Elogio del banco
Aun sabiendo que todo perece,
debemos construir en granito
nuestras moradas de una noche
Nicolás Gómez Dávila
Me gusta pasear y encontrarme con personas que porque sí, se sientan en un banco. Se permiten detenerse, demorarse y admirarse todavía por las cosas que tienen a su alrededor. Se detienen para detener el mundo o para ponerlo en marcha de otra manera. Para abrirse, si surge, a la confidencia y a la intimidad. Frente a las prisas, las distancias y lo utilitario: la lentitud, lo próximo y gratuito.
En un documental sobre Jim Jarmusch una voz introduce su filmografía así:
Una calle vacía
Una silueta solitaria
Alguien que espera
Un diálogo que se rompe
Un suspiro, una mirada, una risa desencajada
El silencio
Podrían ser las líneas escritas por cualquier transeúnte que sufre lo que llamaré simpatía por los bancos, que las anota sin más en su memoria o quizá en una libreta a modo de poema. ¿Para qué?, preguntarán los pragmáticos; a lo que ella o él contestará: para nada, me ha venido en gana. Como les ha venido en gana tomar asiento. También podrían ser esas líneas sobre las películas de Jarmusch las escritas por un personaje suyo, Paterson, un conductor de autobús y poeta, inspirado en el poeta, pediatra y ginecólogo William Carlos Williams (1883-1963).
Escribe Olga Muñoz Carrasco, en William Carlos Williams o la presencia del mundo: la poesía de Williams se nutre, como la del conductor en la pantalla, de la experiencia ordinaria del mundo. Sus versos registran objetos, paisajes o personas sin intromisiones, en una tentativa radical de reconocimiento a través de su realidad objetiva.
Podría dedicarme a hacer un Paterson/William Carlos Williams y registrar los bancos con los que me voy encontrando. Los buscaría para ver dónde están situados, qué vistas tienen, si invitan a relacionarse con otros o a estar sentados solos, si son cómodos, si los habitan personas mayores, niños, un grupo de amigos o familias.
¿Por qué después del confinamiento de tres meses precintaron los bancos como si fueran armas explosivas y sin embargo podías sentarte en las sillas de una terraza de un bar?
Los bancos no son los que más promueven el consumo, como tampoco el caminar sin rumbo fijo. Charlar con otros, jugar, leer, sorprenderse con los encuentros, dejar pasar el tiempo mientras éste deja –casi imperceptiblemente– un poso en nuestro cuerpo. Algunos lo llaman tiempo perdido. Otros tiempos muertos. Esos momentos que a menudo en una novela o en un guión se despachan con una elipsis.
Leo –en un banco– a Hugo Mujica, en La carne y el mármol: no tenemos un cuerpo, somos corporales o más aún, lo estamos siendo y haciendo. Lejos de ser un sustantivo, la corporeidad es verbo: es el incorporar, corporizar vivencias que se van plasmando carne, huellas, latidos… unidad psicofísica que genera al que soy.
Una manera de estar con los otros que constituye los cimientos –bien asentados en una pieza de madera, de granito o de metal –para levantar un entre sólo posibilitado en la medida que nos apartamos de la vorágine de tantas inercias, automatismos, ruidos, pantallas y sobreinformaciones que, si nos descuidamos, nos pasan por encima. Y no queremos cuerpos apisonados.
Peter Sloterdijk cuenta en su primer volumen de Esferas, cómo la existencia del feto en el seno materno sería insoportable sin una capacidad para desatender la cantidad de ruidos que le llegan, como pueden ser los provocados por la digestión de la madre o los sonidos del corazón, que para él serían equiparables a los de una obra en la que se trabaja noche y día o a la de un bar lleno de gente hablando. Quizá tendríamos que recuperar –si es que la hemos perdido –esa capacidad para discernir tonos.
Seguir el consejo de Jane Jacobs, teórica y activista del urbanismo, en Vida y muerte de las grandes ciudades: mirar y escuchar las ciudades reales; fijarnos en lo que nos rodea. Aunque sean los bancos de un pueblo. Y dejarlos latir, porque de ese latido quizá dependa nuestro bombeo.
Si hay un fondo ético en la tarea estética es justamente por ese motivo: todo lo que hagamos por aumentar el número de lugares hospitalarios, de lugares en donde se pueda respirar, en donde se pueda transitar, entrar y salir sin necesidad de identificarse, todo lo que hagamos será poco. Nunca fue tan hermosa la basura, José Luis Pardo.
Patricia Lambas Domingo
EN LAS PELÍCULAS DE MI VIDA NO FALTARÁ PATERSON.