08 PM | 16 Nov

EN LA MUERTE DE PASOLINI

En la muerte de Pasolini

Rossana Rossanda

Con conmovida unanimidad de acentos, de derecha a izquierda, la prensa italiana llora a Pier Paolo Pasolini, el intelectual más incómodo que hemos tenido en estos años. Convertido, es más, en incomodísimo. A nadie le gustaba lo que en los últimos tiempos andaba escribiendo. No a nosotros, la izquierda, porque luchaba contra 1968, las feministas, el aborto y la desobediencia. No le gustaba a la derecha porque estas salidas suyas se acompañaban de una argumentación desconcertante, para la derecha inutilizable, sospechosa.

No gustaba sobre todo a los intelectuales, porque eran lo contrario de lo que suelen ser, cautelosos destiladores de palabras y posiciones, pacíficos usuarios de la separación entre «literatura» y «vida», incluso aquellos a quienes 1968 había dado mala conciencia. Sólo de entre ellos, [Edoardo] Sanguineti [poeta vanguardista del Gruppo 63] tuvo ayer el valor de escribir «por fin nos hemos librado de este atolondrado, residuo de los años cincuenta». Es decir, los años de la laceración, apocalípticos, trágicos. Finalmente, para el intelectual de izquierda, superados.

Esta casi total unanimidad es sin duda el segundo automóvil pesado que pasa por encima del cuerpo de Pasolini. Al igual que con el primero, quien tiene la conciencia tranquila puede decir: «se lo ha buscado». Para quien no tiene estas certezas, es, en cambio, el último signo de contradicción de esta criatura contradictoria: una contradicción verdadera, que no puede recomponerse con ningún artificio dialéctico.

Porque si una cosa es cierta es que este repentino reconocerse todos en sus razones, ahora que ha muerto y de esta manera, es realmente la última burla que le devuelve nuestro mundo no amado. De hecho, no es el tradicional homenaje al difunto ilustre, ni la acostumbrada absolución para el difunto detestado en vida. Si todos escriben en el mismo registro (L’Unità [diario del PCI], en un emotivo artículo, esboza incluso una autocrítica, mientras que el Partido Radical lo inscribe post mortem), es porque cada uno, a partir de las razones de Pasolini, piensa hoy poder sacar provecho de ello.

¿No decía que los jóvenes son ahora como la espuma que deja la marejada que ha destruido los viejos valores? ¿Que una colectividad debe dotarse de un orden, un sistema de convivencia, un modelo? En esto todos están de acuerdo, salvo que cada uno da a este orden y a esta denuncia el signo que más le conviene.

Pasolini, el intelectual más outsider de nuestra sociedad cultural, proporciona con su indecorosa muerte la férrea prueba de que así no se puede seguir adelante. Tan cómoda, que todo lo demás se perdona. Creo que, ante este fervor y sus corolarios, Pasolini habría – si es lícito imaginar este gesto en un hombre tan humildemente amable – escupido encima. Que, si hubiera salido vivo, hoy estaría del lado del joven de diecisiete años que lo mató a golpes. Maldiciéndolo, pero con él. Y así hasta otra inevitable, quizás prevista y temida, ocasión de muerte.

Pero con él, porque era el mundo, estas criaturas de su vida más verdadera («yo los conozco a estos jóvenes, de verdad, son parte de mí, de mi vida directa, privada») en las que buscaba, obstinadamente, una luz. En ellos, no en el mundo del orden, que no son sólo las comisarías de policía. Aquí volvía, porque en su visión del mundo no había otros caminos. Su denuncia del «desarrollo», de los valores del consumismo, del beneficio, del achatamiento que estos provocaban en una sociedad preindustrial en la que aún podían prevalecer las relaciones personales, no alienadas, no aceptadas pasivamente, era —como es por lo general en esta corriente, que cuenta con exponentes ilustres, católicos y laicos— tan unidimensional como la sociedad que criticaba; se vivía como el fin de la historia, como una barbarización ante la que solo cabía retroceder.

Retroceder hasta que un rechazo opuesto a este tipo de «desarrollo» —¿y quién puede oponerse a él si no es el marginal o un tercer mundo que aún no ha llegado a este umbral?— ofreciera un salvavidas. En otros lugares, no veía salvación: por eso Pasolini volvía, obstinadamente, al barrio y, cuanto más se le escapaba, más volvía a él, atormentadamente. Tanto más cuanto que, en todos los sentidos, debía presentársele como una frustración, una contradicción.

