04 PM | 05 Sep

SIRAT. En el desierto de lo real

¿Aqué se ha debido el éxito de Sirât , la última película de Oliver Laxe? ¿Basta con invocar el nombre de Pedro Almodóvar –aquí en funciones de coproductor– para explicarlo? ¿Resultó decisivo el premio del jurado del Festival de Cannes, por mucho que fuera ex aequo ? A veces no es tan fácil dilucidar por qué una película atrae al público, esa entelequia que a menudo se mueve por impulsos más bien misteriosos, y ésta es sin duda una de estas ocasiones.

No basta con decir que vivimos tiempos llenos de angustia, ávidos de soluciones ante un futuro incierto, a los que Sirât proporcionaría el agarre de la fe. Tampoco que el filme ha sabido embutir este mensaje trascendente en un envoltorio atractivo, ofreciéndolo en el interior de una road movie que también funciona por sí misma como tal, sin necesidad de discursos trascendentes. Y menos que ha sido la conjunción de ambos factores lo que ha conseguido la fórmula mágica, esa alianza entre prestigio y taquilla que tantos filmes persiguen y tan pocos consiguen…

Más allá de los elogios que durante estos meses han inundado las redes sociales, o que han tenido que hacer frente a rechazos de idéntica radicalidad, lo que debería importarnos es la película en sí misma. Pero entonces, ¿por qué se ha hablado tanto, en el tiempo transcurrido desde el estreno, de las intervenciones del propio Oliver Laxe en los medios de comunicación, tan reconfortantes para algunos, tan insoportables para otros? ¿Qué ha añadido este factor extracinematográfico que, sin embargo, se ha mostrado decisivo para el recorrido comercial del filme? Es como si las películas ya no supieran andar solas, como si hubiera que acompañarlas para generar explicaciones o polémicas. Como si no bastara con la imagen. Y, sobre todo, como si fuéramos en busca de un cierto sentimiento comunitario que el anonimato de la sala de cine, por sí solo, ya no puede ofrecer.

Un nuevo gregarismo

El final de la pandemia nos llevó a salir de casa, en las terrazas de los bares o en los cines –las cifras de asistencia no dejaron de subir hasta el pasado año–, buscando el aire y el calor humano que se nos había negado. Ya no se trataba de ver series desde el sofá de la sala de estar, sino de participar en el rito de la conversación y el diálogo, lo que explica igualmente el auge de presentaciones y coloquios, festivales y exposiciones. ¿Se podría explicar el éxito de Sirât por el hecho de que quizás se trata de la primera película que promete poner en escena una cierta manera de encontrarle un sentido a ese «nuevo gregarismo»? ¿Y se puede explicar la decepción de muchos espectadores por el incumplimiento de esta promesa por parte del filme, por exhibir ingravitación y ligereza allá donde se garantizaba una explicación para todo ese caos que nos rodea?

Laxe no parece perseguir nada con su cámara, así que tampoco lo encuentra. Su forma de filmar el desierto es más bien neutra, lo contempla siempre en segundo término.

Porque, en efecto, Sirât es una película ligera, lo que no quiere decir que deba tomarse a la ligera. No importa que el personaje que interpreta a Sergi López vaya en busca de su hija a través de las raves de un desierto interminable. Tampoco se trate de un desierto: pudo ser un bosque, o el delta de un río, o incluso la selva oscura de Dante, porque el lenguaje de Sirât se basa en la elementalidad del signo, no en la densidad de lo real. De hecho, Laxe no parece perseguir nada con su cámara, así que tampoco lo encuentra. Su forma de filmar el desierto es más bien neutra, lo contempla siempre en segundo término, como el mero escenario de un combate moral.

