09 PM | 07 May

Las uvas de la ira

Por José María Caparrós (Catedrático emérito de Historia Contemporánea y Cine de la Universidad de Barcelona y Fundador del Centre d’Investigacions Film-Història. Blog personal).

 las uvas de la ira

Estados Unidos, años 30. En plena Depresión económica, muchas familias de campesinos, que han perdido sus hogares y tierras, deberán salir hacia el Oeste para encontrar en la recolección de la uva un medio de subsistencia. En el camino, la incomprensión y la violencia se cernirán sobre éstas, de manera especial sobre la familia Joad, la cual sirve como arquetipo.

Tom Joad acaba de salir de la cárcel, con libertad provisional, por haber matado a un hombre. Y al regresar a casa, se encuentra que las tierras han sido expropiadas por un fuerte empresa. Se lo cuenta el único superviviente, que obstinado en quedarse se ha vuelto loco. La familia de Joad emprende el éxodo: desde Oklahoma hasta California.

Así, Tom halla a los suyos y marchan todos juntos en una vieja camioneta, abarrotada de personas y objetos. Es una odisea hacia la “tierra prometida” –según los anuncios–, en cuyo camino mueren los abuelos, mientras esa familia va alojándose en míseras casas para trashumantes y en campos de trabajos.

Casey, un antiguo clérigo, que viajaba con ellos, es asesinado al intentar convocar una huelga en demanda de mejoras salariales. La ira se apodera de Tom, que se venga matando a un policía. Y al llegar a una granja estatal, tendrá que huir por aquél asesinato. La familia, ya sin él, vuelve a emprender el camino sin fin, bajo la dirección llena de esperanza de Ma Joad, quien comenta en voz alta ante su marido: “Pero nosotros estamos vivos, y seguimos caminando. No pueden acabar con nosotros ni aplastarnos; saldremos siempre adelante, porque somos la gente”.

Valoración crítica

Sin duda es una de las obras maestras del genial John Ford, que ofrece una perfecta evocación de la América de los años 30. Basada en la novela homónima de John Steinbeck –que refleja el clima de desolación, desesperanza y pobreza que vivió gran parte del pueblo americano a raíz del crack del 29–, Ford conjuga la poesía cinematográfica con el dramatismo. Al mismo tiempo, el autor consigue identificar a los espectadores con los personajes protagonistas –sobre todo con los que encarnan magistralmente Henry Fonda y Jane Darwell–, en esos héroes anónimos o arquetipos que le sirven también al realizador para mostrar su particular concepción del mundo; pues el héroe fordiano –como lo ha definido su estudioso Jean Mitry– es un hombre que depende de su situación, está inmerso en un ambiente y este ambiente le domina.

En su famosa conversación con el especialista Peter Bogdanovich, ante la pregunta de qué más le atrajo de Las uvas de la ira, respondería así el propio John Ford.

Me gustó y nada más. Había leído la novela –que era buena– y Darryl Zanuck tenía un buen guión basado en ella. Me atraía todo: que tratase de gente sencilla y que la historia se pareciera al hambre de Irlanda, cuando echaron a la gente de las tierras y los dejaron vagabundear por los caminos para que se muriesen de hambre. Quizá tuviera que ver con eso –parte de mi tradición irlandesa–, pero me gusta la idea de esa familia que se marchaba, y trataba de encontrar un camino en el mundo (…) Gregg Toland trabajó estupendamente en la fotografía, cuando no había nada, pero nada que fotografiar, niuna sola cosa bonita, siquiera una buena fotografía. Le dije: “ Parte quedará negra, pero vamos a fotografiar. Vamos a correr un riesgo y hacer algo que resulte distinto”. Salió bien.

[Después comentará el final, si había planeado que Henry Fonda se marchara.] Era el final lógico, pero queríamos ver qué diablos pasaba con la madre, el padre y la chica; la madre tenía un pequeño soliloquio que estaba bien. (Bogdanovich, P.John Ford. Madrid: Fundamentos, 1971, p. 79).

Sobre la emigración interior hacia el Oeste, ya se había pronunciado el mismo presidente Roosevelt con estas palabras: “Hace ya tiempo que alcanzamos la última frontera. Ya no existe aquella válvula de seguridad para los desahuciados por la máquina política del Este, los cuales podían lanzarse a la conquista de las praderas del Oeste para rehacer en ellas una nueva vida”. (Cfr. Ángel Fernández Santos, Más allá del Oeste. Madrid: El País, 1988, pp. 61-62).

Por su parte, el historiador Andreu Mayayo Artal resumiría así este período cinematográfico en su tesis doctoral sobre el mundo rural, donde dedica asimismo un apartado a Las uvas de la ira:

El cine durante el New Deal se convirtió en un espectáculo de masas, desde 1927 con la banda sonora incorporada. Los norteamericanos, en plena depresión económica, reivindicaron la entrada gratis para el cine, ya que lo consideraban una necesidad básica, como el pan y el vestido. Había hambre de cine, de distraerse, de recordar la felicidad de los tiempos pasados, pero también de desnudar a la sociedad que los había traicionado, de reivindicar la lucha y el sacrificio como único camino para alcanzar la felicidad en el futuro.