¿Buscaba una relación auténtica y no tejía, en cambio, una relación mercantilizada? ¿Buscaba una relación libre y no repetía él mismo —el intelectual rico que llega con su Alfa [Romeo] y paga al chico que tiene delante, socialmente y personalmente mucho más frágil- una relación entre opresor y oprimido? Ni la humillación que debía recibir a cambio (cuántas pruebas, menos trágicamente concluidas, de esta muerte suya debió de haber vivido; la irrisión del compañero ocasional, el rechazo, la resistencia de quien se deja usar, pero se siente usado y, por lo tanto, se rebela) podía absolverlo del hecho de que él mismo entraba en este mecanismo alienante. En el que el interlocutor se volvía cada vez más esquivo, más «objeto».

Distinto de un tiempo cuando el chico iba con él, pero manteniendo su propia figura, su dimensión no integrada, no sometible, como el Tommaso de Una vita violenta. Hoy ya no era así: el chico que lo mató tiene poco en común con el chico de barrio de antaño. Debería ser puesto en libertad mañana, de acuerdo con los valores que rigen esta sociedad (además de una humanidad elemental), porque no hay que dudar del testimonio de su barrio, y por tanto de que no tenía muchas ganas de trabajar —¿y quién las tiene?—, pero estaba dispuesto y a punto de reincorporarse al orden familiar, sólo violado de forma provisional y venal.

Nada en esta historia es realmente lo que parece. No es el rico vicioso que busca amores ocultos entre los marginados, ya que nadie como Pasolini vivía más sencillamente su inclinación homosexual y podría haberla satisfecho, en una sociedad ya más permisiva, sin riesgo alguno. Tampoco el joven vicioso, que no existe: ni como vicioso, ni como delincuente, ni siquiera como desviado voluntario, rebelde a la norma. Muerte accidental en la persecución de un fantasma, se podría decir. Con satisfacción para la mayoría, con amargura para quienes estimaban y respetaban a Pasolini. Y ahora, funerales, con la asunción en la gloria por parte de quienes primero construyeron y luego exorcizaron ese fantasma.

Si Pasolini es hoy tan alabado, si probablemente muchos se reconocen de buena fe en una mitad del discurso que él hacía, es porque la otra mitad, para él esencial, aquella en la que depositaba su esperanza, no tenía fundamento. Cuántas discusiones, las pocas veces que lo veía, y siempre las mismas; las mismas que repetía, puntualmente, con Moravia. Es cierto que el capital nos ha deshumanizado. Es cierto. Es cierto que la conformidad con su modelo es monstruosa. Es cierto que es tan poderoso que se refleja incluso en quienes lo niegan: en 1968, cuando escribió el famoso poema sobre los enfrentamientos de Valle Giulia, Pasolini veía en el estudiante el producto de una clase social que puede incluso «probar» la revolución, algo que al policía, hijo de un jornalero del sur, no se le permite; y captaba una parte de la verdad.

Es cierto que hoy, y no ayer, se puede hablar de aborto, y no sólo porque haya madurado el movimiento feminista, sino porque la sociedad masculina piensa en «economizarse». Es cierto que la escuela obligatoria y la televisión son organismos de consenso. Es cierto que el fascista no es tan diferente del demócrata, en sus modelos culturales, como lo era en 1922.

Todo es cierto, y todo es parcial: porque cada vez que Pasolini tocaba con la mano estas incómodas verdades, la ambigüedad del presente, daba un salto atrás, hacia la humanidad no ambigua de «antes», en lugar de captar en el estudiante, en el feminismo, en la escolarización, en la propia conformidad, el principio de una salida hacia adelante seguramente espuria, pero vital. La idea de que este itinerario debía completarse hasta el final, y a partir de ahí recuperar el hilo de un mundo devuelto a la humanidad, estaba cada vez más lejos de él.

Podría haber sido un escéptico, se convirtió, en sentido clásico, en un «reaccionario». Y esto se aprovecha hoy, este es el segundo automóvil que pasa por encima de su cuerpo. Puesto que, del valor disruptivo y violento de esta «reacción» suya nada queda en la elegía de las primeras, segundas y terceras páginas que se le dedican. Tendrá un funeral burgués y, dentro de algún tiempo, el ayuntamiento de Roma le dedicará una calle.

