawe con la boca pegada a la tierra y eran sus labios los que dejaban escapar aquellos gemidos.
La primera idea de Kokua fue ir corriendo a consolarlo; pero en seguida comprendió que no debía hacerlo. Keawe se había comportado ante su esposa como un hombre valiente; no estaba bien que ella se inmiscuyera en aquel momento de debilidad. Ante este pensamiento Kokua retrocedió, volviendo otra vez al interior de la casa.
«¡Qué negligente he sido, Dios mío!», pensó. «¡Qué débil! Es él, y no yo, quien se enfrenta con la condena eterna; la maldición recayó sobre su alma y no sobre la mía. Su preocupación por mi bien y su amor por una criatura tan poco digna y tan incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan cerca de sí las llamas del infierno y hasta huela el humo mientras yace ahí fuera, iluminado por la luna y azotado por el viento. ¿Soy tan torpe que hasta ahora nunca se me ha ocurrido considerar cuál es mi deber, o quizá viéndolo he preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin, alzo mi alma en manos de mi afecto; ahora digo adiós a la blanca escalinata del paraíso y a los rostros de mis amigos que están allí esperando. ¡Amor por amor y que el mío sea capaz de igualar al de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca.» Kokua era una mujer con gran destreza manual y en seguida estuvo preparada. Cogió el cambio, los preciosos céntimos que siempre tenía al alcance de la mano, porque es una moneda muy poco usada, y habían ido a aprovisionarse a una oficina del Gobierno. Cuando Kokua avanzaba ya por la avenida, el viento trajo unas nubes que ocultaron la luna. La ciudad dormía y la muchacha no sabía hacia dónde dirigirse hasta que oyó una tos que salía de debajo de un árbol.
–Buen hombre –dijo Kokua–, ¿qué hace usted aquí solo en una noche tan fría?
El anciano apenas podía expresarse a causa de la tos, pero Kokua logró enterarse de que era viejo y pobre, y un extranjero en la isla.
–¿Me haría usted un favor? –dijo Kokua–. De extrajero a extranjera y de anciano a muchacha, ¿no querrá usted ayudar a una hija de Hawaii?
–Ah –dijo el anciano–. Ya veo que eres la bruja de las Ocho Islas y que también quieres perder mi alma. Pero he oído hablar de ti y te aseguro que tu perversidad nada conseguirá contra mí.
–Siéntese aquí –le dijo Kokua–, y déjeme que le cuente una historia.
Y le contó la historia de Keawe desde el principio hasta el fin.
–Y yo soy su esposa –dijo Kokua al terminar–; la esposa que Keawe compró a cambio de su alma. ¿Qué debo hacer? Si fuera yo misma a comprar la botella, no aceptaría. Pero si va usted, se la dará gustosísimo; me quedaré aquí esperándole: usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la volveré a comprar por tres. ¡Y que el Señor de fortaleza a una pobre muchacha!
–Si trataras de engañarme –dijo el anciano–, creo que Dios te mataría.
–¡Sí que lo haría! –exclamó Kokua–. No le quepa duda. No podría ser tan malvada. Dios no lo consentiría.
–Dame los cuatro céntimos y espérame aquí –dijo el anciano.
Ahora bien, cuando Kokua se quedó sola en la calle, todo su valor desapareció. El viento rugía entre los árboles y a ella le parecía que las llamas del infierno estaban ya a punto de acometerla; las sombras se agitaban a la luz del farol, y le parecían las manos engarfiadas de los mensajeros del maligno. Si hubiera tenido fuerzas, habría echado a correr y de no faltarle el aliento habría gritado; pero fue incapaz de hacer nada y se quedó temblando en la avenida como una niñita muy asustada.
Luego vio al anciano que regresaba trayendo la botella.
–He hecho lo que me pediste –dijo al llegar junto a ella. Tu marido se ha quedado llorando como un niño; dormirá en paz el resto de la noche.
Y extendió la mano ofreciéndole la botella a Kokua.
–Antes de dármela –jadeó Kokua– aprovéchese también de lo bueno: pida verse libre de su tos.
–Soy muy viejo –replicó el otro–, y estoy demasiado cerca de la tumba para aceptar favores del demonio. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué no coges la botella? ¿Acaso dudas?
–¡No, no dudo! –exclamó Kokua–. Pero me faltan las fuerzas. Espere un momento. Es mi mano la que se resiste y mi carne la que se encoge en presencia de ese objeto maldito. ¡Un momento tan sólo!
El anciano miró a Kokua afectuosamente.
–¡Pobre niña –dijo–; tienes miedo; tu alma te hace dudar. Bueno, me quedaré yo con ella. Soy viejo y nunca más conoceré la felicidad en este mundo, y en cuanto al otro…
–¡Démela! –jadeó Kokua–. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy tan vil como para eso? Deme la botella.
–Que Dios te bendiga, hija mía –dijo el anciano.
Kokua ocultó la botella bajo su holoku, se despidió del anciano y echó a andar por la avenida sin preocuparse de saber en qué dirección. Porque ahora todos los caminos daban lo mismo; todos la llevaban igualmente al infierno. Unas veces iba andando y otras corría; unas veces gritaba y otras se tumbaba en el polvo junto al camino y lloraba. Todo lo que había oído sobre el infierno le volvía ahora a la imaginación; contemplaba el brillo de las llamas, se asfixiaba con el acre olor del humo y sentía deshacerse su carne sobre los carbones encendidos.
Poco antes del amanecer consiguió serenarse y volver a casa. Keawe dormía igual que un niño, tal como el anciano le había asegurado. Kokua se detuvo a contemplar su rostro.
–Ahora, esposo mío –dijo–, te toca a ti dormir. Cuando despiertes podrás cantar y reír. Pero la pobre Kokua, que nunca quiso hacer mal a nadie, no volverá a dormir tranquila, ni a cantar, ni a divertirse.
Después Kokua se tumbó en la cama al lado de Keawe y su dolor era tan grande que cayó al instante en un sopor profundísimo.
Su esposo se despertó ya avanzada la mañana y le dio la buena noticia. Era como si la alegría lo hubiera trastornado, porque no se dio cuenta de la aflicción de Kokua, a pesar de lo mal que ella la disimulaba. Aunque las palabras se le atragantaran, no tenía importancia; Keawe se encargaba de decirlo todo. A la hora de comer no probó bocado, pero ¿quién iba a darse cuenta?, porque Keawe no dejó nada en su plato. Kokua lo veía y le oía como si se tratara de un mal sueño; había veces en que se olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; porque saberse condenada y escuchar a su marido hablando sin parar de aquella manera le resultaba demasiado monstruoso.
Mientras tanto, Keawe comía y charlaba, hacía planes para su regreso a Hawaii, le daba las gracias a Kokua por haberlo salvado, la acariciaba y le decía que en realidad el milagro era obra suya. Luego Keawe em pezó a reírse del viejo que había sido lo suficientemente estúpido como para comprar la botella.
–Parecía un anciano respetable –dijo Keawe– Pero no se puede juzgar por las apariencias, porque ¿para qué necesitaría la botella ese viejo réprobo?
–Esposo mío –dijo Kokua humildemente–, su intención puede haber sido buena.
Keawe se echó a reír muy enfadado.
–¡Tonterías! –exclamó acto seguido–. Un viejo pícaro, te lo digo yo; y estúpido por añadidura. Ya era bien difícil vender la botella por cuatro céntimos, pero por tres será completamente imposible. Apenas queda margen y todo el asunto empieza a oler a chamusquina… –dijo Keawe, estremeciéndose–. Es cierto que yo la compré por un centavo cuando no sabía que hubiera monedas de menos valor. Pero es absurdo hacer una cosa así; nunca aparecerá otro que haga lo mismo, y la persona que tenga ahora esa botella se la llevará consigo a la tumba.
–¿No es una cosa terrible, esposo mío –dijo Kokua–, que la salvación propia signifique la condenación eterna de otra persona? Creo que yo no podría tomarlo a broma. Creo que me sentiría abatido y lleno de melancolía. Rezaría por el nuevo dueño de la botella.
Keawe se enfadó aún más al darse cuenta de la verdad que encerraban las palabras de Kokua.
–¡Tonterías! –exclamó–. Puedes sentirte llena de melancolía si así lo deseas. Pero no me parece que sea ésa la actitud lógica de una buena esposa. Si pensaras un poco en mí, tendría que darte vergüenza.
Luego salió y Kokua se quedó sola.
¿Qué posibilidades tenía ella de vender la botella por dos céntimos? Kokua se daba cuenta de que no tenía ninguna. Y en el caso de que tuviera alguna, ahí estaba su marido empeñado en devolverla a toda prisa a un país donde no había ninguna moneda inferior al centavo. Y ahí estaba su marido abandonándola y recriminándola a la mañana siguiente después de su sacrificio.
Ni siquiera trató de aprovechar el tiempo que pudiera quedarle: se limitó a quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la contemplaba con indecible horror y otras volvía a esconderla llena de aborrecimiento.
A la larga Keawe terminó por volver y la invitó a dar un paseo en coche.
–Estoy enferma esposo mío –dijo ella–. No tengo ganas de nada. Perdóname, pero no me divertiría.
Esto hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque creía que le entristecía el destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokua tenía razón y se avergonzaba de ser tan feliz.
–¡Eso es lo que piensas de verdad –exclamó–, y ése es el afecto que me tienes! Tu marido acaba de verse a salvo de la condenación eterna a la que se arriesgó por tu amor y tú no tienes ganas de nada! Kokua, tu corazón es un corazón desleal.
Keawe volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el día por la ciudad. Se encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego alquilaron un coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.
Uno de los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo que había sido contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro y presidiario en varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a los demás; y se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy pronto, a ninguno de ellos le quedaba más dinero.
–¡Eh, tú! –dijo el contramaestre–, siempre estás diciendo que eres rico. Que tienes una botella o alguna tontería parecida.
–Sí –dijo Keawe–, soy rico; volveré a la ciudad y le pediré algo de dinero a mi mujer, que es la que lo guarda.
–Ése no es un buen sistema, compañero –dijo el contramaestre–. Nunca confíes tu dinero a una mujer. Son todas tan falsas como Judas; no la pierdas de vista.
Aquellas palabras impresionaron mucho a Keawe porque la bebida le había enturbiado el cerebro.
«No me extrañaría que fuera falsa», pensó. «¿Por qué tendría que entristecerle tanto mi liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me engaña tan fácilmente.
