ROBERT REDFORD-En los años 70, el recientemente fallecido Robert Redford fue testigo privilegiado de una época clave para entender el mundo de hoy
Ni siquiera un año sobrevivió Robert Redford a la segunda elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. La metáfora es perfecta: el adalid del progresismo hollywoodiense, el héroe intachable del star system yanqui, el ecologista convencido, el entusiasta propulsor del cine indie, no podía habitar ya un país que se ha convertido en todo lo contrario de lo que soñó.
La última película digna de ese nombre protagonizada por Redford, sin embargo, se remonta a 2020, se titula The Old Man & The Gun y fue dirigida por David Lowery. Bastaban dos palabras –tres en inglés– para enunciar la situación: un anciano (old man) y una pistola (gun), alguien que venía del pasado para mantener en pie la vieja tradición del cine de Hollywood, aunque fuera por otros medios. ¿Y cuál era ese pasado? Pues un tiempo en el que su antagonista empezó a poner los cimientos de lo que sería la Trump Organization, a la vez que Redford consolidaba su carrera participando en algunas de sus películas luego más recordadas.
La primera mitad de los años 70, además, contempló la irresistible ascensión y no menos vertiginosa caída de Richard Nixon, el presidente fulminado por el caso Watergate, plasmado a su vez en un film memorable que protagonizaría el propio Redford, pero también el precedente político más directo –en su feroz conservadurismo— de la infame caterva de mandatarios posteriores, de Ronald Reagan a los dos Bush.
La colaboración de Redford con directores como Michael Ritchie, George Roy Hill, Pollack o Pakula, logra un aliento lírico hasta entonces inédito en el cine de Hollywood.
Si Nixon fue el antepasado político de Trump, hay que convenir en que Redford se erigió en uno de los cronistas más tenaces de aquel momento histórico, la década de los 70, que tanto significó para el cine americano. En ocasiones, son los actores y las actrices quienes encarnan el sentir de una época, aún más que los directores. Su presencia atraviesa filmografías, se cruza con cineastas, se repite de película en película, aportando nuevos matices a un personaje por lo general bien asentado, y acaba convirtiéndose en emblema de un modo de ser y estar ante una realidad determinada.
El llamado «Nuevo Hollywood» de los años 70, por supuesto, puede ofrecer múltiples ejemplos al respecto, de Robert De Niro a Al Pacino, de Dustin Hoffman a Gene Hackman, de Jack Nicholson a Clint Eastwood, dejando aparte a las actrices. Y cada uno de ellos puede asociarse a una gestualidad, a una actitud, a una iconografía que le es propia.
Un fresco deslumbrante
En el caso de Redford, la segunda mitad de los 60 y la totalidad de la década de los 70 significan para él no solo su periodo de mayor esplendor físico, sino también el momento en que su persona cinematográfica adquiere una mayor coherencia. Y no es que todas sus películas de esa época sean necesariamente reivindicativas o combativas. La mayoría hablan de algo que la cultura estadounidense ha transformado en obsesión desde sus inicios y que, a aquellas alturas, empezaba a dar síntomas de agotamiento, pues el american dream, muerto y enterrado a partir de Trump, empezó a enfermar coincidiendo más o menos con la agonía de la cultura hippie, por mucho que su condición ya fuera delicada desde hacía décadas.
No es extraño, pues, que Redford se enfrente a la primera mitad de la década de los 70 nada menos que con ocho películas en apariencia muy distintas, en el fondo complementarias. De Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), de Sydney Pollack, a Todos los hombres del presidente (1976), de Alan J. Pakula, en solo cinco años, esos films entrelazan el western y el thriller, la crónica política y la mitología, el pasado del cine y de la literatura del país, para pintar un fresco deslumbrante acerca del estado de las cosas en los Estados Unidos del momento, pero también en la cultura popular que los reflejaba.
La colaboración de Redford con directores de la talla de Michael Ritchie o George Roy Hill, además de los propios Pollack y Pakula, logra explorar esa simbiosis con un aliento lírico hasta entonces inédito en el cine de Hollywood. Y su presencia magnética, que transforma su aspecto angelical en una representación perfecta de la inocencia primigenia del país, corrompida por la acción insidiosa de un capitalismo depredador, otorga a esos films una fuerza, una energía, incluso una inquietante ambigüedad, que aún hoy cautivan, asombran e interpelan.
Ese breve tramo de su filmografía, además, cuenta otra historia: de cómo las tierras vírgenes, llenas de posibilidades, de Las aventuras de Jeremiah Johnson se convierten en las oficinas siniestras y los aparcamientos sombríos en los que se desarrolla la tragedia de Todos los hombres del presidente, que narra la peripecia de los dos periodistas que desenmascararon a Nixon. Robert Redford representó así, en aquel momento, el inicio y el final del «sueño americano», el optimismo de los pioneros y la pesadumbre de quienes se vieron obligados a atisbar la oscuridad al final del túnel.
En medio, los films dirigidos por Roy Hill, El golpe (1973) y El carnaval de las águilas (1975), celebran a Redford como continuador de una tradición que había empezado en el periodo de entreguerras, precisamente la época en la que transcurre la acción de ambas, y que abarcaba la Gran Depresión de los años 30. En El golpe, Redford es el pequeño delincuente típico de ese periodo, impulsivo y noble, que ve en el personaje interpretado por Paul Newman a una especie de padre y mentor.
