08 PM | 08 Nov

LA HEGEMONIA REACCIONARIA

 

                        GREGORIO MORAN

Quizá no estábamos preparados para reconocerlo, porque es muy duro, pero las cosas son como son y no tenemos más que dos opciones. O nos engañamos y hacemos como si no pasara nada, porque el futuro es nuestro, como decían todos los que no alcanzaron a verlo. O bien lo asumimos y admitimos que los precedentes históricos no sirven para nada. Estamos metidos de hoz ycoz en un periodo histórico de hegemonía reaccionaria. Podemos hacer todas las masturbaciones mentales que queramos tratando de buscar las causas, pero lo que veo menos claro es cómo demonios salir de esto. Tienen mucha gracia esos que afirman, con la boca grande y la cabeza pequeña, que los problemas están en la falta de alternativas. ¡Como si la victoria de Berlusconi o el voto masivo a las candidaturas corruptas en España hubieran sucedido ante las deslumbrantes perspectivas de sus líderes!

Observen a Obama. Rompió con su programa para sacar a las grandes corporaciones financieras de la bancarrota. Ayudó a la industria automovilística para que evitara la quiebra inminente. Consiguió como pudo una reforma sanitaria de mínimos, que no podrá aplicar. ¿Y cuál fue el resultado? Los banqueros y los empresarios han echado el resto, primero forrándose a costa del contribuyente, sin reducir un mínimo ni sus ingresos ni sus bonus, y luego financiando la campaña contra Obama. Los tigres no se dulcifican porque les echemos palomitas. Al contrario, se enfurecen por tener un cuidador tan cándido. Pero no nos confundamos, de no haber hecho lo que hizo, hubiera sido aún peor, con toda probabilidad. Me recuerda una vieja polémica de la izquierda en los años setenta. Si Salvador Allende y su Unidad Popular debía ir más de prisa o más despacio en sus reformas. Como iba despacio, la derecha se crecía y la izquierda de la izquierda tocaba a rebato, y la cosa acabó como el rosario de la aurora, que es como deseaba la extrema derecha que dio el golpe.

 

Pero ahora no estamos ante un fenómeno de ofensiva general de la extrema derecha. Se trata de otra cosa y debemos adaptar nuestra capacidad analítica a un espécimen diferente, porque decir extrema derecha quiere decir Pinochet, o Franco, o fascismo en general, y lo que aparece ahora no va por ahí. Acostumbrados a la amalgama analítica, nos cuesta pensar que no es lo mismo un reaccionario que un extremista de derecha, pero debemos empezar a reflexionar sobre eso. Lo que vivimos, la marea que nos desborda, no es la extrema derecha, sino un movimiento reaccionario que no trata de hacer una revolución conservadora -valga la contradicción-, ni resucitar el racismo y la xenofobia. Por más que lleve gérmenes de todo eso, lo que quiere sobre todo es volver atrás, recuperar un mundo supuestamente perdido, un mundo que por cierto no existió nunca en la armonía que ellos le atribuyen. Ahí está el meollo del asunto; las clases medias se han vuelto reaccionarias y las izquierdas, conservadoras. Unos anhelando volver al pasado imposible y los otros tratando de no perder lo conseguido.

¿Qué es el Tea Party sino un movimiento reaccionario, en el que también hay muchas otras cosas, extrema derecha incluida? Pero no nos dejemos engañar, porque eso es flor de un día y la hegemonía reaccionaria va bastante más allá. Ya tendremos tiempo de analizar la visita papal a España, y lo que la rodea, que es lo importante. Bastaría detenernos en el fenómeno de Barcelona. El sueño del obispo Torras i Bages hecho realidad. Banderitas del Vaticano y senyeres patrióticas. “Catalunya serà cristiana o no serà”. Impensable hace tan sólo diez años; no digamos ya veinte o treinta, cuando la autonomía catalana daba sus primeras boqueadas, superiores a las de la Segunda República, y los cruzados del Papa de ahora estaban todavía discutiendo sobre la viabilidad de la dictadura del proletariado. Esa dama que encabeza hoy Òmnium Cultural ¿no es la misma que conocí yo en el PSUC? Posiblemente me equivoque, con la edad se me despintan las caras, y además los años nos hacen cambiar mucho. Hemos vuelto a tiempos de conversos. Se acabaron las evoluciones ideológicas, ahora hay descubrimientos. Paulo vuelve, y la principal característica del de Tarso era su capacidad para mandar, de ahí su obsesión de poder.