La pillaré in fraganti.»
De manera que cuando regresaron a la ciudad, Keawe le pidió al contramaestre que le esperara en la esquina, junto a la cárcel vieja, y él siguió solo por la avenida hasta la puerta de su casa. Era otra vez de noche; dentro había una luz, pero no se oía ningún ruido. Kea
PODEIS ANALIZAR LA PELICULA GRITOS Y SUSURROS CON EL FANTASTICO ESTUDIO QUE HEMOS BAJADO DE INTERNET.
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 1/12
Análisis fílmico
“Gritos y Susurros”
(Ingmar Bergman)
Madrid, 5 de Marzo 2005
Participantes:
– Blanca Pérez
– Tomás Calvo
– Beatriz Martínez
– José Luis Palacios
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 2/12
INTRODUCCIÓN
En esta película de 1972 Bergman nos cuenta una de las historias más dolorosas de todas
cuantas hemos visto en el cine. Hay que estar muy convencido de nuestro estado de ánimo para
ver la película, porque el dolor que desprende es grande y te conmueve por dentro. Cuando se
acaba de ver uno termina afectado.
Si en “El Séptimo Sello” veíamos a la Muerte actuar desde nuestra visión externa, ahora
la veremos actuar en una situación mucho más cercana y sensible. La cámara permanece siempre
como testigo impasible de los hechos. Conviene recordar el final de “El Séptimo Sello” desde la
llegada del grupo al castillo, para poder reconocer ciertos paralelismos sucintos que vemos en la
obra que nos ocupa.
Las interpretaciones soberbias, en especial la de Harriet Anderson y la de Liv Ullman. La
fotografía (ganadora de un Óscar) es tan austera como sobrecogedora.
Dentro de la filmografía de Bergman, “Gritos y Susurros” se localiza entre las obras en
color, de la década de los 70 en las que hacía películas dedicadas a la pareja (sus hábitos, sus
problemas, sus conflictos) Así tenemos la sucesión:
· (….)
· La Carcoma (1971)
· Gritos y Susurros (1972)
· Escenas de un matrimonio (TV) que dio paso en cine a “Secretos de un
matrimonio” (1973)
· (….)
En cuanto a la forma cinematográfica, la película está dentro del grupo de las llamadas
“películas de cámara” (mínimos decorados, pocos personajes, conflictos dramáticos,
austeridad de formas,…). La podríamos definir como un cuarteto de cámara que interpreta una
sonata romántica del XIX con sus partes forte (gritos), sus partes piano (susurros), sus silencios.
A veces incluso escuchamos el ritmo del metrónomo musical en forma de relojes que nos denotan
el paso del tiempo…
Literariamente, el motivo argumental al parecer toma cierto aire de la obra de teatro “Las 3
hermanas” de Anton Chèjov.
Director y Guión:
Ingmar Bergman
Actores:
Harriet Andersson (Agnes)
Ingrid Thulin (Karin)
Liv Ullmann (María)
Kari Sylwan (Anne)
Anders Ek
Inga Gill
Erland Josephson
Fotografía (color):
Sven Nykvist
Música:
Johann Sebastian Bach
Frédéric Chopin
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 3/12
ANÁLISIS FÍLMICO Y SEMIÓTICO
1) GENERALIDADES
· El esquema de la historia sigue una tendencia lineal simple: las hermanas van a visitar a suhermana moribunda, hasta que muere, la velan y tiene lugar el funeral.1 Con incrustación
de 3 flash-back en modo pasado (Agnes, Karin, María) y una evocación onírica por
parte de Anna.
· Significativos los fundidos en rojo (un rojo con tonalidad ‘setentera’) en toda la película a
modo de separadores en el discurso narrativo. Los fondos de las escenas (casi siempre
rojos ó negros) representan el estado de ánimo de los personajes.
· Colores predominantes: el ROJO (tanto en fundidos, como en las estancias, las
moquetas, cortinas, las paredes, la colcha, y algún vestido); y el
NEGRO/BLANCO (en
los vestidos, camisones, sábanas, algún mobiliario,…)
· Importancia de las velas (como ocurría en Dreyer, ejemplo “Ordet”). Representan la luz
de la Razón así que el hecho de encenderlas, apagarlas o acercarlas es muy significativo.
· Es curioso comprobar cómo casi ningún personaje pestañea, lo que les da una carga
dramática superior.
· El uso frecuente de los primerísimos planos de los rostros (cortando por la frente y la
barbilla) nos incorporan en la mirada y casi en el interior del personaje.
· Importancia suma del contacto con la mejilla. La importancia ya se describe en el diálogo
entre el médico y María: “El espacio entre la punta de la oreja y la comisura de loslabios…
”. Supone una muestra muda de comunicación, de conexión y transmisión de
sentimientos. Intentamos analizar cada una de las diversas caricias en mejilla.
· La banda sonora es prácticamente inexistente dando a todas las conversaciones y
secuencias un aire de austeridad y dramatismo. Tan sólo un vals de Chopin en 2
momentos de evocaciones felices y la partita para violonchelo sólo de J.S.Bach en otros
2 importantes momentos dramáticos (toque de elegancia).
2) COMENTARIOS DE LAS PARTES
1) Presentación
a) Relojes, rostros
b) Las hermanas y Anne
c) Infancia
Comentarios:
Los créditos con fondo rojo y las campanadas gradualmente desajustadas (inquietantes)
dan paso a una serie de imágenes silenciosas que nos acercan a la casa. Este comienzo sigue la
norma de que una gran obra maestra debe comenzar de muy abajo e ir construyéndose para
alcanzar un clímax (como el último movimiento de la 9º Sinfonía de Beethoven, el comienzo de
“2001, Odisea en el Espacio”, “Alien, el Octavo pasajero”, etc). De un vistazo ya vemos el
carácter de las protagonistas sobre todo al vestirse: Karin (exigente, contable, áspera, molesta
por el paso del tiempo al verse las arrugadas manos); María (infantil, con las muñecas que
1 Excepcionalmente, los primeros días de visita de las hermanas que corresponderían al inicio del film, se
colocan justo al final.
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 4/12
representan la propia casa y la madre ausente); Anna (la criada, religiosa, silenciosa, con su hija
que murió remarcada por el plano con la cuna vacía) y Agnes (la enferma, que subraya la palabra
dolor en su diario). Comienzan todas vestidas de blanco y terminarán la película todas de negro.
El recuerdo de Agnes nos evoca a la infancia, a la Linterna Mágica (recordemos el libro
escrito por Bergman con ese título), y a pesar de la envidia de Agnes frente a María, se une a ella
con un toque de mejilla (El relatar en off las imágenes que se están viendo era una técnica
empleada en los 70 pero caduca en el cine actual por redundante)
2) El médico
a) Presencia, mejilla
b) Evocación, espejo
c) Despecho
Comentarios:
Agnes siente la presencia de algo que se acerca (como en la cena de “El 7º Sello”). El
doctor para las 3 hermanas tiene un significado diferente:
· Para Agnes: es la esperanza. Relación extraña con él, añorante de algo (¿hombre?). Él
la toca el vientre por encima y por debajo de la chaqueta y sin mucha esperanza le da
unas palmaditas en la mejilla. La comprende en su sufrimiento.
· Para Karin: indiferencia total; la despacha enseguida
· Para María: un antiguo amor que recupera con el beso, aunque el toque de collar de él
suponga una constancia del cambio. Tras el beso la rechaza. Toda la escena está oculta,
secreta, sólo vista por un haz de luz que cruza la cara de María. Él acaba tocando sus 2
mejillas. Se va ¿acaso desengañado porque la conoce?
El flash-back de María está encerrado en 2 primeros planos iluminados como una luna
menguante y creciente respectivamente. Forman gráfica y simbólicamente un paréntesis en el
texto narrativo.
En la cena, ella se pone un vestido rojo, sugerente con el escote muy próximo. Él cena
con total indiferencia mientras ella habla hasta que… ella se muestra indiferente y se va, entonces
y sólo entonces es cuando él vuelve la mirada. Curioso.
En la habitación, primer plano de él con la llama (de la Razón) reflejada en las lentes. Su
aspecto es cuasi-demoníaco. La conversación con ella sobre el paso del tiempo, tiene lugar frente
a un espejo (en realidad somos nosotros el espejo), con un primer plano que Liv Ullmann
(María) aguanta impertérrita sin pestañear. (Esta escena en su significado recuerda títulos
bergmarianos como “El Rostro” o “Como en un espejo”). Interesante cómo la vela que está en
la escena subraya la Razón de la conversación, hasta que él la apaga (coincide exactamente con
el único cerrar de ojos de ella). El apagar la vela supone el paso de la Razón a la Pasión, por lo
que el plano general siguiente nos muestra significativamente la cama abierta en primer plano, con
ellos dos al fondo abrazados junto al constante fuego de la chimenea (fuego libre, apasionado).
A la mañana siguiente, ella viste más recatada para recibir de forma cínica y
excesivamente cortés al pálido marido. Tras conversación burguesa, banal, el marido parece
despedirse de ella y de su hija con un toque de mejilla. Precioso plano casi de Trinidad (María,
hija y muñeca, en colores cálidos mimetizados con los colores de la estancia). Tras el toque de
mejilla y desaparición del marido (mutis por el foro), María se siente turbada, por lo que se
tapa. Siente la culpa y se avergüenza, como pasó a Adán y Eva tras comer la manzana (leer
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 5/12
Génesis, 3, 7 –11). La evocación termina con el intento de suicidio “cutre” del pusilánime marido
ante la indeferencia de ella y máxime pidiendo misericordia a la propia María, síntoma claro de su
mentalidad débil. Un suicidio conlleva mucha entereza, personalidad y fuerza por parte de quien
lo comete y él con esa escena deja ver que no es ni mucho menos así.
3) La enfermedad avanza
a) Presencia y cuidados
b) Camisón y lectura
Comentarios:
Karin siente frío y la presencia de algo (como en la cena de “El 7º Sello”). La escena en
que se va llamando a las hermanas, a oscuras con candiles de época, recuerda a “Los Otros”.2
Detalle de Karin quitándole la luz a Anna y poniéndose en la cabecera de la comitiva que se
acerca a los quejidos de Agnes. La respiración estertórica de ella recuerda a “El Exorcista”
(máxime cuando le dice algo inteligible a Anna vs el padre Karras echa agua bendita sobre la
niña endemoniada).