Lo matarán mejor sus verdaderos enemigos que el chico de la otra noche. En él, antes de morir, sólo debió de ver el callejón sin salida en el que se había metido, la magnitud de su error. Y pensar que buscaba al ángel de la pasión según Mateo.

¿Qué sabía Pasolini? Cincuenta años después de su brutal asesinato, su visión del fascismo es más apremiante que nunca.

Olivia Laing

Pier Paolo Pasolini fue asesinado alrededor de la medianoche del 2 de noviembre de 1975. Su cuerpo ensangrentado se encontró a la mañana siguiente en un terreno baldío de Ostia, a las afueras de Roma, tan maltrecho que su famoso rostro era casi irreconocible. El principal intelectual, artista, provocador, conciencia nacional y homosexual de Italia murió a los 53 años, con su última y escandalosa película todavía en la sala de montaje. «Assassinato Pasolini», anunciaban los periódicos a la mañana siguiente, junto a las fotografías del joven de 17 años acusado de su asesinato. Todo el mundo conocía su gusto por los prostitutos de clase trabajadora. Un encuentro sexual que salió mal fue el veredicto instantáneo.

Algunas muertes son tan sugerentes que se convierten en emblemáticas de un tema, la lente engañosa a través de la cual se lee para siempre toda una vida. En este modo de interpretación extrañamente totalitario, Virginia Woolf siempre camina hacia el Ouse, el río en el que se ahogó. Del mismo modo, toda la obra de Pasolini está teñida por el aparente hecho de que fue asesinado por un chapero, el acto culminante de una vida implacablemente arriesgada.

Pero, ¿y si esa fuera la intención, la maliciosa astucia con la que se diseñó su asesinato? ¿Y si, en lugar del martirio instantáneo de una bala en la cabeza, Pasolini fuera asesinado de tal manera que pareciera que había buscado su propia destrucción, un castigo merecido, al menos a los ojos de los conservadores, por las manifiestas perversiones que abundaban tanto en su arte como en su vida?

Es más: ¿y si este asesinato, tanto de verdad como de su reputación, se diseñó para ahogar —contaminar, confundir— las advertencias que había estado lanzando con creciente ferocidad en los últimos años de su corta vida? «Lo sé» era el estribillo central de un famoso ensayo publicado un año antes de su muerte en Il Corriere della Sera, el principal periódico italiano. Lo que Pasolini sabía, y sobre lo que se negaba a guardar silencio, era la naturaleza del poder y la corrupción durante la brutal década de 1970 en Italia, los llamados «años de plomo», llamados así por la epidemia de asesinatos y atentados terroristas perpetrados tanto por la extrema izquierda como por la extrema derecha. En resumen, lo que sabía era que el fascismo no había terminado y que la derecha llevaría a cabo su metástasis, regresando con una nueva forma para reclamar el poder sobre una población aturdida por los halagos vulgares del capitalismo. ¿Se equivocó Pasolini en sus predicciones? Creo que todos sabemos la respuesta a esa pregunta.

Pasolini nació en Bolonia en 1922, el año en el que Mussolini se convirtió en dictador, en el seno de una familia militar. Pasó una etapa formativa en la ciudad natal de su madre, Casarsa, en la remota región rural de Friuli, después de que su padre quedara arrestado por deudas de juego. La brecha entre sus padres se agravó con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Susanna era maestra y amante de la literatura y el arte, mientras que Carlo Alberto era oficial del ejército y fascista declarado, y pasaría la mayor parte de la guerra en Kenia, en un campo inglés de prisioneros de guerra.

Pasolini estudió Literatura en la Universidad de Bolonia, pero cuando los bombardeos hicieron dque la ciudad fuera demasiado peligrosa, se retiró con su madre y su hermano menor, Guido, a Friuli. Estaba obsesionado con la belleza de la región y su dialecto puro y arcaico, su lengua materna, hablada por los campesinos y casi desconocida en la literatura. En 1942 publicó su primer volumen de poemas, Poesie a Casarsa, escrito en dialecto. Pero durante los caóticos años de lucha que siguieron al armisticio italiano, ni siquiera Friuli era un lugar seguro. Guido se unió a la resistencia y fue ejecutado en las colinas por un grupo rival de partisanos, una tragedia que unió aún más a Susanna y a su adorado hijo superviviente.