Un éxito absoluto
En El carnaval de las águilas da vida a un mito de la aviación que se convierte igualmente en un mito del cine. El golpe perdura en el imaginario de la cinefilia como lo que fue: un éxito absoluto, bendecido con siete oscars. El carnaval de las águilas, en cambio, constituyó un pequeño fracaso, un film que pasó prácticamente desapercibido y que apenas se recuerda en la filmografía de Roy Hill, pese a ser uno de sus mejores trabajos. En efecto, ambas películas forman un díptico indisociable, por lo que El carnaval de las águilas debería ser reivindicada como se merece: las dos ilustran la otra cara de Redford, sin la cual es imposible entenderlo como actor y como estrella.
Mientras en El candidato (1972), de Michael Ritchie, incorpora a un aprendiz de político enfrentado a un proceso electoral cada vez más turbio, es decir, a la gran maquinaria estadounidense funcionando a pleno rendimiento, en El golpe y El carnaval de las águilas abandona cualquier atisbo de realismo para sumergirse en la naturaleza del «gran mito americano», o mejor, del gran mito del cine estadounidense en su vertiente más liberal: los héroes cotidianos que contribuyeron a la construcción del país conectando con una comunidad de espectadores que también estaban enfrascados en esa lucha. En tal ambivalencia reside la valía de Redford, su condición de símbolo de una época: retratando en sus papeles la decadencia del país como mito político y, a la vez, los últimos coletazos de su cine como mito cultural, se convirtió en el espejo perfecto de un momento clave.
Y eso es algo que ni Hoffmann, ni Nicholson, ni Pacino, ni De Niro, ni siquiera su amigo Newman pudieron encarnar, quizá porque les faltó esa belleza tan particular que lucía Redford, en apariencia estereotipada, en realidad de gran ambivalencia: la belleza inalcanzable de alguien que, por otro lado, persigue también un ideal igualmente lejano.
Por eso el papel en el que Redford depositó más esperanzas para demostrar su versatilidad como actor, siempre puesta en entredicho por quienes veían en él solo una «cara bonita» –un caso de discriminación muy frecuente en Hollywood, dicho sea de paso–, fue también el que lo conectó definitivamente tanto con la mitología de su país como con su pasado cultural. En efecto, se dice que pasó mucho tiempo preparando su personaje de Jay Gatsby en El gran Gatsby (1974) –la versión de la novela de Francis Scott Fitzgerald dirigida por Jack Clayton, también menospreciada en su día y reivindicada ahora– y que se identificó con él hasta el punto de que, en los descansos del rodaje, prefería la soledad introspectiva al bullicio propio de una filmación. «Ese es Gatsby –le dijo a Clayton cuando le preguntó por ese comportamiento–. Él organiza la fiesta pero nunca está realmente en ella.»
Sentimiento de desencanto
En Tal como éramos (1973), de Sydney Pollack, Redford interpreta a un all american boy que, desde la Gran Depresión hasta la posguerra, mantiene una relación sentimental con una activista de izquierdas, interpretada por Barbra Streisand, con los consiguientes encuentros y desencuentros. Partiendo del melodrama más convencional, el film va mucho más lejos: Redford es la propia «América», seductora y turbulenta, banal y fascinante, como Gatsby. ¿Conocen a algún otro actor capaz de interpretar a un país entero, a una cultura tan compleja e inabarcable, como hizo Redford con Estados Unidos en aquella época?
Por eso Pollack, ese cineasta aún injustamente infravalorado, es quien mejor supo filmar a Redford, extraer de él ese sentimiento de desencanto que subyace en su figura en apariencia inmaculada y mayestática. Si en Tal como éramos lo observa derrotado y somnoliento, con su traje blanco de marino, a través de la mirada a la vez conmovida e irónica de Streisand, en Los tres días del cóndor (1975) lo convierte en el objeto de una persecución fantasmal, de una trama conspiranoica que se adelanta en medio siglo a nuestro sentimiento actual de indefensión y miedo ante un poder opaco y cada vez más amenazante. En la escena final, memorable por tantos conceptos, el personaje de Redford desaparece entre la multitud hasta que solo vemos su rostro mirándonos desde las sombras.
Pues bien, que un rostro tan hermoso saliera de escena de esa manera solo podía significar que venían tiempos duros para el american dream. En 1980, el exactor Ronald Reagan ganó las elecciones y se convirtió en el primer presidente de Estados Unidos –por ahora también el único– procedente de Hollywood. La política se convertía definitivamente en espectáculo, como ya habían advertido Guy Debord y Jean Baudrillard, casi al tiempo que Redford ganaba por fin un óscar, aunque como director, por Gente corriente (1980), un implacable análisis de la institución familiar estadounidense. Un año antes, había vuelto a colaborar con Pollack en El jinete eléctrico (1979), donde el mito se convertía en clown, un payaso disfrazado de cowboy y al servicio del poder corporativo.
El fin de todo un mundo
Una vez los fulgurantes años 70 hubieron sido olvidados y arrinconados por el huracán de la Historia, la saga Redford-Pollack continuaría con Memorias de África (1985) y Habana (1990), en las que el concepto mismo de american heroe se convierte en fantasmagoría, en un espectro fuera del tiempo y fuera de lugar. Al año siguiente, Sadam Husein invadía Kuwait y George Bush padre iniciaba la Guerra del Golfo. Por su parte, Robert Redford, ya una caricatura de sí mismo, se preparaba para protagonizar Una proposición indecente (1993). Era, sin duda, no solo el fin de una época, sino también el de todo un mundo.
CARLOS LOSILLA