La escena del cambio de camisón, a la luz del día, es una de las más dulces. María y
Karin, aunque no se tocan en toda la escena, están alegres, unidas y conectadas a través de
Agnes. Todo el cambio de camisón está rodado en un solo plano, con la cámara comedida en el
desnudo. La escena termina con una agradable sensación de bienestar cuando María se pone a
leer un texto de Dickens. Sorprende que tanto Anna como Karin muestren una mueca de
misteriosa sorpresa en ese instante. ¿?
4) Gritos y Susurros
a) El paso y la mortaja
b) Silencio de Dios
Comentarios:
Detallista iconografía en la que al morir Agnes, la habitación que antes estaba
perfectamente iluminada, pierde su luz y se queda en penumbra. Y estupenda, por descarnada,
interpretación de ella en la que tras los últimos espasmos en que no puede vomitar, se acuesta
2 Con Bergman la cámara permanece estática con leves giros sobre sí misma, mientras que Amenábar en Los
Otros utiliza grúas, giros, travelling y los candiles son mucho más finos y estilizados.
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 6/12
para mirar al techo, luego a Anna, y finalmente a la luz del exterior antes de extinguirse. Y todo
ello en un solo plano.
Interesante la posición en que vemos cómo ha quedado Agnes (al ir a retocarla el
camisón): una posición de crucificada3.
Llegados a este punto, vemos una especie de analogía entre la muerte de Jesús y la muerte de
Agnes (Cordero) aunque en imagen especular (como si fuera un espejo):
· El desprendimiento de vestiduras à cambio de camisón; le ponen uno limpio
· “Tengo sed” (Jesús) y se lo dan agresivamente con una lanza à “Tengo un poco de sed”
(Agnes) y se lo dan con cariño en un vaso.
· Cuando muere (Jesús) el cielo se nubla à Cuando muere (Agnes) la habitación se
oscurece
· La posición del crucificado (Jesús) à La posición de los ladrones crucificados (Agnes)
· La madre ayuda en el tránsito de la cruz al sepulcro à Anna ayuda a pasar el tránsito deAgnes hasta la muerte (como veremos en la escena de la Pietá posterior)
Las 2 señoras enlutadas y serias que preparan el amortajamiento de Agnes provocan misterio
con sus reverencias sincronizadas. El pastor luterano, abre el libro para proclamar los prefacios
oficiales, pero no lo mira (el fondo es rojo). Cuando luego va a hablar de sus dudas (Silencio de
Dios) pasa a un fondo blanco (ventana) y se acerca a la vela (de la Razón). La oración es un
conjunto de frases condicionales (duda) continuas (Si existe un cielo,… Si el sufrimiento vale
de algo,…. Si es verdad que puede hablar con Dios,….) para terminar con un imperativo:“
Agnes, ¡ruega por nosotros!” 4. Toda esa escena termina con Karin (la hermana que al ser la
mayor pasa a ser la responsable familiar y se debe ocupar de los trámites del funeral) saliendo de
la habitación decorada de forma similar a la de “Ordet” de Dreyer.
5) Evocación Karin
a) Cena
b) Autolesión
c) No me toques!
Comentarios:
La cena indiferente del matrimonio, remarcada formalmente con el plano contra plano.
La rotura de copa – que en la cena de “2001, Odisea en el Espacio” provocó sorpresa-, aquí
sólo provoca una sonrisa prepotente en el marido. (Quizá supone un anunció de la rotura total en
el carácter de Karin y anticipo de la sangre roja que luego veremos). Espectacular y gótico plano
del salón repleto de velas encendidas, cuando el marido se va y Anna desaparece del plano,
quedando Karin sola en la mesa con uno de los cristales.
En el vestidor, el cristal lo deja sobre un espejo (continuas referencias a los espejos como
se puede ver), y no soporta la mirada recriminatoria (según su parecer) de Anna. El
desvestimiento en un solo plano secuencia, y sobre todo el quitarse las medias en la silla nos hace
ver que la diferencia iconográfica entre una dama y una prostituta es muy débil. La tremenda y
3 Se podría pensar en Jesús, pero curiosamente la pierna inclinada en todas las representaciones escultóricas
del Gólgota, define siempre a los ladrones que acompañan a Jesús, no al propio Jesús. También se puede
verificar en “Jesús de Nazareth” de Zefirelli.
4 Lo normal es que en los velatorios el pastor pida a los presentes por el difunto, sin emb argo aquí es al revés:
pide al difunto por los presentes.
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 7/12
sorpresiva escena de la autolesión sexual (quizá por querer llamar la atención del marido y de su
insatisfacción patológica) puede ser comparable a “El Exorcista” cuando la niña se clava elcrucifijo, o con “La Pianista” en su escena de la cuchilla en el baño.
Tras la evocación de Karin, volvemos al presente para ver el intento de acercamiento de
María hacia Karin y la repulsa de ella por naturaleza. La lectura del diario de Agnes vuelve a
provocar sorpresa alarmista en Anna ¿? (como a un niño cuando le tocan su juguete). El
acercamiento físico de María a Karin con abrazos se rompe al intentar darle un beso. Karin no lo
soporta y en primer plano observamos el rostro de rabia, desconsuelo e impotencia ante su
áspera naturaleza que no puede evitar.
La escena de la cena entre Karin y María es análoga a la anterior de la cena con el marido
pero sutilmente diferente:
· El tono negro del biombo con motivación oriental en trazos rojos del fondo de María,
frente al armario (alacena?) cuadriculado del marido.
· El fondo grisáceo destacando el collar de perlas de Karin en la primera cena, frente al
negro absoluto (vestido, silla, mueble) de la segunda, para remarcar más las palabras de
odio y superioridad de Karin sobre María.
· La copa de Karin que se cae. En una se rompe y se mancha de vino; en la otra está vacía
y no se rompe.
El carácter de Karin y su rabia se estira tanto tanto que al final se rompe llegando a esa escena
tan elegante en la que María y Karin comienzan a hablar y tocarse tras tantos años de separación
y crispación, mientras la partita para violonchelo sólo de Bach nos incita a ver la escena pero sin
preocuparnos de lo que se dicen. Es una cosa privada entre ellas, no nos importa. Dato: justo
cuando se produce el cambio de carácter se ve al fondo la habitación de la difunta Agnes que
está siendo velada por Anna.
6) Muerte
a) Aparición
b) Actitudes
Comentarios:
La evocación de Anna no se puede considerar un hecho pasado, ni presente. Es
atemporal y decidimos remarcar su función soñadora, onírica y reflexiva de Anna respecto a las
hermanas de Agnes para sopesar su actitud ante tan dura prueba.
Arranca con unos lejanos sollozos (recuerdo de su hija), que la llevan a pasar por el
oscuro salón (obsérvese la blanca luz, de luna, de las ventanas) que la llevan hasta el hall donde
están las “mudas y estáticas” hermanas (recordemos que acabamos de dejarlas en la escena
anterior hablando y moviéndose. ¡Gran contraste!).
Agnes se encuentra en el vestíbulo de la muerte, el paso de la laguna Estigia (ver Divina
Comedia) y pide ayuda a sus hermanas, con reacciones diversas:
· Karin: apelando a su ausencia de amor hacia su propia hermana agonizante, le da la
espalda con gran coraje y decisión.
· María: al principio se muestra respetuosa, dulce y dispuesta a ayudar, pero cuando la
Muerte le toca ambas mejillas, transmitiéndole la petición de ayuda, la supera. Tiene
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 8/12
súbitamente mucho miedo y se aleja gritando. Momentos después pondrá una disculpa
muy cínica: debe cuidar de su marido! (recordemos la escena de la evocación de María)
· Anna: es la única que la ayuda a pasar el trance. Espléndido cuadro a modo de “Pietá”
con Agnes (el Cordero sacrificado) acurrucada sobre una máter Anna semidesnuda,
formando un perfecto triángulo clásico y una imagen que fue la que utilizaron para el
cartel de la película. Curiosidad: si la comparamos con una Pietá convencional notamos
una reveladora diferencia: el cuerpo yaciente (visto desde la propia Piedad) está echado
hacia la derecha, mientras que el de Agnes está hacia la izquierda 5
7) Epílogo
a) Actitudes y decisiones
b) Plenitud
Comentarios:
Tras el funeral, todos sentados en el salón (cual sanedrín) deliberan con indiferencia sobre
el funeral y sobre el tema de qué hacer con la criada Anna 6. Las actitudes son diversas pero
afines:
· El matrimonio de Karin: el marido se muestra indiferente, clasista y sólo concede que
se lleve algo porque se lo habían prometido, aunque no estaba de acuerdo. Al despedirse
ponen una coraza (reflejada en el velo de Karin) y se van con un simple “gracias”.
· El matrimonio de María: el marido opina que deberían estarle agradecidos, pero como
es un pusilánime al final se deja llevar por el resto de opiniones. María, que ha
permanecido callada en toda la conversación, al despedirse se siente mal, y pide a su
5 Este hecho excepcional sólo lo hemos podido verificar en una talla de Juan de Juni que hizo en un solo
bloque de madera (ver en: http://www.museoferias.net/fotos5/Piedad-J.-Juni.jpg), y en una Pietá que tenía esa
misma forma pero que misteriosamente resultó quemada en la catedral de León (ver en:
http://www.museoferias.net/fotos5/Piedad-J.-Juni.jpg).
6 Curiosidad: mientras deliberan sobre el funeral y Anna se puede ver al fondo, en un segundo plano
desenfocado, la habitación de Agnes con la vela encendida en la mesilla y una especie de cabeza sobre la
almohada ¿Cuerpo presente tras el funeral?
ANÁLISIS FÍLMICO: GRITOS Y SUSURROS Pág. 9/12
marido que le dé un billete (que Anne se queda mirando en plano detalle) (¿Acaso un
gesto simbólico de que dar únicamente las gracias era demasiado injusto para todo lo que
había hecho Anne por Agnes? O ¿acaso una postura hipócrita, como si con ese billete ya
limpiase su conciencia?).
La problemática del caso Anne es difícil. Lo más sensato y humano hubiera sido preguntar a la
propia Anna qué pensaba hacer y cuál sería su predilección, pero la indiferencia clasista se torna
casi inhumana respecto a este tema.
De todas formas, -como veremos en la última escena- ella cogerá la única cosa que le permitirá
estar en contacto con su querida Agnes: su diario.
