La palabra, la música y el aire. ANTONIO HERRANZ
La palabra, igual que la música, necesita del aire para llegar a todas partes, para hacerse oír. Me acuerdo de esa famosa canción “Blowin’ in the Wind”(Volando en el viento)
de Bob Dylan, cuyo estribillo decía “La respuesta, amigo mío, vuela en el viento. /La respuesta la trae el viento”. Bien es verdad que hay una diferencia entre aire y viento, pero para el caso es lo mismo. Las respuestas están llenas de palabras, igual que las preguntas. Música y poesía están en el aire y las propaga el viento -sí, ya sé, pura nostalgia. La motivación de esta reflexión, sin embargo, viene provocada por la visualización de una película “Todas las mañanas del mundo” de Alan Corneau, donde se cuenta la coincidencia en la vida de dos músicos: El Señor de Saint-Colombe, hombre maduro, desolado por la temprana muerte de su esposa, y el joven Marin Marais. El primero, un virtuoso de la viola de gamba, también compositor, para su propio goze: el arte por el arte, como diría Nuccio Ordini : “La utilidad de lo inútil”; el segundo, un aprendiz que quiere ser iniciado en los secretos de ese instrumento para dominarlo y así alcanzar honor, gloria y riqueza. Dos caminos opuestos. A Saint-Colombe, el mundo junto con sus veleidades y sus afanes cada vez le importa menos. Se construye una cabaña (una caja de resonancia para su propio deleite) bajo una morera y allí se pasa el tiempo perfeccionando su destreza en el manejo del instrumento y buscando la inspiración para componer su música, lo que le acerca a un estado de mística y ensueño cercano a un delirio que le permite ver y hablar con su esposa, a la que no puede tocar porque se desvaneceria, igual que su música: es el paso del tiempo y la descomposición que provoca (puro barroco). Marin Marais,”desenmascarado” en sus intenciones por el austero y misógino músico, lo desprecia y lo expulsa de su lado. Pero Marais vuelve, no solo para ver y refocilarse con la hija mayor de Saint-Colombe, sino para escuchar al maestro, escondiéndose bajo la cabaña. Las notas se escapan entre las rendijas que dejan entre sí las maderas, el aire las propaga, llegan a sus oídos: es la única manera que tiene para aprender de él. Cada vez más alejados ambos músicos, hay, sin embargo, una poética que los reconcilia: ambos se han inspirado en el amor para hacer música. Desde la decepción y la vanalidad de los logros sociales y materiales, Marin Marais reconoce que se ha equivocado. Saint-Colombe, ya desde el otro
lado del espejo, le invita a tocar una obra que Marais había dedicado a Madeleine, la hija de Saint-Colombe: “La soñadora”, mientras llora amargamente.
Antonio Herranz
Octubre 2024