El año 1936, Charles Chaplin realizaba su obra maestra Modern Times, una sátira corrosiva de la sociedad industrial. No era para reír, sino para llorar. El año 1940, John Ford lleva a las pantallas The Grapes of Wrath, la novela de John Steinbeck convertida en best-seller de la época. La película pone el dedo en la llaga y conmociona a la opinión pública. Los Oscar tampoco se le resisten.

The Grapes of Wrath es la crónica de la tragedia de una familia de campesinos, que lo ha perdido todo, tierras y casa en manos del banco, y que toman el camino de la tierra prometida: California. Sin embargo, como decía Roosevelt, ya no había fronteras. Henry Fonda, el protagonista, irá vendido y apenas pone los pies en la tierra prometida el espejismo se hará mil pedazos. La secuencia famosa de Henry Fonda corriendo y lanzando imprecaciones –recuérdese, Scarlett O’Hara– no es para llorar, es para sublevarse”. (Mayayo, A. La destrucció del món rural català, 1880-1980: de pagesos a obrers i ciutadans. Barcelona: Universitat de Barcelona, 1989, p. 108).

Por su parte, el crítico Edmond Orts añade: “Ford retrata este arduo camino en toda su crudeza, sin mostrar reparos a la hora de desvelar la notoria mediocridad de la América profunda (…). En lo que el cineasta sí se muestra escrupulosamente fiel a sí mismo es en su proverbial cercanía a los personajes. Ford retrata con respeto y sensibilidad sus sucesivas humillaciones y, sobre todo, su terrible sensación de impotencia ante ellas. Ford lo hace sin demagogia, amparándose incluso en una cierta sequedad de tono que no obstante, no hace sino remarcar la dureza de lo descrito, permite que el espectador reflexione acerca de lo que presencia”. (Orts, E. “Las uvas de la ira”, en El libro de oro del cine mundial. Barcelona: Ediciones B, 1994, p. 249).

Pero dejemos que sea ahora el referido historiador y especialista fordiano Jean Mitry quien comente en extenso otros aspectos fundamentales de Las uvas de la ira, al tiempo que relaciona la obra fílmica con el original literario:

En The Grapes of Wrath se pasa de lo imaginario a lo real. El poema se hace crónica; la visión del mundo, un testimonio. El tema de la condición humana halla una fuente de inspiración auténtica y el símbolo se hace expresión de una realidad social: su traducción lírica. La obra gana entonces en verdad lo que pierde quizá en perfección formal. Pues si desde cierto punto de vista The Grapes of Wrath es la obra más grande de John Ford, la más completa, la de resonancias más profundas (transfigurando la realidad, a la vez que permaneciendo constantemente ligada a ella), debemos convenir que no es la mejor…

Indudablemente, la forma sólo adquiere valor a través del fondo que expresa. Pero juzgar una obra considerando solamente su contenido equivale a negar la obra misma, pues sin una significación formal a partir de dicho contenido, la representación no es más que un constat, un reportaje desprovisto de todo valor artístico. Creo que debemos convenir en que el mejor “documental” sólo tiene valor artístico a partir del momento en que se convierte en una interpretación.

Por consiguiente, The Grapes of Wrath es una interpretación que expresa más de lo que muestra. No se le podrá reprochar que se disimule detrás de los hechos, de someterse a lo real, cualidades evidentes, pero sí el no revelar suficientemente el sentido de esta realidad trágica, el haber sido en cierto modo infiel al significado para someterse demasiado a la descripción.

El film, realizado según la novela de Steinbeck, a la que sigue en el espíritu y casi en la letra, no es nunca una simple ilustración. Es una verdadera obra fordiana a partir del tema de Steinbeck, pero más densa, más concisa, eludiendo una acumulación de detalles que la novela presentaba con cierto desorden a través de su frondoso desarrollo. (…) En una palabra, el film quizá tiene más poesía que la novela. Pero, al encontrar una fuente de inspiración que correspondía a sus ideas, John Ford ha experimentado la influencia del escritor y su obra: ha transformado su tema simbólico en un mensaje social. La fatalidad que abruma a los pequeños granjeros explotados por el capitalismo puede ser discernida, razonada, contrarrestada. Ya no es ciega y sorda, inhumana o fuera del alcance de toda voluntad, fatal en el antiguo sentido de la palabra, como lo era hasta ahora. La esperanza, como siempre, surge entre lo más profundo de la desesperación en este ‘viaje al fin de la miseria’, pero de forma organizada. El acto de rebelión es más acusado, más patente. Los personajes emprenden una batalla contra la suerte que les abruma y a la que otros hombres les han reducido. NO es que se pretenda una orientación dogmática o lección de cosas políticas, ni ‘alistaos, inscribíos en el partido’, pero el sentido social no hace sino acrecentarse. El problema se plantea. La solución se halla más allá del film”. (Mitry, J. John Ford. Madrid: Rialp, 1960, pp. 169-171).

John Steinbeck había escrito otra novela importante, llena también de simbolismo, sobre el mundo rural de los años treinta: De ratones y hombres (1937), traducida también a numerosos idiomas y llevada varias veces al teatro y a la pantalla. Pero ninguna obra –ni siquiera la denuncia racial Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962)– ha significado tanto en la Historia del Cine y es tan representativa de la Depresión USA como Las uvas de la ira.

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