12 AM | 19 Sep

LOREAK

 Loreak, de Jon Garaño y J. M. Goenaga.
El desgaste de la vida.
José Enrique Monterde.
“Dígaselo con flores” sería un buen eslogan para Loreak; pero esas flores que recibe semanal, anónima y misteriosamente Ane (Nagore Aranburu) o las que señalan una curva en la carretera, no son más que un sencillo pretexto que impulsa la leve trama de un film centrado en el mesurado retrato de tres mujeres y su circunstancia. Ya en su anterior –y primer– largometraje, 80 egunean (En 80 días, 2010), Garaño y Goenaga ofrecían los retratos de dos figuras femeninas reencontradas casualmente al cabo de los años y confrontadas a una revelación insospechada; ahora, en Loreak, abordan un asunto aparentemente banal –salvo para los personajes que lo viven– con extrema delicadeza y una falta de pretensiones que, lejos de la falsa modestia, certifica un amor por esos tres familiares personajes femeninos.

Instaladas en la cotidianidad del trabajo –Ane en la oficina de una obra en construcción y Lourdes (Itziar Ituño) en la taquilla de un peaje– ambas tienen un desconocido y efímero primer nexo común (Beñat) y luego otro, su madre Tere (Itziar Aizpuru), neto ejemplo de la matriarca vasca. Son las flores (las ‘loreak’ del título de un film todo él hablado en euskera, lo que implica una rigidez idiomática ausente de la realidad de la vida urbana vasca) las que determinan el nexo entre ese trío de mujeres. No quisiera esclarecer el mínimo misterio que constituye –flores de por medio– el motor del minimalista argumento del film para que el espectador pueda acompañar las vivencias de las tres protagonistas; en todo caso, tampoco radica ahí la importancia del film, sino en la forma en que esa leve trama se despliega: en la capacidad de anotar los detalles reveladores del desgaste de la vida de las dos parejas; en la necesidad que Ane (ese coeur simple flaubertiano confrontado al inicio de su menopausia) tiene de una ilusión que ilumine la monotonía de su vida; en la inesperada delicadeza de ese ‘díselo con flores’ por parte de un personaje en apariencia tosco y siempre amedrentado por la presencia materna; en los precisos apuntes ambientales y caracterizadores de los personajes, etc.

De hecho, lo que une a los tres personajes queda rápidamente elidido, y es precisamente su vacío lo que va a aproximar insospechadamente al triángulo femenino que va adueñándose del film, siempre con una sutileza y atención a los pequeños gestos que revela la propia naturaleza del punto de vista de ambos cineastas al confrontarse con la historia narrada. Para alguno, eso será muestra de la insustancialidad de un film que se desliza suavemente hacia el registro de los sentimientos escondidos; para otros –como el que suscribe–es en el modo de hacer elegido donde radica la plena sustancia de un film que rehúye cualquier atisbo de esa pretenciosidad de tantos nuevos cineastas que necesitan demostrar a toda costa su universo personal y su singularidad estilística.

Garaño y Goenaga se mueven en el terreno de una historia mínima sabiendo adaptar la puesta en escena y –muy especialmente– un trabajo actoral que permite expresarlo todo desde la triste mirada de Nagore Aranburu.

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