En la despedida de las hermanas se produce uno de los cambios más radicales y
sorprendentes de la película, en una sucesión de planos contra planos: Karin que ya había
doblegado su áspera actitud contra María se ve traicionada por ésta, cuando en un gesto frívolo
María confirma indiferente que lo del otro día no tiene la mayor importancia y que su relación
seguirá siendo distante. Únicamente volverán a verse “educadamente” una vez al año, en la noche
de Reyes (como siempre lo habían hecho desde pequeñas, con la linterna mágica).
Llegamos a la última escena de la película, donde a la luz de la vela de la Razón, Anna en su
humilde habitación evoca a través del diario de Agnes una escena de bienestar y felicidad, datada
un mes antes de los hechos descritos visualmente con mucha luminosidad (contraste con las
últimas escenas oscuras). Aparecen las 4 protagonistas vestidas elegantemente de blanco,
paseando por el gran jardín y en el último momento logrando en el columpio un remanso sencillo
de paz y tranquilidad, lo que Agnes denomina “estado de Plenitud”.7
La película, que termina con un simple fondo de rojoànegro acallando los gritos y susurros,
deja un sabor más agrio que dulce. Comprobamos que el final (que en realidad es el principio) es
un engaño para terminar bien, porque el verdadero final es muy pesimista, oscuro y da mucho
qué pensar sobre las egoístas relaciones humanas.
7 Escena análoga se puede ver en “El Séptimo Sello” durante la comida de fresas, cuando el cruzado en ese
instante relaja todas sus dudas existenciales para comprender que nunca olvidará ese pequeño instante de
plenitud.
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3) PERSONAJES Y TEMAS
El cuarteto de cámara está formado por las 4 columnas sobre la que se sustenta toda la
película: 8
1) Agnes: Es la segunda de las 3 hermanas, va a morir en muy breve plazo de tiempo como
consecuencia del cáncer de matriz que padece. Es la propietaria de la casa en la que ha
vivido desde la muerte de sus padres y su vida ha transcurrido tranquila e
imperceptiblemente. Tiene vagas ambiciones artísticas y lleva un diario cuando su estado se lo
permite. En su vida no ha aparecido nunca ningún hombre y su amor ha sido para ella un
secreto bien guardado. Ahora, a sus 37 años, se prepara para desaparecer del mundo tan
callada y sumisamente como ha vivido. No piensa que Dios haya sido cruel con ella, sino al
contrario, dirige a Cristo sus humildes esperanzas
Los conceptos que asociamos al personaje de Agnes fueron: Fortaleza, Envidia infantil,
Alegría, Tristeza, Energía, Miedo, Amistad.
2) Karin: Tiene 39 años. Hizo una buena boda (un buen partido) y se trasladó a otra parte del
país, pero su matrimonio fue una equivocación. No sólo es que no congenie con su marido,
sino que además le resulta repulsivo. Nadie diría por su fachada impecable que ha sido
madre de 5 hijos y por ellos, quizá, su lealtad al matrimonio es inquebrantable. A pesar de
ese control aparente de sí misma, los sueños la atormentan, y no puede disimular una rabia
contra la vida y las actitudes de ternura.
Los conceptos que asociamos al personaje de Karin fueron: Soledad, Envidia,
Histerismo, Sexualidad, Paranoia, Frialdad, Tristeza.
3) María: es la más joven de las tres hermanas. También hizo un buen matrimonio con un
hombre apuesto y triunfador, de excelente posición social, y tuvo con él una niña que ahora
tiene 5 años. María es como una niña mimada, gentil, infantil, juguetona, sonriente y con una
curiosidad constantemente activa. Está obsesionada con su belleza y las posibilidades de
goce que ofrece su cuerpo. Ni se preocupa por el mundo que le rodea, ni le importan los
límites morales establecidos. A veces se vuelve egoísta (por lo infantil) sacando su lado más
cínico y mentiroso.
Los conceptos que asociamos al personaje de María fueron: Cariño, Compasión,
Concupiscencia, Sexualidad, Miedo, Debilidad, Alegría, Frivolidad, Cinismo.
4) Anna: es la sirvienta. Tiene unos 30 años y de joven tuvo una hija a la que Agnes apadrinó,
aunque murió 3 años más tarde. Todo ello creó entre ambas fuertes lazos afectivos (amistad,
¿amor lésbico?, cariño,…). Anna es muy callada, religiosa, muy tímida e inaccesible, pero
siempre está presente y pendiente en todo momento de su ama.
Los conceptos que asociamos al personaje de Anna fueron: Confortamiento,
Comprensión, Amistad, Maternidad, Bondad, Cariño, Fortaleza y Energía.
8 Los datos biográficos tan precisos de los personajes están tomados de “Ingmar Bergman, Fuentes
creadoras” de Francisco Javier Zubiaur, Letras de Cine, 2004.
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Toda esta rica diversidad de caracteres, según Bergman, pretendía estudiar en 4 partes el
carácter esencial de la MUJER:
· el nervioso/histriónico/frío (Karin)
· el sexual/seductor/infantil (María)
· el sufrido/silencioso (Agnes)
· el maternal/fuerte (Anna).
TEMÁTICAS
Aunque los temas de las películas de Bergman son casi siempre los mismos, quizá la
diferencia está en la distinta importancia que se da a cada uno. En esa ocasión, para “Gritos y
Susurros” el ranking de importancia de temas ha sido ratificado por unanimidad:
1. Relaciones (fraternales, amorosas, amistosas, clasistas, incomunicación)
2. Muerte (presencia, encuentro y actitud ante ella)
3. Religión (visión existencialista, racionalista, seca. Silencio de Dios, dudas de fe)
GRITOS Y SUSURROS
En torno al lecho de muerte de Agnes, surgen los recuerdos, se escuchan gritos de la
agonizante y de rabia de alguna de las hermanas frente a los susurros de los que velan. Entendida
como una sonata de cámara, y tratando de destacar las partes forte(Gritos) y las partes piano
(Susurros) del hilo argumental, llegamos a estas propuestas:
FORTE (GRITOS)
o Cena María & Agnes
o Autolesión sexual de Karin
o Evocaciones de Anne, Karin y Agnes
o Estertores y muerte de Agnes
o Furia y rabia de Karin
PIANO (SUSURROS)
o Cambio de camisón, peinado y lectura
o Comienzo silencioso de imágenes
o Final con escena de plenitud
o Evocación de Agnes (infancia)
o El personaje silencioso de Anna
4) REFERENCIAS COMPLEMENTARIAS
o “INGMAR BERGMAN” de Juan Miguel Comany. Cátedra, signo e Imágenes, 1993
o “Ingmar Bergman, Fuentes creadoras” de Fco Javier Zubiaur.Letras de Cine, 2004
o Revisión de la edición en DVD de Gritos y Susurros: http://www.dvdreviews.
net/clasicos/dvdgritosysusurros.htm
o Una pequeña crítica de Ernesto Días Guzmán: http://altazorcafe.com/cine/gritos.htm
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ANEXO
A continuación presentamos un resumen de los cuestionarios empleados en el
transcurso del análisis, para obtener la opinión de los implicados en el visionado
CUESTIONARIO DE LAS PARTES
Presentación
· Estética del comienzo. Relación con otras grandes obras.
· Qué te parecen inicialmente las 4 protagonistas
Médico
· ¿Qué es el doctor para cada una de las hermanas?
· ¿A qué se debe el intento de suicidio del marido de María?
La enfermedad
· ¿Qué relación hay entre Anne y Agnus?
· Comparación con “Los Otros” y “El exorcista”
· ¿Por qué crees que se sorprende Anne cuando están leyendo?
a. Por el texto concreto
b. Por la situación
c. No se sorprende
d. Otro:
Clímax
· In vestibulum mortis: diferencias con Ordet de Dreyer.
· ¿Qué relaciones iconográficas encuentras con el Vía Crucis?
· La copa se rompe. ¿El porqué de la autolesión?
· ¿Qué cambio se produce en Karin?
· La evocación Anne: ¿es presente o pasado?
· ¿Cómo reacciona cada personaje ante la muerte?
Epílogo
· ¿Cómo reacciona cada personaje ante el “problema” Anne?. ¿Qué harías tú?
· Escena de plenitud. ¿cuál es la análoga en “El 7º sello”?.
Análisis externo: Caricias de mejilla (Intención/carácter de cada una)
CUESTIONARIO GENERAL
· ¿Cuál es la parte o escena que más te ha impresionado de la película?
· Comparada con una sonata ¿cuáles son las partes forte (GRITOS) y las partes piano
(SUSURROS) en el hilo narrativo según tu parecer? ¿Y los temas tratados?
· Adjudica cada uno de estos conceptos a cada una de las protagonistas:
– Envidia
– Soledad
– Histerismo
– Cariño
– Compasión
– Concupiscencia
– Sexualidad
– Frivolidad
– Confortamiento
– Paranoia
– Miedo
– Fortaleza
– Debilidad
– Alegría
– Tristeza
– Comprensión
– Amistad
– Energía
– Frialdad
– Bondad
· ¿Crees que es una película pesimista o esperanzadora? _____________
El Sur de Victor Erice, ofrece un ejemplo interesante de utilización de procedimientos propios del lenguaje poético en el medio audiovisual.Entre estos incluye el empleo de recurrencias, el desarrollo de asociaciones por analogIa…………
1
CINE Y POESÍA:
ESTRUCTURAS POÉTICAS EN EL SUR, DE VÍCTOR ERICE
María del Rosario Neira Piñeiro
Escuela de Cinematogrofafía y Artes Visuales de Ponferrada
(Universidad de León)
Correo-e: tpcmnp@unileon.es
Resumen:
El Sur, de Víctor Erice, ofrece un ejemplo interesante de utilización de procedimientos
propios del lenguaje poético en el medio audiovisual. Entre éstos se incluye el empleo
de recurrencias, el desarrollo de asociaciones por analogía y contraste, el predominio de
la connotación sobre la denotación y, sobre todo, la utilización de elementos simbólicos
recurrentes que se ponen al servicio de la narración.
Palabras clave:
Cine y poesía, lenguaje poético, analogía, contraste, recurrencias, condensación visual,
metonimia, sinécdoque, símbolo.
El propósito de esta comunicación es proponer una aproximación al estudio de
las relaciones entre el cine y la poesía, a partir del análisis de un film español, El Sur,
que ofrece algunos ejemplos significativos de procedimientos poéticos en un discurso
audiovisual.