No nos encontramos ante Zabriskie Point (Antonioni, 1971), ni Bitter Victory (Nicholas Ray, 1958), ni siquiera de Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), donde la materialidad de la arena y el sol acababan adquiriendo rasgos abstractos. En Sirât , los personajes actúan, hablan, caminan. Esto es todo, porque lo importante es que lo hagan todo juntos. Y que el más solitario y egoísta de todos ellos, el padre desesperado, se acabe adaptando a las reglas comunitarias no solo en el ámbito material –compartir su agua, su comida–, sino también en lo espiritual –abandonarse al tráfico, al rapto colectivo de las drogas o la música–, delata que el filme no quiere de su fin, de lo que no se acaba de lograr, el filme no quiere, por lo tanto, el film que también el espectador forme parte del grupo protagonista, se identifique, desee con todas sus fuerzas que la aventura llegue a buen puerto.

Una gran trampa

Lo que importa, decíamos, es el signo, pero también la doctrina: la vida es como un desierto (o como un puente, según el título) que hay que atravesar juntos para conseguir la salvación. Y por eso hay que mantenerse al margen del espejismo capitalista –como el colectivo de ravers con el que se encuentra el padre enfermo–, buscar una nueva forma de pensamiento exterior en el logos cartesiano –el éxtasis, de la danza o de las setas– y tener la fe necesaria de que todo saldrá bien, a pesar de que el mundo entero es una gran trampa donde reinan la destrucción y la muerte.

Una de las recriminaciones más frecuentes que se le han hecho en el filme de Laxe tiene que ver precisamente con esto último: según estas críticas, Sirât sería una película efectista, tramposa, que de vez en cuando recurre a estilemas propios del cine de acción menos distinguido para animar la función, para aliviar tanto desvarío filosófico. En el otro extremo, según otro tipo de reproches, sería también un filme místico sin ningún misterio, una película que aboga por filmar lo invisible y, en cambio, sólo ofrece unas cuantas imágenes planas y superficiales.

El filme no quiere hacer otra cosa que desplegar toda su capacidad de seducción para
conseguir que también el espectador forme parte del grupo protagonista.

Ninguna de estas amonestaciones, según creo, es del todo justa. Simplemente, las cosas van por otra parte: Sirât es un ejercicio calculado de síntesis –entre cine de pensamiento y cine de acción, entre cine de autor y cine de género, entre cine de sensaciones y cine de ideas, entre mística y violencia– que constantemente intenta controlarse a sí mismo, como los protagonistas, y utilizar la dosis exacta de cada uno de los ingredientes que maneja cada uno de los ingredientes. Porque tras el signo y la doctrina, tras la simplicidad de sus propuestas, hay un espacio hacia el que el filme no quiere mirar, que huye una y otra vez.

Las muertes que tienen lugar en la película se basan en la desaparición, no en la descomposición de lo orgánico: un camión cae por un precipicio y no lo volvemos a ver, un cuerpo estalla y se evapora en una mezcla de aire y fuego… ¿Dónde está la realidad? Quizás Laxe querría hacer un cine sin cuerpos, como ya apuntaba en O que arde (2019), su trabajo anterior, ¿dónde filmar las llamas era más importante que seguir a los personajes?

Una trama que se diluye

También éstas son preguntas sin respuesta. O por lo menos a las que la película no contesta, no sé si voluntaria o involuntariamente. En todas las religiones, la aspiración mística tiende hacia la experimentación de la nada y el vacío como ejercicio de higiene moral. Y Sirât se apodera hasta tal punto de ese deseo que le lleva más allá de los personajes, de las acciones, y lo traslada al mismo filme, que apenas es una trama que se diluye poco a poco para que quede al descubierto la inanidad, la vanidad de todo empeño humano, incluido el de hacer una película cuando ya todo parece haber sido dicho.

Por eso, cuando en las entrevistas Laxe intenta dar un sentido a su filme, todo se tambalea. Y cuando el público le exige respuestas, sale decepcionado. Mejor dejar las imágenes en su nada esencial, en absoluta soledad, a ver si se pueden defender por sí mismas. Porque es en estos momentos, en algunos de los que puntúan el filme, donde Sirât brilla por lo que es y –más significativo todavía– por lo que no es.

Carlos Losilla
Crítico de cine, autor de Flujos de la Melancolía y de Raoul Walsh (Cátedra, 2020)

 

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