10 PM | 22 Dic

Armonías de Werckmesister

David Vericat
© cinema esencial (marzo 2016)

En una pequeña ciudad, en un tiempo y lugar desconocidos, los habitantes se muestran inquietos por la llegada de un misterioso circo ambulante que amenaza con alterar la convivencia en las calles. Nadie sabe a ciencia cierta si los rumores que acompañan a la atracción del misterioso príncipe que viaja junto al cadáver de una enorme ballena son certeros, pero el nerviosismo y el desasosiego van haciendo mella en la multitud, siempre supersticiosa y fácilmente manipulable: “El mundo se está volviendo completamente loco. Pronto pasará algo malo. Y para rematar, pronto llegará el circo. Han traído esa horrible ballena, y ese príncipe. Al parecer él tiene tres ojos. Dicen que lo llevan de ciudad en ciudad y suelta ese monstruoso discurso ateo. Nadie lo entiende. Cuentan que en la plaza del mercado de Sarkad, cuando se acercaba el príncipe, el reloj de la iglesia que llevaba años parado volvió a funcionar. Y el árbol del álamo se cayó. Se abrió una gran grieta y sus raíces salieron del hormigón. La gente tiene miedo. Nadie se atreve a salir de casa de noche…”

A diferencia de muchas otras obras fílmicas de denuncia política con discurso autocomplaciente y de cómoda adhesión por parte del espectador, Armonías de Werckmesister (y el cine de Béla Tarr por extensión), huye de la afirmación fácil y se refugia en la duda y la pregunta, en este caso como mecanismo de mera aproximación a la sinrazón de los totalitarismos. ¿Cómo operan el miedo, la ignorancia o la superstición a la hora de hacer posible el caos y el consiguiente establecimiento de un régimen totalitario? En poco más de cuarenta y ocho horas, el joven János (Lars Rudolph), verá cómo los vecinos que en un principio celebraban su ingenua pero elocuente explicación sobre el funcionamiento del sistema solar (en la extraordinaria secuencia que abre la película – fotograma 1) se multiplicarán en forma de hordas salvajes al servicio de los siniestros designios de una autoridad militar que aprovecha (o provoca) el terror colectivo para ejercer el poder e instaurar su dominio absolutista.

Fiel a un estilo personal e intransferible, Béla Tarr rueda esta epopeya del terror colectivo a base de secuencias de una única toma en las que la cámara se desplaza con un movimiento constante mediante el cual el director, lejos de renunciar al montaje, recurre a una complejísima planificación para proponer un nuevo encuadre a cada momento, articulando una suerte de montaje interno que sustituye al plano-contraplano por el travelling continuo. Treinta y cuatro secuencias estructuradas todas ellas, pues, en una sola toma (a excepción de una única secuencia compuesta excepcionalmente por dos tomas, como veremos más adelante) que se conforman por sí solas como constelaciones fílmicas en el vasto universo de la película. Como Ozu, como Dreyer, como Bresson, Béla Tarr alcanza la trascendencia a partir de su incorruptible compromiso formal.

Poesía visual al servicio de una historia aparentemente sencilla y gracias a la potencia de unas imágenes de hipnótico magnetismo: la amenazante sombra del gigantesco remolque que transporta la ballena a su llegada a la ciudad (justo después de la secuencia en la que János narraba el terror sobrevenido por las tinieblas de un eclipse en su recreación cósmica); las imágenes del protagonista caminando entre los silenciosos grupos de ciudadanos reunidos en la plaza alrededor del carromato circense (fotograma 2); la fantasmagórica sombra de la silueta del príncipe, de quien únicamente escuchamos su terrible amenaza (“Lo destruiremos todo. Ha llegado el momento” – fotograma 3); y, cómo no, la fascinante imagen del enorme ojo del escualo ante el que se detiene, primero, el joven János (en su visita a la atracción) y, al final de la película, el profesor György Eszter (Peter Fitz), ambos intentando en vano obtener alguna respuesta acerca del insondable misterio de la existencia…

Eszter, un musicólogo obsesionado por volver a “aquellos tiempos más afortunados en los que los instrumentos puramente afinados sólo podían ser tocados en algunos tonos” (asumiendo que las armonías divinas eran propiedad de los dioses), intenta demostrar la falsedad sobre la que descansan las grandes obras maestras de la música clásica, a partir del momento en que, en el siglo XVII, Andreas Werckmeister dividió la octava de la armonía de los dioses en doce partes iguales, los doce tonos medios, posibilitando el desarrollo de los instrumentos basados en el llamado temperamento igual (el plano secuencia en el que escuchamos los razonamientos que Eszter dicta en un magnetófono es significativamente un doble travelling circular de 360 grados alrededor del personaje, primero en una dirección y seguidamente en la dirección opuesta, perfecta plasmación de las teorías regresivas del musicólogo). Eszter plantea, en definitiva, la necesidad de revisar y poner en duda ciertos apriorismos (“aquella música, su armonía, eco y encanto paralizante, está completamente basada en un fundamento falso”), siendo conscientes igualmente de que “esa afinación natural [a la que deberíamos regresar] tiene sus límites, que definitivamente excluyen el uso de ciertas cimas demasiado elevadas”. La traslación de las teorías del musicólogo al escenario político le convierten en el personaje idóneo para llevar a cabo (aun sin quererlo) el plan de las autoridades, y así, será reclutado por su exesposa, Tünde (Hanna Schygulla), como líder de la Organización Ciudad Limpia para obtener el apoyo de ciertos ciudadanos y conseguir que todo “permanezca como está”.

Es justamente en el momento de la primera aparición de Tünde, cuando Tarr rompe por primera y única vez planificación basada en una única toma por cada secuencia: después de que vemos a Janos calentar una lata de comida y empezar a comer, el protagonista se gira hacia la entrada y, en lugar de panoramizar para filmar la llegada de Tünde (un movimiento harto sencillo de la tónica general de la película), el director opta por introducir por corte el plano de la misma entrando en la estancia. La irrupción del elemento desestabilizador se visualiza pues mediante la transgresión de la unidad formal imperante en toda la película.

Desatado el caos a manos de las autoridades policiales, la multitud avanza en silencio con el objetivo de saquear todo lo que encuentra a su paso. Irrumpe en un hospital y ataca indiscriminadamente a los pacientes. Es el reino de la sinrazón en el que se imponen el terror y la violencia. Nada tiene una explicación racional, nada exige una justificación moral. Únicamente cabe no cuestionar, no preguntar, y unirse a la multitud en su frenético avance…. Hasta que Tarr nos sitúa frente a la terrible imagen de un anciano, desnudo e indefenso, el rostro abatido, la mirada perdida, prácticamente sin vida (fotograma 4). La misma mirada inerte de János en el hospital, una vez sofocada la anarquía y restablecido el orden (fotograma 5). Una mirada hacia los confines más profundos del alma humana. La mirada del enorme ojo de la ballena ante el que se detiene el viejo Eszter (fotograma 6), buscando en vano una respuesta.

1. El sistema solar según János Valuska

2. Reunidos alrededor de la misteriosa atracción circense

3. “Lo destruiremos todo. Ha llegado el momento”

4. La imagen de la sinrazón

5. János, con la mirada inerte

6. Eszter, buscando en vano una respuesta
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