El desarrollo de estructuras semejantes a las de la poesía verbal y la voluntad
consciente de realizar un cine poético se manifestó en diversas corrientes de la época de
las vanguardias y en el periodo mudo en general. Son varias las tendencias que, desde
sus principios estéticos particulares, y a través de la experimentación formal,
desarrollaro en el cine estructuras equiparables con las de la poesía, aunque en la
actualidad los procedimientos que podemos calificar de “poéticos” han quedado
integrados, mayoritariamente, en el interior de películas de ficción narrativa o
documentales, sin que se haya consolidado un “cine lírico” como género independiente.
Por otra parte, la teoría cinematográfica desarrollada hasta la actualidad ha
privilegiado el análisis de las estructuras narrativas, mientras que el estudio de los
procedimientos y características del lenguaje poético del cine ha sido un aspecto
secundario, tratado sólo por algunos autores, y casi siempre de forma marginal. Entre
los primeros que consideran, desde una perspectiva científica, las relaciones entre el
cine y la poesía están los formalistas rusos, que señalan –anticipándose a Pasolini- la
existencia de un “cine de poesía” o “cine lírico” frente a un cine de “prosa”[1]. Para los
formalistas rusos, este cine poético se identifica fundamentalmente con las recurrencias
2
y el ritmo generado por el montaje, pero también con la ausencia de argumento o, lo que
es lo mismo, la no narratividad, así como con el uso de procedimientos técnico-formales
y también, en menor medida, con el empleo de la metáfora y el simbolismo de las
imágenes [2].
La cuestión del lenguaje poético del cine es recuperada en los años sesenta por
Pasolini en su conocida polémica con Eric Rohmer a propósito de las características de
un cine lírico. Pasolini reivindica un “cine de poesía”, que considera más connatural a
este medio que el cine de prosa narrativa predominante. Este lenguaje poético,
representado en cineastas como Godard o Antonioni se identifica, según Pasolini, con
un estilo en el que la cámara se hace notar y donde se emplean procedimientos formales
que suponen una “desviación al sistema del film”[3], para lograr determinados efectos
expresivos.
De modo más específico, algunos teóricos han examinado no tanto la posibilidad
general de un lenguaje poético fílmico como el uso de procedimientos específicos
propios del discurso poético audiovisual. Así, el lingüista Roman Jakobson se interesó
por los posibles valores metafóricos o metonímicos –según los casos- del plano
cinematográfico [4]. Otros autores han analizado, bien aceptándolo o cuestionándolo, el
concepto de metáfora en el cine, así como el empleo de elementos simbólicos en el
relato [5], mecanismos todos ellos semejantes a los utilizados habitualmente en el texto
poético literario.
¿En qué consistiría, pues, ese lenguaje poético del cine? Los autores citados
apuntan a características diversas, como el abandono de la narratividad, el desarrollo de
ritmos visuales, el desvío respecto a una norma, y el empleo de la metáfora, la
metonimia y el símbolo. Partiremos de la hipótesis de que, efectivamente, el medio
cinematográfico permite la utilización de determinadas estructuras y procedimientos
que también se dan en el discurso poético verbal. Para ello nos basaremos en una
acepción amplia del “lenguaje poético”, con la que designaremos un tipo de discurso
que se da con especial densidad y sistematicidad en la poesía, pero que también se
manifiesta, en cierta medida, en otros textos literarios y que puede ser extensible a otros
lenguajes artísticos, como el cine. Entre las características generales de este lenguaje
poético podemos señalar el uso creativo del lenguaje, la desautomatización, el
desarrollo de un lenguaje “sobresignificativo” donde todos los elementos discursivos
adquieren relevancia, y la densidad semántica unida a la condensación, así como el
empleo sistemático de determinados procedimientos: las recurrencias, el desarrollo de
asociaciones por contraste o por identidad, la metonimia y la sinécdoque y el uso de
procedimientos de simbolización.
Para llevar a cabo el estudio de estos procedimientos poéticos en un relato de
ficción, hemos elegido El Sur (1983), escrita y dirigida por Víctor Erice a partir de un
relato de Adelaida García Morales. Esta película –segundo largometraje del directornarra
una historia de crecimiento y maduración enmarcada en la época de la posguerra
española. La trama central narra la infancia y adolescencia de la protagonista, Estrella,
tomando como eje central la evolución de la relación con su padre, Agustín. Al mismo
tiempo, se esboza la historia personal del padre, reconstruida fragmentariamente por la
protagonista a partir de informaciones diversas, y nunca aclarada plenamente.
El relato se organiza en forma retrospectiva: partiendo de un acontecimiento
fundamental en la vida de Estrella –el suicidio del padre- la narración se retrotrae a la
infancia de la protagonista para recuperar el pasado en forma de recuerdo, mediante un
flash-back subjetivo que abarca la mayor parte del film. El interior de este flash-back,
que va de la infancia a la adolescencia de la protagonista, se puede dividir en tres partes
[6]: una primera, que describe la estrecha relación de la protagonista-niña con su padre
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y que finaliza en el episodio de la Primera Comunión; una segunda, que gira en torno al
descubrimiento de un secreto –la existencia de otra mujer en el pasado de Agustín- y
conduce a un distanciamiento progresivo padre-hija, y un último bloque, situado en la
adolescencia de Estrella, que presenta el proceso de degradación de la figura paterna y
los acontecimientos previos al suicidio. Este relato audiovisual está acompañado, a lo
largo de todo su desarrollo, por la voz superpuesta de la protagonista, que evoca esos
episodios de su vida desde un tiempo presente posterior al representado en la imagen.
La presentación del pasado en forma de recuerdo repercute directamente en otros
aspectos de la estructuración del relato: la organización de la historia desde una visión
subjetiva y la narración realizada a partir de escenas breves, fragmentarias, separadas en
ocasiones por fundidos en negro. El carácter aparentemente incompleto de la narración
tiene que ver con la ambigüedad deliberada y con la importancia concedida a lo que se
omite o se sugiere, características que se han relacionado con las cualidades “poéticas”
de la película.
Entre los mecanismos propios del lenguaje poético, hallamos, en primer lugar, la
utilización de asociaciones, ya sea por analogía o contraste entre elementos del discurso.
Estos procedimientos corresponden, en términos generales, a lo que Gestenkorn
denomina “juegos de ecos” [7], esto es, estructuras que se basan en el establecimiento
de una analogía entre un elemento A y otro B, pudiendo este último pertenecer o no a la
diégesis.
Hallamos un ejemplo significativo en la escena en que la protagonista contempla
una serie de postales de Andalucía, representadas en una serie de planos subjetivos y
combinadas, en la banda sonora, con las danzas andaluzas de Granados. A continuación,
una nueva imagen muestra a la protagonista levantando la vista hacia la ventana, dando
paso de este modo a una nueva serie de planos que muestran distintas zonas y elementos
del exterior de la casa, desde un punto de vista óptico que ya no se corresponde con el
de ningún personaje de la historia, y a los que se superpone la misma música de la
escena anterior, como elemento de cohesión. Las imágenes de esta escena, introducida
por la mirada de Estrella hacia el exterior, mantienen entre sí una relación de
contigüidad: representan diferentes zonas y partes del espacio que rodea la casa –el
árbol con el columpio, la rosaleda, el estanque, la veleta-.
Se trata de una escena de carácter estrictamente descriptivo, que se desarrolla
por analogía y contraste con la anterior. La serie de postales posee, como la serie de
imágenes del exterior de la casa, un carácter esencialmente descriptivo, además de
contener algunos elementos comunes que permiten establecer asociaciones por
analogía: en ambas escenas aparecen jardines, agua –fuentes, estanques…- y barcos –los
que surcan el Guadalquivir y el barquito de juguete abandonado sobre el hielo-. Sin
embargo, los motivos visuales de las postales se retoman en la escena del jardín invernal
para establecer una contraposición a partir de una serie de cualidades plásticas
nítidamente diferenciadas: frente a las postales coloreadas, el predominio del blanco del
jardín nevado; frente a los árboles con hojas y los rosales en flor, las ramas desnudas y
la rosaleda sin flores; frente al agua en movimiento de los surtidores y del río, el agua
congelada del estanque y los carámbanos que cuelgan de la veleta; frente a los barcos
verdaderos, el barco de juguete cubierto de hielo, mostrado en un plano de detalle;
frente a las figuras humanas -hombres y mujeres- que bailan o cantan en los patios, la
ausencia de personajes en el exterior de la casa; frente a la indicación del movimiento –
aún en imágenes fijas- la quietud absoluta de todos los componentes del jardín –árboles,
columpio, ramas, veleta-, subrayada en una serie de planos fijos. Es importante
considerar no sólo las características de los elementos representados en las dos series de
imágenes, sino también las connotaciones igualmente opuestas que se desprenden de
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ambas: el verano o la primavera que parecen sugerir las postales coloreadas poseen
connotaciones contrapuestas a las del jardín en invierno. Todos los elementos antes
señalados –color, movimiento, flores, canciones… frente a quietud, hielo, desnudez,
predominio del blanco, etc. sugieren claramente valores predominantemente positivos
en el primer caso –asociados a la vida- frente a valores negativos, ligados a la muerte en
el segundo, así como al abandono –el columpio vacío, el juguete olvidado en el
estanque. Al mismo tiempo, es el último espacio, el de la muerte, el que se muestra bajo
una mayor apariencia de realidad –representado directamente mediante la imagen
cinematográfica- y el que se introduce como presente –contiguo al interior de la casa
desde el que la niña contempla el jardín-, mientras que el espacio ausente se introduce
de forma indirecta, a través de unas imágenes coloreadas que representan un sur de
postal, más o menos tópico, presentándose por tanto como espacio distante y
parcialmente imaginario. De este modo, el pasaje comentado representa plásticamente,
mediante la analogía y el contraste, una contraposición esencial entre dos espacios, el
presente y el ausente: frente al norte en el que viven los personajes, el sur recreado por
Estrella, espacio asociado a la vida, la felicidad, pero también a lo imaginario, lo
ausente, lo pasado, el paraíso soñado o perdido.