Parte del encanto de Friuli era erótico. Fue aquí donde Pasolini descubrió su sexualidad, su atracción magnética por los campesinos y los chicos de la calle, lo cual pronto lo llevó a entrar en conflicto con las autoridades. A finales de la década de 1940 fue acusado de corrupción de menores por un supuesto acto sexual con tres adolescentes. Aunque más tarde quedara absuelto, el escándalo lo llevó a él y a Susanna a mudarse de nuevo, esta vez a Roma.

Se adentraron directamente en la bulliciosa ciudad de Ladrón de bicicletas: una Roma en ruinas, con barrios marginales poblados por un nuevo proletariado urbano que huía de las privaciones del sur rural. Pasolini encontró trabajo como profesor y se sumergió en otro lenguaje secreto, el romanaccio [romanesco], el dialecto callejero que hablaban los jóvenes rebeldes con los que entabló amistad. Ragazzi di vita, los llamó en la novela de 1955 que le dio fama: chicos de la vida. Estafadores y ladronzuelos con la cara marcada por la viruela, de caderas estrechas y amorales, a menudo homófobos, casi siempre heterosexuales. Fueron estos chicos los que situó en el centro de sus libros, sus películas, sus poemas y su vida.

Se puede vislumbrar a Pasolini en fotografías de esta época, una figura delgada y esbelta con piernas arqueadas, un impermeable sobre su elegante traje, cabello oscuro peinado hacia atrás y un rostro intenso y de pómulos marcados. Un observador, un artista motivado, un apasionado jugador de fútbol. Encontró su camino hacia Cinecittà, el famoso estudio cinematográfico romano, como guionista. Ayudó a Fellini con Las noches de Cabiria y luego se lanzó por su cuenta, escribiendo y dirigiendo Accattone, un relato neorrealista de 1961 sobre un proxeneta —interpretado por un chico de la calle de la vida real, Franco Citti— y su vida arruinada en un barrio marginal romano.

Artistas menos dotados podrían haber explotado ese filón durante años, pero Pasolini pronto reveló la excepcional profundidad y singularidad de su talento. Realizó películas explícitamente políticas, como Porcile y Teorema, animado por su odio hacia la burguesía complaciente. Contó la vida de Cristo en El evangelio según San Mateo y también abordó historias clásicas, creando adaptaciones crudas y viscerales de Edipo rey y Medea, protagonizadas por Maria Callas, así como Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, El Decamerón, de Boccaccio, y Las mil y una noches en la Trilogía de la vida.

No hay nada en todo el cine parecido a estas películas, que son obscenas y poéticas, visualmente sublimes y muy centradas en el ámbito de las ideas. Muchas de ellas están protagonizadas por el gran amor y compañero sentimental de Pasolini, Ninetto Davoli, un ingenuo desgarbado de Calabria con una sonrisa contagiosa. La tendencia de Pasolini a utilizar actores aficionados confiere a sus películas un realismo extraño e inestable, como si un cuadro renacentista hubiera cobrado vida.

A los 50 años, era mundialmente famoso, una figura controvertida, constantemente atacada. Fue candidato al premio Nobel de Literatura, pero también fue objeto de 33 juicios por cargos falsos o inventados, entre ellos obscenidad pública, desprecio a la religión y, lo más extraño de todo, intento de robo; su arma era una pistola negra cargada con una bala de oro. Pasolini ni siquiera tenía un arma.

Su arte nunca fue doctrinario, pero siempre fue político. Se había afiliado al Partido Comunista en su juventud, pero fue expulsado rápidamente por su homosexualidad manifiesta. Era criticado tanto por la izquierda como por la derecha, pero, aunque era para todos como una espina clavada, siguió aliado al comunismo y a la izquierda radical. En la década de 1970, se volvió excepcionalmente ruidoso en cuestiones políticas, utilizando los ensayos de Il Corriere para discutir la industrialización, la corrupción, la violencia, el sexo y el futuro de Italia.

