12 AM | 29 Dic

El quinto, no matarás

Alfonso Peláez

 

Dice Kieslowsky que dice Dios que no matarás. Quinto Mandamiento de su Decálogo. Lo sabemos todos porque no hay, ni ha habido, código ético para el que tal máxima no sea un imperativo categórico. También conocemos la infinidad de excepciones que el género humano se ha otorgado a sí mismo para justificar o legitimar la liquidación de sus semejantes.

Por otro lado, son múltiples y variados los alegatos cinematográficos conta la pena de muerte. Castigo que, durante la mayor parte de la historia, ha sido considerado por los más variados regímenes políticos como una de las excepciones plenamente justificada para suspender el mandato divino.

El argumento del director oponiéndose a la pena capital no es novedoso en absoluto. ¿Dónde reside pues la relevancia de este episodio quinto de la serie producida para la televisión polaca? Ni más ni menos que en la poderosa escalada comparativa y en las escalofriantes imágenes de los preparativos para la ejecución del reo como estímulo para el horror del espectador.

El relato se inicia con tres acciones simultaneas entremezcladas mediante montaje. A saber: un abogado joven que se enfrenta al examen oral que lo capacitará para ejercer la profesión; un taxista que prepara su coche antes de iniciar su jornada laboral, y una especie de lobezno solitario de rostro maléfico que deambula por la ciudad en busca de algo, aunque de momento no sabemos qué es.

El abogado es pulcro y brillante. El taxista en un sujeto mezquino que practica esa crueldad de perfil bajo, propia de los inútiles hasta para causar grandes daños. El joven confunde al espectador. O mejor, lo mantiene en una expectativa tensa a base un callejeo confuso, sin aparente dirección, manejando objetos banales y siniestros: fotos cuarteadas, rollos de cuerda, etc…

Avanzado el día, el taxista indeseable fenece en una agonía larga y truculenta a manos del joven. Aparentemente, la acción, aunque premeditada, carece de motivo. ¿El comportamiento deleznable del hombre le ha hecho merecedor de una muerte tan brutal? Evidentemente, no. Para acentuar la desazón moral, Kieslowky se regodea en la secuencia del asesinato con una minuciosidad que raya lo enfermizo. Desde luego, parece un abuso narrativo morboso. Pero no. Está preparando el terreno para lo que vendrá más tarde.

Tiempo después, el abogado fracasa en la defensa del joven asesino. Este es condenado a muerte. El relato pasa de un lobezno solitario que mata a un mal ciudadano por una oscura motivación a un aparato de justicia que va a ejecutar a un convicto según una lógica legal correctamente articulada. Parce lógico. El procedimiento ha sido impecable. El juez confiesa al abogado defensor que ha hecho el mejor alegato a favor del reo que ha visto en su vida, pero que, como juez, debe condenar y condena. ¿Quién puede objetar su veredicto, ante delito tan palmario y tanta rigurosidad procesal?

A partir de ahí es cuando el director, en lugar la jugar la baza del razonamiento para demostrar la aberración de la pena capital como castigo, recurre a un mecanismo mucho más elemental y eficaz: nos hiela la sangre mostrándonos los preparativos del patíbulo. No es frecuente ver un plano más conmovedor que el del funcionario engrasando y probando el husillo que tirará de la cuerda que va a izar al reo por el cuello. Viendo eso la conclusión es incontrovertible. Uno no puede menos de pensar que no hay delito en el mundo que legitime a ningún Estado para contravenir el sagrado mandamiento de “no matarás”.

Kieslowsky, en este capítulo de su Decálogo, nos da una lección de cine y, de paso, otra de humanidad.

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