El film contiene también formas de asociación a distancia, como la que se
establece entre las secuencias del baile de la Primera Comunión y de la comida en el
Gran Hotel. Las relaciones de analogías y contrastes que se establecen entre ambas
partes del relato son bastante complejas y afectan tanto a las escenas en su totalidad
como a algunos de sus componentes, considerados aisladamente. La parte de la Primera
Comunión, que marca el cierre de uno de los bloques en que se puede dividir el relato,
se compone de varias escenas que incluyen la llegada de los personajes del sur –la
abuela y Milagros-, los preparativos, la ceremonia religiosa, y el plano-secuencia del
baile entre padre e hija. Esta parte, considerada aisladamente, presenta ya una forma de
comparación implícita entre dos elementos: la Primera Comunión y una boda,
comparación que se verá reforzada por la secuencia de la última conversación entre los
protagonistas. En este pasaje nos encontramos con un término A (en este caso un
acontecimiento narrativo: la Primera Comunión) que se compara tácitamente con otro,
sólo sugerido (una boda). Numerosos elementos, tanto del diálogo como de la puesta en
escena convergen para sugerir esa analogía. En un detallado análisis de esta secuencia,
Ignacio Martín Jiménez destaca esta asociación ceremonia de la comunión-boda y
señala los elementos que se aúnan para transmitir esa comparación implícita [8]: la
escena en que la niña espera, en el umbral de la puerta trasera del jardín, nerviosa y
vestida de blanco, al padre que no aparece; el velo blanco en la cabecera de la mesa
mientras Agustín y su hija bailan un pasodoble ante la mirada de los invitados, etc.,
elementos a los que se suman las referencias explícitas del diálogo, en el que se señala
el parecido de la niña con una novia.
Esta analogía implícita en el relato de la Primera Comunión se hace más clara
por la relación que se establece entre el plano-secuencia del baile y la escena de la
última conversación entre Estrella y su padre, que tiene lugar tras una comida en el Gran
Hotel. Esta escena, que marca el punto máximo de incomunicación y la definitiva
ruptura entre ambos personajes, contiene un elemento que establece una conexión con la
Primera Comunión de Estrella: el pasodoble al que se hace referencia explícita en el
diálogo y que baila una pareja de novios en la estancia contigua, como lo bailaron
Agustín y Estrella el día de la Primera Comunión. La analogía que se establece –el
mismo baile, repetido por una pareja diferente, vista desde fuera por Estrella- se une a
una contraposición, que viene favorecida por procedimientos de filmación y montaje, tal
como ha señalado la crítica del film [9]. Los dos pasodobles, el de la primera comunión
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y el de gran hotel, se representan en un único plano, que los muestra desde lejos en la
boda verdadera y sigue sus evoluciones de cerca, en la imaginaria, reuniendo a los dos
personajes en el mismo plano. Frente a esta estructura, la fragmentación en encuadres
separados durante la conversación entre padre e hija, sentados a la mesa, simboliza la
ruptura frente a la unión. Esta idea se ve reforzada por los valores connotativos que se
desprenden del último plano de esta escena, en que se representa a Agustín totalmente
solo, en un rincón del comedor, de modo que se sugiere la soledad, abandono y
hundimiento final del padre.
Más importante que el establecimiento de analogías y contrastes entre elementos
del film, tal como hemos observado en los ejemplos señalados anteriormente, es la
utilización de procedimientos de simbolización, que adquieren una importancia
fundamental en el desarrollo del relato.
En principio, cualquier componente del universo de ficción –un objeto, un
elemento del paisaje, un sonido, un color, un determinado tipo de iluminación, etc.-
puede revestirse, en el relato, de uno o varios sentidos simbólicos. Hay que tener en
cuenta que estos elementos, que se constituyen en símbolos, pueden ser representados
por cualquiera de los medios que admite el medio fílmico, esto es, no sólo mediante la
imagen –aunque sea esto lo más habitual- sino también a través del sonido –ruidos,
música- o por procedimientos verbales, e incluso por varios de estos medios
combinados entre sí. Ahora bien, se utilicen palabras, imágenes o sonidos, estos signos
mantienen en todo momento su significado literal –representan elementos que
pertenecen al universo de ficción-, al que se añade la significación simbólica, que puede
revestir mayor o menor complejidad.
Puede haber elementos de valor simbólico cuya presencia se limite a una escena
o incluso a un plano en particular. De hecho, en ocasiones el simbolismo se desprende
no tanto de elementos físicos del universo de ficción como de las características del
plano, la composición del encuadre o el modo de la filmación y el montaje, esto es, de
rasgos formales del discurso fílmico.
En El Sur, encontramos numerosos ejemplos de utilización con valor simbólico
de procedimientos formales: los movimientos de cámara, las estructuras de montaje, las
características y la composición del plano se revisten en ocasiones de un significado
simbólico en relación con los conflictos dramáticos representados en la historia. Así, la
evolución de las relaciones entre Estrella y su padre se traducen visualmente en ciertos
tipos de plano y ciertos encuadres significativos: ya hemos comentado anteriormente el
valor del plano-secuencia del baile de la Primera Comunión y el valor que adquiría en
contraste con el esquema de plano-contraplano de la comida en el Gran Hotel. De un
modo semejante, otras imágenes que reúnen a la hija y al padre en el mismo plano en la
infancia de Estrella adquieren un sentido semejante y se oponen a otras que marcan
visualmente su distanciamiento: así, en la escena nocturna situada poco después del
intento de huida del padre, un lento movimiento de cámara se desplaza desde la niña,
sentada en el columpio, hasta la ventana del desván desde la que el padre la observa en
silencio, simbolizando la distancia que los separa, aunque todavía se sugiere un intento
de comunicación. Algo antes, en la escena en que Estrella sigue a su padre a la salida
del cine y le descubre escribiendo una carta en el interior de un café, la distribución de
los personajes, ubicados dentro y fuera –separados por el cristal de una ventana- y
colocados a uno y otro lado del encuadre, respectivamente- sugiere también,
simbólicamente, el comienzo de la separación. La línea de la ventana que los separa en
el plano puede leerse también como una separación simbólica que poco a poco va a ir
ahondándose, en el desarrollo de la narración.
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Ahora bien, mucho más interesante en la película que nos ocupa, es la
introducción de objetos de valor simbólico, objetos cuya presencia no se limita a una
única escena, sino que aparecen de forma recurrente a lo largo del film y que se
interrelacionan entre sí, constituyendo un sistema simbólico coherente que se relaciona
con el sentido general del relato. Esta noción se corresponde con la de “sistema de
imágenes”, señalada por McKee en su manual de guión cinematográfico. El sistema de
imágenes consiste, según el citado autor, en una categoría de imágenes, vinculadas a un
tema o un elemento, que, revestidas de un valor simbólico, se reiteran con variaciones a
lo largo del film [10]. Los elementos simbólicos integrados en este sistema pueden
basarse en una tradición artístico-cultural previa, externa al film, o pueden ser elementos
dotados de un valor simbólico válido sólo en el interior del relato. De todas formas,
incluso aunque se incorporen elementos con una carga simbólica previa, que el
espectador puede conocer de antemano, lo normal es que su sentido específico esté
determinado o matizado, en mayor o menor medida, por el contexto del film.
La presencia y el valor de estos elementos simbólicos puede ser subrayada en la
película de diversas formas: la simple repetición de los motivos simbólicos, su
introducción en escenas clave del film, los procedimientos para representarlos, o la
introducción de referencias verbales que orientan la interpretación del espectador son
algunos de los mecanismos de que dispone el discurso fílmico para llamar la atención
sobre los componentes del sistema simbólico integrado en la narración. Por otra parte,
en la recurrencia de los motivos simbólicos, lo habitual es que se alternen momentos en
que su presencia se sitúa en un segundo plano con partes en que son puestos de relieve
en el discurso, por ejemplo mediante un primer plano o un plano de detalle que aísla y
destaca el objeto en cuestión.
Estrechamente relacionado con el empleo de símbolos se halla el procedimiento
de la condensación visual, cuyo empleo se suele limitar a momentos aislados en el
desarrollo de la película. La condensación visual se manifiesta en un plano aislado que
se carga de una densidad semántica particular, condensando una gran cantidad de
significado en una sola imagen. Este procedimiento se corresponde aproximadamente
con la “condensación alegórica” señalada por Gestenkorn [11], perceptible en planos
aislados ubicados en momentos clave del relato, que se cargan de una densidad
simbólica especial, y que pueden ser comparables con la condensación del lenguaje
onírico, según Freud. El valor de estos planos puede venir dado por la presencia de un
objeto simbólico o por una particular organización de los componentes de la imagen e
incluso por la convergencia de varios elementos simbólicos relacionados entre sí. Estos
planos suelen ocupar un lugar relevante en el discurso fílmico, a lo que se suman,
eventualmente, otros procedimientos formales para destacarlos, tales como una duración
mayor de lo esperable o un efecto musical, entre otros.
La condensación visual puede servir para resumir informaciones narrativas
relativas a acontecimientos elididos por el relato, de modo que se sugieren en un único
plano, a través de las relaciones entre sus componentes, hechos que podrían haberse
desarrollado en varias escenas [12]. Además de esta posible implicación narrativa el
mismo procedimiento puede servir también a fines predominantemente expresivos –
intensificación dramática o producción de efectos emocionales en el espectador en
determinadas escenas – así como para sugerir otro tipo de contenidos relativos a los
personajes, al sentido de una escena o a la interpretación general de la historia. Se trata,
en cualquier caso, de planos que se caracterizan por su gran densidad semántica, su
condición sintética y su intensidad expresiva, cualidades todas ellas propias del texto
poético.
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Entre los principales elementos simbólicos recurrentes presentes en El Sur
podemos señalar los que forman parte de las diversas zonas en que se divide el espacio
de ficción, así como el simbolismo luz/ sombra y también una serie de motivos
simbólicos vinculados al padre y al sur respectivamente.
El marco general de los hechos, presentado en unas escenas introductorias, es un
lugar indeterminado del norte de España, que a su vez se divide en varias zonas,
diferenciadas explícitamente por la narradora verbal: la casa en el campo, rodeada por
una tapia, el camino que llaman “la frontera” y la ciudad amurallada a orillas de un río.
Nos encontramos ante espacios de la ficción o porciones espaciales que se representan
en imágenes diversas, y que funcionan en bloque, reconstruidas por el espectador a
partir de la planificación. Como excepción, hay algunos elementos espaciales que se
reiteran en planos muy semejantes, bajo encuadres casi idénticos, actuando en este
sentido a modo de leitmotif visual: es el caso de la carretera que conduce a la ciudad, la
veleta –considerada por el momento sólo como parte de la casa- y el plano general de la
ciudad junto al río, que se introduce de modo recurrente en varios momentos del film.