En el más famoso, publicado en noviembre de 1974 y conocido en Italia como Io so, o «Yo sé», afirmaba conocer los nombres de los implicados en «una serie de golpes de Estado instituidos para la preservación del poder», incluidos los fatales atentados de Milán y Brescia. Durante estos años de plomo, la extrema derecha desplegó la llamada «estrategia de la tensión» para difamar a la izquierda y llevar al país hacia un régimen más autoritario. Pasolini creía que entre los responsables se encontraban figuras del Gobierno, los servicios secretos y la Iglesia. Se refirió a una novela que estaba escribiendo, Petrolio, en la que pretendía sacar a la luz estas corrupciones. «Creo que es poco probable que mi «novela en curso» sea errónea, es decir, que esté desconectada de la realidad, y que sus referencias a personas y hechos reales sean inexactas», añadió.

La última película es la más sombría. Ninguna película de terror de todos estos años se ha acercado a Salò (1975), ninguna película de tortura pornográfica se acerca a su gélida perfección formal o a su angustiosa intención moral. Versión de Los 120 días de Sodoma de De Sade trasladada al campo italiano en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, es una aterradora máscara sobre el fascismo y la sumisión, un relato de las dos caras de la moneda totalitaria. Al igual que la propia obra de De Sade, trata sobre el poder, no sobre el placer: quién lo posee y a quién destruye. Es una obra maestra apocalíptica que sigue siendo insoportable de ver; «fuera de lo común, proscrita», como observó el escritor y crítico Gary Indiana en un ensayo cinematográfico en el que alababa su capacidad, aún radiactiva, para herir al espectador.

He ambientado mi nueva novela, The Silver Book, en torno al rodaje de Salò. Quería imaginar a Pasolini trabajando, con un jersey ajustado de Missoni y gafas oscuras, corriendo de una escena a otra con la cámara Arriflex ligeramente apoyada en el hombro, supervisando la construcción de excrementos a partir de galletas trituradas y chocolate para la infame escena en la que se come mierda. No intimidaba a sus colaboradores, como hacía Fellini. Era querido y admirado, pero también alguien solitario, aislado. El cruising compulsivo, noche tras noche: en un poema titulado Soledad se preguntaba si no era simplemente una forma de estar solo.

Ninetto se había casado dos años antes y la pérdida lo había sumido en una desesperación total, un estado de ánimo que se filtró irremediablemente en la película. Había repudiado públicamente su alegre y erótica Trilogía de la vida. Ahora el sexo equivalía a muerte y dolor. En cuanto a la utopía, no quedaba ninguna posibilidad. Y, sin embargo, cuando un entrevistador le preguntó a quién iba dirigida Salò, respondió con toda seriedad: a todo el mundo. Seguía creyendo que el arte podía contrarrestar el hechizo, que podía conmocionar a la población y despertarla. No había perdido la esperanza.

Una de las teorías sobre la muerte de Pasolini es que le atrajeron a Ostia para recuperar algunas bobinas de Salò que le habían robado unos meses antes. Retomé esta historia en mi novela, pero decidí no describir directamente el asesinato de Pasolini, en el que sufrió golpes, le destrozaron la ingle, le cortaron casi toda la oreja y luego lo atropellaron con su propio Alfa Romeo plateado, lo que provocó que reventara el corazón. El chico que cumplió una condena de diez años por su asesinato tenía unas pequeñas manchas de sangre, pero ninguna herida, a pesar de que, al parecer, había golpeado a un hombre hasta matarlo. Otra frase de Io so sugiere lo que probablemente ocurrió: «Conozco los nombres de las personas sombrías e importantes que se esconden detrás de los trágicos jóvenes que eligieron las atrocidades fascistas suicidas o los delincuentes comunes, sicilianos y de otros lugares, que ofrecieron sus servicios como asesinos y sicarios».

Pasolini vio lo que se avecinaba. Como los artistas más excepcionales, tenía el don de la clarividencia, lo que es otra forma de decir que prestaba atención, que observaba y escuchaba y sabía interpretar las señales. En su última tarde, fue entrevistado por casualidad para La Stampa. Pocos días después de su muerte, sus últimas palabras grabadas se publicaron en un número agotado, una profecía desde el más allá.

