12 AM | 01 Dic

DE DIOSES Y HOMBRES

   Pocas veces se puede hablar, con rigor, de una obra maestra en el cine. En este caso, el francés Xavier Beauvois lo consigue con la película “De dioses y hombres”, ganadora de varios premios César en el 2010 y que representó a su país en los Oscar de ese año. En ella se recogen los meses previos al secuestro y asesinato de siete monjes cistercienses a manos de integristas islámicos, triste episodio sucedido en Tibhirine (Argelia) en 1996. Conocemos a unos hombres que llevan años ayudando a todo el vecindario con favores, atenciones o con su sola presencia… sin tener en cuenta su condición, ideas o creencias religiosas. Los musulmanes de la zona les quieren y les consideran sus amigos, y ellos tratan de fomentar aquello que les une, de participar en sus fiestas y en su cultura, y también en sus problemas. Sin embargo, llega el día en que sufren la presión de terroristas y del propio ejército argelino para regresar a Francia, y entonces su fe parece resquebrajarse y las dudas asaltan a más de uno… porque no han ido a ese país para morir en un suicidio colectivo, aunque también es verdad que esa gente son su vida y su familia.

La mirada de Beauvois es tremendamente respetuosa y conciliadora, llena de matices y con gran hondura antropológica, y sabe llegar a los entresijos que explican la decisión de unos hombres que no tenían vocación de mártires. El director participa de la humanidad y de la tolerancia de personas que son modelo de convivencia, y nos muestra una vida de oración que les da la fe y confianza en Dios en momentos críticos. A su vez, no se le escapa el sentido espiritual de esos monjes en su actuación y huye de arquetipos empobrecedores: le interesa remarcar que la religión sabiamente entendida y vivida no conduce a la violencia sino lo contrario, y evita un juicio global peyorativo sobre el creyente musulmán… tan habitual a causa de la acción de algunos extremistas.

Perfecta es la construcción de los personajes: algunos atraviesan su noche oscura del alma con sus inquietudes y debilidades, mientras otros hacen gala de un aplastante sentido común  o de unas firmes convicciones sobrenaturales. Sonhombres a los que Beauvois admira tanto como lo hacen los vecinos que acuden a ellos a una consulta médica o sentimental –una mujer dice poéticamente que“son las ramas en que pueden apoyarse, como hacen los pájaros”–, pero también son dioses que saben mirar a lo alto y rezar… tratando de entender las cosas que suceden en un mundo que se está volviendo loco. Emotiva y paradigmática de esa realidad humana y sobrenatural es la escena en el refectorio, cuando brindan con vino mientras escuchan “El lago de los cisnes” deTchaikovski. Entonces, los placeres del gusto se confunden con las notas musicales llenas de belleza y espiritualidad… y la cámara recorre con primeros planos los rostros de cada fraile, recogiendo miradas que traslucen un gozo profundo y también un sabor a despedida… porque todos son conscientes de que puede ser la última ocasión de estar juntos. Son instantes intensos y conmovedores, en una verdadera explosión de emoción hasta entonces contenida por el director, y que remite a la Última Cena de su Maestro.

Pero el mérito de Beauvois no reside únicamente en saber plasmar unos hechos históricos con honradez y veracidad, sino en hacerlo con un equilibrado guión que no tiene prisa, que se entretiene en recoger los cantos litúrgicos y pequeños detalles muy humanos… como esa receta médica escrita para un analfabeto o ese momento en que el prior va a la habitación del enfermo dormido para apagar la luz y le quita delicadamente las gafas. En realidad, todo permite entender lo que sucede en el interior de unos hombres que viven de su fe y de su caridad, pero que ven cómo las armas entran en el monasterio y amenazan con romper la armoniosa convivencia. Son los claroscuros del alma humana, magníficamente recogidos por la fotografía de Caroline Champetier y por un elocuente plano final donde la niebla cerrada impide ver el más allá de unos monjes que se alejan por los caminos… como si se tratara de “un velo a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio”.

Si extraordinario es el guión, no menos lo son las interpretaciones de unos actores que asumen con convicción ese comportamiento… como si fueran auténticos monjes. Todos merecen nuestro reconocimiento, aunque el trabajo deMichael Lonsdale como médico es excepcional, lo mismo que el de Lambert Wilson en su papel de prior o el de Jacques Herlin como el anciano y entrañable Amédée. No se trata, por otra parte, de una película de suspense ni de acción o de sentimientos adolescentes que vaya a arrasar en la cartelera, pero sí de un magistral trabajo intimista impregnado de cierto aire documental, con unoshombres libres que supieron pasar la última prueba y vencer el miedo a la muerte, que fueron víctimas de la violencia y del fanatismo de algunos, y que generaron un clima de paz social que antes habían alimentado en su alma con la fe.

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