De todos los elementos citados, una parte de ellos se articula en torno a la casa,
que se relaciona, a su vez, con los personajes que la ocupan. En este sentido, los
espacios interiores de la vivienda han sido interpretados como expresión de lo privado,
de la intimidad, la ensoñación de los personajes. Esto se pondría especialmente de
manifiesto en determinados planos que representan espacios interiores en penumbra, en
contraste con la luz procedente de una ventana hacia el exterior y que expresan
simbólicamente la dicotomía dentro/ fuera, ligada a una trama donde priman los
conflictos internos de los personajes [13]. En la misma línea, se han interpretado ciertos
componentes y características del espacio de ficción, que refuerzan ese repliegue de los
personajes en su interior: el aislamiento de la casa, que aparece sola en medio del
campo, los elementos que remiten a la idea de separación o barrera entre lo exterior y lo
interior (las ventanas,“la frontera”, la tapia que rodea el jardín, las murallas de la
ciudad), y que subrayan la soledad y aislamiento de los principales personajes de la
historia.
La casa, comunicada y separada del mundo exterior que la rodea, aparece en
ocasiones representada, metonímicamente, a través de planos parciales que muestran
algún elemento representativo, como puede ser la veleta –ya comentada- o las letras
metálicas con el nombre –“la gaviota”-pegadas a la pared del edificio. Es interesente, en
relación con este último elemento, observar una de las últimas escenas del film, la que
se introduce justo tras el cierre del flash-back, en una escena de tipo descriptivo, que
muestra diversas zonas del exterior de la casa. Una imagen de la veleta va seguida de un
plano de detalle que muestra las letras metálicas con el nombre de la casa, que cuelgan,
medio rotas, de la pared, para volver a la representación de la veleta, esta vez a cierta
distancia y desde un ángulo inusual. Imágenes posteriores representan porciones del
exterior, donde destaca la bicicleta utilizada por Agustín el día de su suicidio, y que
Estrella contempla desde la ventana, elemento que sugiere acontecimientos no narrados
directamente (el suicidio y la posterior investigación policial de la que da cuenta una
etiqueta colgada del manillar).
Esta representación visual del nombre de la casa, además de relacionarse con las
imágenes anterior y posterior (la gaviota), tiene un doble valor metonímico-metafórico.
En primer lugar, el nombre -“la gaviota”-remite al edificio mismo, junto con la veleta.
Por otra parte, el deterioro externo puede leerse como metáfora del deterioro en que se
halla la vida de los personajes tras la muerte de Agustín. Esta idea es reforzada por los
valores connotativos de los otros planos, donde predominan tonalidades más bien
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sombrías, así como elementos visuales –hojas secas, etc.- que remiten al otoño, con toda
la carga connotativa que esta estación conlleva tradicionalmente.
Además del empleo simbólico de elementos espaciales, el film contiene
incorpora también un sistema simbólico asociado a la dicotomía luz/ sombra, que ha
sido ya comentado por la crítica. Nos encontramos ahora ante una utilización con
función simbólica de un componente de la imagen, apoyada en algunas referencias que
orientan la interpretación. La forma en que se hace poco a poco la luz en algunas
escenas del Sur se ha relacionado con una forma de simbolizar el inicio del relato –por
ejemplo en la primera escena de la película- así como una idea de “alumbramiento” o
nacimiento [14], patente en la escena en que aparece la madre de Estrella embarazada.
Más interesante es la interpretación que relaciona la luz con la revelación, el acceso al
conocimiento. En este sentido, el empleo particular de una iluminación que se ha
calificado de tenebrista en las escenas de interiores, ha sido relacionado con el proceso
que narra la propia película: la indagación de Estrella en el pasado, como el propio
desarrollo del relato, va aclarando algunas zonas de la historia, mientras deja otras –la
mayor parte- en la sombra. Este simbolismo se apoya en los títulos de las películas que
se proyectan en el cine de la ciudad: Flor en la sombra –con referencia a Irene Ríos- y
La sombra de una duda, que parece remitir a los interrogantes sin resolver en torno al
pasado del padre. Hay que hacer notar que el empleo simbólico de la luz, en cuanto
componente del espacio escenográfico, no excluye otros usos de la misma, por ejemplo
para destacar, en interiores, ciertas partes del espacio y anular otras, o para expresar el
paso del tiempo, como en los planos ya comentados de la veleta y otros análogos en que
los cambios lumínicos expresan los ritmos del tiempo natural.
Más interesante es la estructuración de una serie de elementos de valor
simbólico que se agrupan en torno a las figuras de padre y el sur respectivamente. El
Sur, espacio vinculado al pasado desconocido del padre, se convierte en un elemento
esencial del relato, hasta el punto de dar título al film, aunque no aparece directamente
en ninguna de las escenas. De igual modo, también el padre, personaje central en los
recuerdos de Estrella, es una figura ausente. La serie de imágenes que reconstruyen el
pasado de la protagonista se organizan como un intento de evocar e intentar explicar al
padre, evocación que se produce precisamente cuando se descubre la noticia de su
muerte. La misma categoría tendrían aquellos otros elementos correspondientes a los
antecedentes de la historia, que se relacionan con el pasado de Agustín: la otra mujer,
los acontecimientos que motivan el “exilio” del padre en una localidad del norte, etc.
Esto conduce a una articulación del espacio de ficción en dos grandes bloques, el norte
–representado directamente en la imagen- y el sur, lugar mítico, ligado al padre, al
pasado, a lo imaginario, al paraíso perdido e irrecuperable.
Cada uno de estos dos elementos -el sur –con todo lo que este espacio significay
el padre, en cuyo recuerdo indaga el personaje focalizador en busca de respuestas que
no logra encontrar, tiene en torno a sí todo un sistema de símbolos que remiten a él,
sustituyéndolo y evocándolo permanentemente. De este modo, nos encontramos con dos
sistemas simbólicos, de gran importancia en el relato, que giran en torno a estas figuras
de la ausencia, y que son los que vamos a examinar en primer lugar.
El Sur, espacio ausente, designado por el propio título, es simbolizado por una
serie de objetos que aparecen recurrentemente a lo largo del film -la veleta, la carretera,
el tren, las cartas y postales del sur-, así como por algunos personajes que proceden de
ese lugar: Irene Ríos, la abuela y Milagros. El padre, que sí aparece como personaje en
el interior del flash-back, es simbolizado fundamentalmente por el péndulo –motivo
visual recurrente-, pero también por algunos otros objetos que se relacionan con él y por
el espacio del desván, lugar que se vincula primero al poder sobrenatural y luego al
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secreto y al aislamiento. Tanto en un caso como en otro, se trata de símbolos de base
metonímica, pues la asociación entre el simbolizante y el simbolizado se basa en una
relación de contigüidad en sentido amplio (la veleta por el lugar al que señala, las cartas
y postales por el sitio del que proceden, el péndulo por la persona que lo utiliza, la
carretera y el tren por el espacio al que conducen).
De los elementos que hemos señalado, el primero que aparece es el péndulo,
objeto perteneciente al padre, ligado a sus actividades de zahorí. En la primera escena
del film, la protagonista encuentra en su habitación el péndulo, dejado allí por su padre
a modo de despedida definitiva antes de su suicidio. La relación que mantiene este
objeto con Agustín -al que pertenece- y el significado narrativo que adquiere son
indicados de forma explícita por la voz over de la narradora adulta. Por una parte, el
objeto se relaciona metonímicamente con el padre ausente, por otro lado, indica la
partida esta vez definitiva de Agustín.
Este objeto, designado por medios verbales, es subrayado también en un plano
de detalle que muestra las manos de la protagonista –en las que destaca un anillo en
forma de estrella- extrayéndolo lentamente de la cajita que lo contiene, y levantándolo a
continuación –en primer plano- a la altura de sus ojos. La imagen de las manos abriendo
la caja es un ejemplo de la capacidad de condensación simbólica a que nos hemos
referido antes. Este plano, de duración relativamente larga, destaca, poniendo en primer
término, unos elementos –las manos y el anillo que remiten metonímicamente a
Estrella, la caja y el péndulo del padre muerto- y una acción, que se desarrolla
lentamente ante nosotros y que será el desencadenante del recuerdo. En este sentido, ese
acto puede interpretarse simbólicamente como un abrir la “caja de la memoria” y
empezar a sacar los recuerdos que la protagonista conserva en relación con la figura del
padre muerto. A ello se añade la asociación del objeto con la idea de búsqueda –en este
caso metafórica- que se realiza a través de la indagación del personaje en los recuerdos,
y que, sin embargo, no logrará despejar ninguno de los interrogantes.
Esta imagen tiene su paralelo en el fin del flash-back, en que el péndulo es
devuelto a la caja, al mismo tiempo que se cierra la evocación. El relato, sin embargo,
continúa algo más, justo hasta los momentos previos a la partida de Estrella al sur.
Precisamente, en la última escena de la película –la correspondiente a los preparativos
finales para el viaje- el gesto que hemos comentado anteriormente se vuelve a repetir:
una vez más, un plano de detalle muestra las manos de Estrella abriendo y cerrando la
caja, que luego deposita en el interior de la maleta. Este imagen, que vuelve a insistir
una vez más en el recuerdo del padre, es interpretada, por Martín Jiménez como una
forma de simbolizar el cierre del propio relato [15].
Este objeto, que abre y cierra tanto la parte correspondiente al flash-back como
la narración en su totalidad, aparece también, de forma recurrente, en varios momentos
a lo largo del film, adquiriendo en cada caso matices ligeramente diferentes.
La primera escena del flash-back, introducida por fundido encadenado a partir
del primer plano de Estrella, representa al padre adivinando, mediante el péndulo, el
sexo del futuro hijo y otorgándole un nombre. El péndulo –revestido de la condición de
objeto mágico- se integra ahora en un plano de conjunto que incluye al padre y a la
madre, pero su posición en el centro exacto del encuadre sigue otorgándole un lugar
prioritario. Este objeto se identifica con la visión mítica del padre, depositario de un
poder sobrenatural desde el punto de vista de la niña. Ese sentido se confirma en
escenas posteriores, en que se narra el aprendizaje de ese saber aparentemente “mágico”
por parte de la protagonista. Se ha señalado cómo el péndulo adquiere también, en un
momento dado del relato, un valor diferente al que desarrolla durante las escenas
ubicadas en la primera parte de la infancia, convirtiéndose en signo de la ruptura entre
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padre e hija. Poco después del intento de huida de Agustín, una escena nos muestra a la
protagonista guardando el péndulo en su caja mientras la voz explica que desde aquel
día el padre nunca volvió a utilizarlo. Carmen Arocena señala el carácter simbólico de
esta imagen que, ahora, puede interpretarse como expresión de la ruptura e
incomunicación entre ambos personajes [16] .