Hablaba del modo en que la vida cotidiana estaba quedando distorsionada por el deseo de poseer, porque a todo el mundo se le enseñaba que «querer algo es una virtud». Dijo que esto afectaba a todos los aspectos de la sociedad, aunque los pobres pudieran usar una palanqueta para conseguir sus botines, mientras que los ricos dependían de la Bolsa. Afirmaba, refiriéndose a sus excursiones nocturnas al mundo sombrío de Roma, que descendía al infierno y traía de vuelta la verdad.

¿Cuál es la verdad?, le preguntó el periodista. La evidencia, dijo Pasolini, de «una educación compartida, obligatoria y errónea que nos empuja a poseerlo todo a cualquier precio». Describió a todos como víctimas de esto, pensando sin duda en Salò, donde víctimas y verdugos están encerrados juntos en una danza terrible. Y describió a todos como culpables, por su disposición a ignorar los costes en favor de su propio y lucrativo beneficio privado. No se trataba de culpabilidad individual o de buenos y malos actores, añadió. Era un sistema totalizante, aunque, a diferencia de Salò, había una forma de escapar, de romper el siniestro y seductor hechizo.

Como siempre, su lenguaje era más el de un poeta que el de un político: denso en metáforas, inquietante en sus advertencias. «Bajo al infierno y descubro cosas que no perturban la paz de los demás», dijo. «Pero tened cuidado. El infierno se va extendiendo hacia el resto de vosotros». Justo al final de la conversación, parece como si se sintiera frustrado por los continuos intentos del entrevistador de que aclare su postura. «Todo el mundo sabe que pago por mis propias experiencias en persona», dice. «Pero también están mis libros y mis películas. Quizás me equivoque, pero sigo diciendo que estamos todos en peligro».

El periodista le pregunta cómo cree que él, Pasolini, puede evitar este peligro. Está obscureciendo y ya no hay luz en la habitación donde están hablando. Pasolini dice que pensará en la pregunta durante la noche y que responderá por la mañana. Pero por la mañana está muerto.

Creo que Pasolini tenía razón, y estoy segura de que las advertencias que no dejaba de pronunciar fueron la causa de su muerte. Vio el futuro en el que hoy nos encontramos mucho antes que nadie. Vio que el capitalismo se corroería hasta convertirse en fascismo, o que el fascismo se infiltraría y se apoderaría del capitalismo, que lo que parecía benigno y beneficioso corrompería y destruiría las antiguas formas de vida. Sabía que la sumisión y la complicidad eran letales. Advirtió sobre los costes ecológicos de la industrialización. Previó cómo la televisión transformaría la política, aunque murió antes de que Silvio Berlusconi llegara al poder. No creo que el ascenso de Trump, un político formado al estilo de Berlusconi, le hubiera sorprendido mucho.

No era perfecto. Estaba infectado de la nostalgia de una Italia rural y campesina, cuyo coste ignoraba deliberadamente. Estaba en contra del aborto y la educación masiva; se puso del lado de la policía francesa contra los estudiantes en 1968. Su poesía puede ser autoindulgente, sus pinturas son malas. Pagaba por tener sexo con chicos de alquiler que seguían teniendo la misma edad mientras él envejecía y, por otro lado, los tomaba en serio, los escuchaba, les buscaba trabajo y les proporcionaba una fuente constante de apoyo. Era un visionario y un artista de convicciones morales inquebrantables. No se callaba.

El momento de su muerte hace que parezca que Salò fuera su última y desoladora declaración, pero incluso en su última noche, durante la cena, hablaba de su próxima película. Tenía más trabajo por delante, inimaginable en su forma, sin precedentes en su formato. Se tomó un filete y salió a ligar. Tenía hambre, ya ves. Estaba del lado de la vida, siempre.

Rossana Rossanda (1924-2020), veterana resistente antifascista, comunista e internacionalista, fue co-fundadora del diario il manifesto y miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.
novelista y crítica inglesa, es colaboradora de The Observer y The Guardian. En castellano se han publicado varios ensayos suyos, como “Por el río: Un recorrido más allá de la superficie” (Paidós, 2025), “El jardín contra el tiempo: En busca de un paraíso común” (Capitán Swing, 2024), “La ciudad solitaria: Aventuras en el arte de estar solo” (Capitán Swing, 2020), “El viaje a Echo Park: Por qué beben los escritores” (Ático de los libros, 2016) o “Todos los cuerpos: Un libro sobre la libertad” (Paidós, 2022), así como la novela “Crudo” (Alpha Decay, 2016)
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