¿Hay acaso alguien que tenga la menor duda del significado reaccionario de este fenómeno? Nada que ver con la extrema derecha, no confundamos. Pero es la reacción, de eso no hay duda.

La hegemonía reaccionaria es también una evocación de formas de poder que creíamos conclusas, por superadas para siempre. Otra cosa para la que no estábamos preparados: nada se supera para siempre. La arcaica discusión sobre el poder temporal de la religión, por ejemplo. Este furor de las iglesias, la católica en primer lugar, por considerar el laicismo como el principal enemigo que abatir. Quizá el peligro está ahí. Es más fácil cambiar de religión que dejarlas todas. Al final los creyentes en los dioses omnipotentes tienen unos intereses comunes. Porque una de las cosas más curiosas de esta hegemonía reaccionaria está en su pasión por armarse, y la mejor arma que conoció el siglo XX y que desarrolla el XXI son las masas. Armarse de masas para imponerse. Respetando, si no hay más remedio, a las minorías, pero conscientes de que tienen el derecho al poder, secularmente, y que una minoría debe entender que sus derechos se reducen a sobrevivir. En eso han cambiado los tiempos, antes la hubieran liquidado.

No estamos hablando de cotufas en el golfo, sino de algo que está en nuestro sistema de una manera omnipresente. Fíjense, sin ir más lejos, en lo más obvio de nuestra vida democrática, los partidos políticos. Fíjense en esa pulsión suicida que los domina. Freud explica en numerosos textos las pulsiones y su capacidad autodestructiva. Es un tema fascinante y terrible para el funcionamiento de una sociedad supuestamente abierta. Pero la verdad es que los partidos en España han adquirido una pulsión suicida. Me explico. Un partido político puede optar por un candidato que va a perder, a sabiendas de que rechaza otro que puede ganar. Dos ejemplos de muy distinto signo avalan la teoría. Uno en Asturias y otro en la Comunidad Valenciana.

Asturias es una de las autonomías donde la degradación política alcanza niveles inimaginables. Una corrupción pueblerina, pálida, sin sol, pero eficiente para aguantar en tiempos tan duros. Un tejido mafioso que no necesita matar a nadie, porque sólo se mata cuando surge la competencia y peligra el negocio. En Asturias no peligra nada salvo caer en la ruina de no tener subvención. El Partido Popular se presenta a las elecciones en la conciencia segura de que va a perder y, de pronto, les aparece el candidato Álvarez-Cascos. Un tipo duro, correoso, un profesional. De quién y cómo Cascos llegó a la operación de aspirar a presidente de la comunidad asturiana es otro tema, que bien merecería un análisis, pero ahora estamos en algo obvio. Sin Cascos el PP perderá irremisiblemente en Asturias, y sin embargo es la cúpula del propio partido asturiano la que considera peligroso para el mantenimiento del statu quo la posibilidad de que un candidato de su partido gane las elecciones.

No es único. En Valencia la cúpula del Partido Socialista ha rechazado la posibilidad de que compitieran en elecciones primarias el candidato oficial Jorge Alarte, que no tiene ninguna posibilidad de ganar al PP de Camps en elección alguna, incluidas las de sociedades falleras, y Antoni Asunción, que al menos ofrecía la posibilidad de ponérselo difícil. El aparato del partido decide impedir unas primarias en Valencia, con la connivencia del PSOE central, y asumir que le es menos engorroso dar cumplimiento a la tranquilidad de los dirigentes valencianos enquistados en la derrota que tratar de plantar cara al Partido Popular.

Eso no es otra cosa que una variante más de la hegemonía reaccionaria que nos ha tocado vivir. El más terrible de los refranes castellanos: más vale malo conocido que bueno por conocer.

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