10 AM | 21 Ene

NATURALISMO A LA JAPONESA

                                                                                        JAVIER CASTRO

El maestro Shohei Imamura no es precisamente un alumno convencional de los grandes directores japoneses clásicos. Aunque pueda tener coincidencias temáticas con los Kurosawa, Ozu y compañía, cierta visión humanista que lo emparente con ellos, Imamura va más allá. En las películas que nos han llegado de él, sobre todo a partir del gran éxito internacional que supuso esta balada de Narayama y posteriormente la anguila ( Unagi , 1997), e incluso en la anterior Eijanaika (Id, 1981), su interés va más hacia las cualidades animales que a las humanas. Una visión naturalista, casi entomológica, cercana más a –o incluso más allá de– un Zola o un Clarín que a sus teóricos maestros (lo digo desde un total desconocimiento de la literatura japonesa, aunque tengo entendido que autores como Nagai Kafu, Kosugi Tengai, Tayama Katai o Shichirô Fukazawa �autor de las historias en las que está basada esta película-, pertenecen a la corriente japonesa adscrita a este movimiento literario). Y en la película que sublima este aspecto es precisamente la que ahora nos ocupa (1). Porque si en Lluvia negra (Kuroi ame, 1989), su otra gran obra maestra de los 80, por el tema tratado su mirada es más dulce (aunque tremendamente dura en muchos momentos, y cruel en las secuencias del bombardeo), por momentos la amargura y la crudeza con que retrata las penurias –y algunas alegrías– de sus protagonistas nos alejan de ellos, en el sentido de que asumir la existencia de gente en su situación es aceptar, no sólo nuestra propia impotencia, sino también nuestra indiferencia por los hechos que les acontecieron, sin dejar por ello de sentirlos además tremendamente cercanos. Bendita contradicción que ejemplifica el poder de sugestión de Imamura. Por no hablar de Doctor Akagi (Kanzo Sensei, 1998), en la que la obsesión, la abnegación, el sentido del deber y hasta el sacrificio no dejan de tener algo de patético y ridículo, a la vez que heroico. Es maravilloso este doctor, sí, pero cuantas tonterías hace y dice. Pero todo ello no impide que Imamura, en todas las obras suyas que conozco, sienta un respeto total y un gran cariño por los tipos que retrata, pero para amar hay que saber reconocer y asumir las debilidades y defectos de aquello que se ama.

 

Imamura además mezcla con total naturalidad, mucho más sorprendente e irracional, tan lógica y a veces tan brutalmente como un Kitano o un Miike, el lirismo más poético y la violencia más salvaje. Pero sin abusar nunca de una u otra; mostrándolas como actitudes naturales en el trascurso de la vida. Como un gatito puede ser lo más cariñoso del mundo y al momento transformarse en el depredador más fiero y sin escrúpulos (pues estos son sólo imputables a –algunos miembros de– la especie humana). En ocasiones esta violencia estalla por sorpresa y sin medida, como en la matanza final de Eijanaika, el asesinato al comienzo de la anguila o el bombardeo nuclear de Lluvia negra. A veces, especialmente en la película que nos ocupa, esta violencia no viene tanto de mostrarnos unos hechos violentos como de la actitud, casi despreciativa, casi comprensiva, hacia los personajes que retrata. Parece casi un cámara de los documentales de la BBC mostrando y comparando las actitudes de las distintas especies protagonistas del documental de turno, siendo la especie humana solamente una de ellas. Por eso el salvaje linchamiento al que es sometida una familia del lugar acusada de robo estremezca por su crudeza y frialdad.

En la balada de Narayama Imamura nos mete en un pueblecito situado en medio de las montañas, en lo que hoy consideraríamos un paraíso, pero que en la época en que está ambientada la película (¿en que época? –no hay nada que nos lo indique salvo ese fusil que sólo un experto en armas podría datar–, podría ser cualquier momento entre los siglos XVII y XIX), un infierno en el que la vida era prácticamente imposible. Allí los humanos conviven no sólo en el espacio, sino sobre todo en la actitud ante la vida, en su modo de enfrentarse a los problemas, en su idiosincrasia y en su (ir)racionalidad, con las bestias amaestradas o salvajes. Y es tan grande la semejanza en sus comportamientos y actitudes, la afinidad entre los seres, ya caminen o se arrastren o vuelen o naden, que Imamura no deja de hacer paralelismos y enfrentamientos, mostrando con precisión, a veces con ensañamiento, las similitudes de esta forma de enfrentar la supervivencia.

La película se centra en una familia cuya matriarca está llegando a la edad en la cual es deshonroso vivir, y más aun en su estado de perfecta salud. Está empeñada en que su hijo primogénito, siguiendo la tradición, la lleve a morir a la cima de la montaña sagrada, el Narayama. Este no está por la labor, pues quiere demasiado a su madre (lo cual es muy deshonroso también), y además ha encontrado la felicidad en un matrimonio reciente en segundas nupcias. Los demás miembros de la familia, en actitud en general sumisa como los miembros inferiores de una manada, intentan buscarse la vida para tener algún día su propio clan. Y claro, esta manada humana convive en cierta tensión con las manadas vecinas del poblado; se necesitan unas a otras como los perros de las praderas, pero ¡ay de quien se salga del tiesto! Porque la supervivencia es un asunto tan serio, y la vida tan precaria, que romper la armonía puede significar la muerte para el grupo. Y lo más importante para la supervivencia es sin duda alimentarse y reproducirse; en ello emplean todos sus medios los protagonistas (hombres y animales) de la película. Y los estorbos, por ejemplo, escamotear alimento al grupo, comer demasiado, tener hijos a los que no se puede alimentar, o vivir demasiado tiempo sin ser plenamente productivo.

Así, Imamura nos pinta un cuadro desolador de la idiosincrasia japonesa en general, y del Japón rural en particular. Nada que ver con las aventuras de samuráis tan del gusto de Kurosawa. El romanticismo de aquellas está tan lejos de esta película como el más lejano cuasar. Una visión totalmente desmitificada, opuesta a la autoindulgencia, ajena al efectismo y, por tanto, mucho más verosímil que cualquier otra visión del Japón medieval que yo conozca. Y una de las películas que con más precisión han descrito las grandezas y miserias de una de tantas especies animales que habitan la Tierra: el hombre.

(1) Existe una versión anterior de esta misma historia y con el mismo título, Narayama bushiko (1958) de Keisuke Kinoshita, de la que parece que la que nos ocupa es básicamente un remake. Desconozco esta versión, parece ser que rodada a imitación del teatro Tabuchi, aunque desde luego me gustaría mucho verla.

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