Al péndulo, como motivo recurrente que simboliza al padre –además de
revestirse de los otros valores que hemos señalado- se unen algunos objetos que
aparecen al final del film, aquellos que Agustín había sacado de su bolsillo antes de
suicidarse. Se trata de pequeños elementos, destacados en planos de detalle, que remiten
por metonimia al padre. Nos encontramos aquí con un plano que, una vez más, vuelve a
presentarse como una condensación visual. La cámara muestra cómo la mano de
Estrella va colocando en fila estos objetos procedentes de los bolsillos de Agustín,
imagen que Martín Jiménez interpreta como una representación simbólica de la
estructura del propio film, ya que se configura como una yuxtaposición de fragmentos
distintos, de porciones de recuerdos ordenados uno tras otro, al igual que se van
colocando uno tras otro los objetos sobre la mesa, sin que este esfuerzo pueda resolver
los interrogantes sobre Agustín [17]. Sin embargo, uno de estos objetos se destaca entre
el resto: se trata del recibo de una conferencia telefónica a un número del sur, realizada
el día del suicidio, elemento que se convierte en revelador de una información antes
desconocida y que puede conducir a la resolución de alguna de las preguntas. Un plano
de detalle muestra la mano con el anillo –la misma que abría y cerraba la caja del
péndulo- recogiendo este objeto y guardándolo en el puño, al mismo tiempo que la voz
narradora explica su sentido. Este movimiento tendrá su paralelo luego, cuando vuelve a
ser guardado, esta vez en el interior del diario de Estrella, que a su vez se introduce en
una caja de madera y luego en la maleta. Este objeto –símbolo tanto del padre como del
espacio ausente- es seleccionado así, junto con el péndulo, mientras que los otros
objetos son desechados.
Junto con el péndulo y los demás objetos comentados, también el espacio del
desván se encuentra en estrecha relación con el padre, adquiriendo diferentes
significaciones simbólicas en el desarrollo de la narración: de su condición de espacio
difícilmente accesible, ligado al poder mágico atribuido a Agustín –así en la escena del
aprendizaje del péndulo- pasa a relacionarse con el aislamiento del padre en sí mismo,
así como con su secreto. Este valor es claramente perceptible en la escena en que
Estrella descubre, revolviendo en el desván, un papel con el nombre de una mujer y el
dibujo de unos ojos. La asociación del desván con el misterio en torno a la figura y el
pasado de Agustín se ve reforzada por la penumbra que caracteriza, en la mayoría de las
escenas, este espacio, elemento plástico que hay que interpretar dentro de la dicotomía
luz/ sombra ya comentada.
Del mismo modo que hemos observado a propósito del padre, también el sur,
espacio ausente, es simbolizado por una serie de motivos que se relacionan entre sí, y de
los que algunos adquieren mayor relevancia por su repetición o su representación en la
imagen. Se trata tanto de objetos –la veleta, las cartas y postales, el recibo de la
conferencia telefónica- como de componentes del espacio –la carretera-, personajes –
aquellos que vienen del sur- o elementos no directamente visibles, como el tren o el
coche del que se escucha sonar el claxon en la última escena. De este modo, el sur se
hace presente a lo largo de todo el relato, mediante elementos que lo representan o
indican –las postales, la veleta- o bien conducen a él –la carretera, el coche, el tren-,
aunque no llegan a funcionar como vía de comunicación real hasta el final de la
película, en que Estrella se dispone a partir.
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Entre estos elementos, es indudablemente la veleta el más destacado, por su
carácter recurrente y por los procedimientos de representación. La veleta aparece por
primera vez en la secuencia de presentación del espacio y los personajes. Las imágenes,
apoyadas por la voz narradora, muestran las características del marco en que viven los
personajes e introducen al personaje de Agustín. Una imagen en plano de conjunto de la
casa precede al primer plano de la veleta en forma de gaviota, que da nombre a la casa.
Estas imágenes se insertan en perfecta correspondencia con lo que la narradora adulta
describe. En esta primera ocasión, la imagen de la veleta está subrayada por medios
verbales y por la duración del plano, así como por una pequeña pausa en el relato
verbal, que prosigue poco después. Su valor en principio es de sinécdoque por relación
a la casa, y como tal se vuelve a usar en más ocasiones, para hacer referencia al espacio
que habitan los personajes. Al mismo tiempo, está ya presente su relación metonímica
con el sur, al que apunta –aquí y en todas las demás ocasiones- el pico de la gaviota.
El mismo elemento aparece de forma recurrente a lo largo del film, representado
en un encuadre semejante, aunque con variaciones en la luz y otros elementos externos.
La repetición de esta imagen, casi siempre desprovista de carácter narrativo, se inserta
en momentos significativos, funcionando en algún caso como elemento de puntuación
fílmica. La segunda vez que aparece es para establecer una transición temporal del
invierno a la primavera, que marca el paso de un bloque a otro: de la parte centrada en
la indagación infantil en torno al padre, que incluye el aprendizaje del péndulo y la
secuencia ya comentada de las postales y la nieve, se pasa al episodio de la primera
comunión, que cierra la etapa de unión padre-hija. La imagen del jardín nevado, cuyo
sentido ya hemos comentado, se cierra con el plano de la veleta cubierta de carámbanos.
Varios fundidos encadenados permiten ir superponiendo diferentes planos del mismo
objeto que muestran la progresiva reducción del hielo, y los cambios de luz, sin que la
veleta deje en ningún momento de señalar al sur, y al tiempo que se escucha la música
de la escena precedente. En el último de estos planos, la música deja paso al canto de
los pájaros en off, señalando el cambio de estación, gracias también a la reaparición de
la voz over.
En este fragmento, la imagen de la veleta –un plano en principio no narrativo,
que parece coincidir con una pausa en el avance de la historia- se carga de significados,
adquiriendo una gran densidad semántica. En primer lugar, las imágenes sucesivas de la
veleta marcan –y este sería la única carga de narratividad- el paso del tiempo. Se trata
de un tiempo natural, el de las estaciones, señalado aquí -como en otras partes del filmpor
los cambios lumínicos y otros signos naturales (el hielo, los pájaros). El paso del
tiempo se condensa poéticamente en esas modificaciones mínimas pero significativas
que se producen en un objeto tan sencillo como una veleta de hierro. Una vez más,
vemos un funcionamiento de tipo metonímico, en que se seleccionan unos pocos
elementos –los carámbanos, el canto de los pájaros, distintos tipos de luz- para
representar el invierno y la transición gradual hacia la primavera.
Por otra parte, la veleta remite doblemente al norte (la casa) y al sur (al que
señala), como sugiriendo el desdoblamiento de los personajes entre la realidad en la que
viven y la otra realidad, la que perdieron o la que intentan construir imaginariamente.
Al mismo tiempo, en todo el pasaje comentado se superponen, sobre la imagen de la
veleta –la casa- múltiples elementos, verbales, visuales y sonoros, que hacen presente el
sur: la música de las danzas españolas de Granados, el punto cardinal al que señala el
pico de la gaviota, y, justo a continuación, la llegada de las mujeres del sur, subrayada
por la voz narradora. De este modo, la imagen de la veleta se abre hacia un espacio
mayor, no visible, al mismo tiempo que se logra un efecto de contraste (sur frente a
norte), y se sugiere la omnipresencia de ese espacio soñado, imaginado o recordado, que
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no abandona las vidas de los personajes en ningún momento, y que se mantiene,
mientras las estaciones se suceden. Una serie de planos de aparente simplicidad
adquiere, así una carga semántica y una fuerza expresiva excepcional, ejemplo claro de
la capacidad de condensación poética del film, en la que se aúna no sólo lo visual sino
también lo sonoro y lo verbal.
La imagen simbólica de la veleta vuelve a aparecer en dos ocasiones más, hacia
el final de la narración. Estas dos apariciones de la veleta se sitúan fuera ya del flashback,
enmarcando –a modo de signo de puntuación- la enfermedad de Estrella, y dando
paso al desenlace del film. La primera de estas introducciones de la veleta se realiza
justo a continuación del fundido en negro que cierra el flash-back subjetivo, abriendo
una secuencia de tipo descriptivo.
La veleta reaparece por última vez, seguida de un plano de conjunto de la casa,
tras la enfermedad de Estrella. En este caso, el elemento simbólico, que mantiene su
doble referencia a la casa del norte y el espacio del sur, abre paso a la última escena, en
que la protagonista realiza los preparativos para su partida en la que “por fin va a
conocer el sur”.
Junto a la veleta, cabe señalar la presencia de las postales del sur, el resguardo de
la llamada telefónica y las dos cartas que se cruzan Agustín e (Irene Ríos) –una de ellas
destacada en un plano de detalle, -como elemento que remite a un tiempo al espacio
ausente, a la mujer ausente y al secreto. Estos últimos –exceptuamos la serie de postales
andaluzas- tienen que ver con un intento de comunicación con el sur, sentido que
podemos atribuir también al tren, la carretera e incluso al sonido en off del coche en el
que, al final de la película, va a marchar Estrella.
El tren que, como se ha señalado en los estudios existentes sobre el film, sirve
para conectar los dos espacios, el norte y el sur, no aparece directamente en la imagen,
pero no por ello pierde su condición simbólica. Este elemento aparece en dos ocasiones:
en una escena muy breve, que se desarrolla en el interior del vagón, en que se narra el
viaje de la familia por varios lugares de España, antes de su llegada a “La gaviota”.
Aquí, el motivo del tren parece remitir más a la idea de viaje en general, y será en la
secuencia del intento de huida de Agustín cuando se conecte claramente con el sur. En
esta otra escena, el tren que sale en dirección al sur –y al que Agustín no llega a subirse
limita a un sonido off y a una luz que se adivina a través de la ventana de la pensión
donde pasa la noche el personaje. Ese tren que hipotéticamente es la vía de vuelta al
espacio del pasado, se convierte sin embargo en representación de la imposibilidad de
ese regreso. Un valor parecido, hasta cierto punto, posee la carretera que pasa por
delante de la casa. Además de ser el camino que conduce a la ciudad, es también el
lugar por el que llegan y se van la abuela y Milagros, y por el que partirá Estrella al final
de la película. Se trata, como en el caso de la veleta, de un motivo visual recurrente, que
se repite